– Las siete de la mañana. Tenemos visita. Mira.
Dos coches que reconocían subían por la cuesta.
– Es la familia -dijo Leo-. ¿Por qué nos han seguido?
Salieron a la puerta. Los coches se detuvieron y Guido y Dulcie fueron los primeros en saltar al suelo. En el segundo coche viajaban el conde y la condesa.
– Venimos por un asunto muy importante -anunció el conde Calvani-. Mi esposa insiste en que debe hablar con Selena. Los demás sólo somos su séquito.
– Entrad -dijo Leo-. Hace frío aquí fuera.
Gina les sirvió café caliente en el interior. Selena estaba confusa. ¿Por qué quería verla la condesa? ¿Por qué la miraba con tanta urgencia?
– ¿Quiere decirme alguien lo que ocurre? -preguntó.
– Vengo a verte -dijo Liza despacio-, porque hay cosas… -vaciló, frunció el ceño -cosas que sólo yo puedo decir.
– Nosotros estamos aquí para ayudar -declaró Dulcie-. Por si le falla el inglés a Liza. Está estudiando mucho en tu honor y, en la medida de lo posible, quiere decirte esto personalmente.
– Lo intenté antes -dijo Liza-. Pero entonces… yo no tengo las palabras… y tú no escuchas.
– Cuando fuiste a Venecia la primera vez -dijo Dulcie-. Liza intentó hablar contigo, pero saliste corriendo.
– No hacía falta que me dijera que soy la persona equivocada para Leo -declaró Selena-. Yo ya lo sabía.
– ¡No, no, no! -exclamó Liza con firmeza. Miró a la joven de hito en hito-. Tú deberías hablar menos, escuchar más. ¿Sí?
– Sí -contestó Leo al instante.
Selena sonrió inesperadamente.
– Sí -dijo.
– Bien -musitó Liza-. Vengo a decirte que… tú haces algo terrible… como hice yo. Y no debes.
– ¿Qué es eso terrible que hago? -preguntó Selena con cautela.
– Después de lo que nos dijo Leo, anoche tuvimos una reunión familiar -intervino Guido-. Y todos pensamos que teníamos que venir aquí e intentar inculcarte algo de sentido común. Pero Liza más que nadie.
– Ven conmigo -dijo Liza con firmeza. Dejó su taza y se dirigió a la puerta.
– ¿Puedo ir yo? -preguntó Leo.
Liza lo miró.
– ¿Puedes guardar silencio?
– Sí, tía.
– Entonces ven -salió por la puerta.
– ¿Qué hace? -preguntó Selena.
– No lo sé -repuso Leo-. Puedes confiar en ella.
Las siguió hasta el coche. Liza entró mientras Dulcie se sentaba al volante.
– Cruza Morenza y tres kilómetros más allá hay una granja.
Dulcie siguió las instrucciones y pronto se encontraron rodeados de campos, con algún que otro edificio bajo. Los demás los seguían.
– Ahí -Liza señaló una granja.
Dulcie llevó el coche hasta la casa. Un hombre de mediana edad levantó la vista y saludó a Liza. Selena no oyó lo que dijeron. Liza dejó atrás la casa y se dirigió a un establo de vacas situado detrás.
Era un edificio largo y lleno de animales, pues habían llegado a la hora de ordeñar.
Liza se volvió a Selena.
– Yo nací aquí -dijo.
– ¿Quiere decir en la casa? -frunció el ceño.
– No, quiero decir aquí, donde estamos ahora. Mi madre era sirvienta y vivía aquí con los animales. En aquellos tiempos había pobres que vivían así. Y nosotras éramos muy pobres.
– Pero… -Selena miró a su alrededor.
– Yo no nací en una familia noble. ¿No lo sabías?
– Sí, sabía que no nació con título, pero esto…
– Sí -asintió Liza-. Esto. En aquellos días había… gran separación entre ricos y pobres -hizo un gesto amplio con las manos-. Y mi madre no estaba casada. Nunca dijo el nombre de mi padre y cayó una gran deshonra sobre ella. Estamos hablando de hace setenta años. No era como ahora.
Hizo una pausa, pensativa.
– Mi madre murió cuando era niña y me pusieron a trabajar en la casa. Siempre me dijeron que tenía suerte de contar con comida y trabajo. Era una bastarda y no tenía derechos. No me enseñaron nada.
Suspiró.
– Maria Rinucci me salvó. Esta tierra… era su dote cuando se casó con el conde Angelo Calvani. Se compadeció de mí y me llevó a Venecia con ella. Así conocí a mi Francesco.
Su rostro se cubrió de luz al volverse a mirar al conde, que la contemplaba sonriente.
– ¡Si lo hubieras visto entonces! -dijo-. Era joven y guapo y me amaba. Y por supuesto, yo a él. Pero… era inútil. Tenía que casarse con gran dama. Me lo pidió y le dije que no. ¿Cómo podía casarse conmigo? Le dije que no cuarenta años. Y creo que cometí gran error. Y ahora vengo a decirte que… no hagas el mismo error.
– Pero Liza… -musitó Selena-. Usted no sabe…
– No seas estúpida -repuso la condesa-. Claro que lo sé. La gente cree que debe de ser… maravilloso ser Cenicienta. Yo digo no. A veces… una carga.
– Sí -comentó Selena, aliviada de que alguien lo entendiera-. Sí.
– Pero si es tu destino -continuó Liza con fiereza-, tienes que aceptar esa carga… o le rompes el corazón al Príncipe Azul.
Tomó la mano de su esposo, que la miraba con ojos llenos de amor.
– La gente nos ve y piensa que nuestra historia es romántica y tiene un final feliz -siguió Liza, con tristeza-. Pero no ven aquí… -señaló su pecho -mi amargo arrepentimiento de que nuestro amor sólo se haya realizado al final. Podíamos haber sido felices hace mucho… haber tenido hijos. Pero yo perdí todos esos años porque di mucha importancia a cosas que no la tienen.
Leo se había acercado hasta situarse al lado de Selena. Liza lo vio y sonrió.
– En tu vida no te han valorado y por eso no has aprendido a valorarte. ¿Cómo puedes así entender a Leo, que te valora más que a nada? ¿Cómo puedes aceptar su amor si crees que no eres digna de ello?
– ¿Es eso lo que piensa? -preguntó Selena, confusa.
– ¿Alguna vez te ha querido alguien más?
Selena movió la cabeza.
– No, nadie. Tiene razón. Creces pensando que no tienes derecho a casi nada… y cuando Leo dijo que me quería, yo pensaba que se había equivocado y que un día se despertaría y se daría cuenta de que sólo soy yo.
– Solo tú -repitió Liza-. La mujer que adora, la primera a la que le ha pedido que se case con él. Y espero que la última. No lo hagas sufrir como yo a mi Francesco. Confía en él y en su amor. No cometas mi error y desprecies tu felicidad hasta que casi sea demasiado tarde.
Selena miró a Leo, que la observaba con ansiedad. La enormidad de lo que había estado a punto de hacerle la conmovió y no pudo reprimir las lágrimas.
– Te quiero -dijo con voz ronca-. Te quiero mucho… y nunca he entendido nada.
– Lo que pasa es que no sabías nada de familias -dijo él con ternura-. Ahora lo sabes.
Era querida. La familia entera le abría el corazón y los brazos… a ella, que nunca había tenido parientes.
– Cásate conmigo -dijo él enseguida-. Déjame oírtelo decir.
Selena no lo dijo. Sólo podía asentir vigorosamente con la cabeza. Leo la abrazó.
– Nunca te dejaré marchar -prometió.
Fijaron la fecha de la boda lo antes posible, antes de que se instalara el invierno. El conde Francesco estaba tan contento que cedió en el tema de San Marcos y aceptó encantado la iglesia de Morenza.
Un batallón de limpieza empezó a preparar la casa para el día indicado.
Por parte del novio estaba toda la familia Calvani, que ahora eran también familia de Selena. Ella invitó a Ben, el amigo leal que la había mantenido en la carretera el tiempo suficiente para conocer a Leo, y a su esposa Martha. Les envió los billetes de avión y Leo y ella fueron a buscarlos al aeropuerto.
La boda no habría estado completa sin los Hanworth, todos menos Paulie, que tenía algo mejor que hacer. Leo fue a buscarlos solo y dejó a Selena con Ben y Martha.
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