– No podía respirar -musitó ella-. Todo se cerraba sobre mí y no podía abrirme paso.
– Has tenido otras veces esa pesadilla, ¿verdad? -dijo él con tristeza-. Te veo dar vueltas en la cama y sé que eres desgraciada. Y luego, a la noche siguiente, insistes en que durmamos separados. Pero nunca me lo cuentas. ¿Por qué no lo compartes conmigo?
– No es nada -dijo ella con rapidez-. Solo un sueño. Abrázame.
Se abrazaron juntos largo rato.
– ¿Me vas a dejar? -preguntó él con suavidad.
En el largo silencio que siguió, sintió que la oscuridad cubría su corazón.
– No -repuso ella, al fin-. Creo que no… pero… tengo que volver una temporada. Sólo un tiempo.
– Sí -repuso él-. Sólo un tiempo.
Al día siguiente la llevó al aeropuerto de Pisa. Llegaron tarde y los pasajeros del vuelo para Dallas estaban embarcando ya.
– Tengo que darme prisa -dijo ella.
– ¿Lo llevas todo?
Ella soltó una risita.
– Me lo has preguntado muchas veces.
– Sí.
– Por favor, los pasajeros…
– Selena, no te vayas -dijo él de repente.
– Tengo que hacerlo.
– No, no tienes. Si te vas, no volverás. Es aquí donde tenemos que arreglar esto. No te vayas.
– Ese es mi vuelo.
– ¡No te vayas! Sabes tan bien como yo lo que ocurrirá si te vas.
Ella lo miró a los ojos.
– Lo siento, lo siento -las lágrimas bajaban por sus mejillas-. Lo he intentado, pero no puedo… Leo, lo siento. Lo siento.
Echó a correr y, en la puerta de embarque, se volvió a mirarlo una última vez. Ya no lloraba, pero la miseria de su rostro reflejaba la que sentía él. Por un momento pensó que se echaría atrás. Pero luego desapareció.
El invierno era una temporada fuerte en la tienda de regalos. Guido había elegido los artículos del año siguiente y estaba ocupado mostrando sus productos a los clientes. Dos semanas más tarde tenía una muestra tan grande que el único lugar en el que podía montarla era el palacio Calvani. El conde había gruñido algo sobre la «indignidad» de todo aquello, pero había dado su consentimiento.
Y durante los preparativos, Guido encontró tiempo para ir a Roma con Dulcie y compartir su buena noticia.
Después de dos días en Roma, celebrándolo con Marco y Harriet, que contaban ya los días para su boda, y con Lucia, que estaba en la gloria, se dirigieron a Bella Podena.
– Así que voy a ser tío -dijo Leo, brindando con ellos.
Era la quinta vez que lo hacía. La primera vez lo habían hecho todos los miembros de la casa, y los orgullosos futuros padres estaban inmersos en una nube de felicidad.
Pero Dulcie se sentía algo incómoda con su alegría. Percibía que la de Leo era algo forzada. En un momento en que ambos llevaban platos a la cocina, pues Gina se había acostado, le tocó el brazo y le preguntó con gentileza:
– ¿Has tenido noticias?
Leo negó con la cabeza.
– Volverá -dijo Dulcie-. No ha pasado mucho tiempo…
– Un mes, una semana y tres días -repuso él.
– ¿Sabes dónde está?
– Sí, he empezado a seguirle la pista por Internet otra vez. Le va bien.
– ¿No has hablado con ella?
– La llamé una vez. Estuvo muy amable.
– Llámala otra vez y dile que venga a casa -repuso Dulcie con firmeza.
Pero Leo movió la cabeza.
– Tiene que ser como ella quiera. No puedo quitarle su libertad.
– Pero todos perdemos nuestra libertad por la persona que amamos. O una parte de ella por lo menos.
– Sí, y eso está bien, si la entregas con alegría. Pero si es por coacción, no puede funcionar. Si no vuelve a mí por voluntad propia, no se quedará.
– ¿Y si no vuelve por que no sabe hasta qué punto la quieres?
Leo sonrió con tristeza.
– Lo sabes.
– ¡Oh, Leo!
Dulcie lo abrazó con fuerza. Él apoyó la cabeza en su hombro y ella lo acarició con ternura.
Guido, que entraba en la cocina con platos, se paró en el umbral.
– ¡Mi esposa en brazos de mi hermano! -anunció-. ¿Tengo que estar celoso, salir de aquí arrastrándome y pegarme un tiro?
– ¡Oh, déjate de tonterías! -le ordenó su esposa.
– Sí, querida.
– Todo saldrá bien -le dijo Dulcie a Leo.
– Por supuesto que sí -repuso este.
– No está nada bien -le dijo Dulcie a su esposo cuando se disponían a acostarse-. Gina me ha contado que a veces se queda en la ventana mirando el camino por donde la vio llegar la primera vez. Es casi como si esperara verla aparecer de nuevo por arte de magia.
– ¡Condenada mujer! -exclamó Guido-. ¿Por qué le hace esto?
– No dejes que Leo te oiga decir ni una palabra contra ella -le aconsejó Dulcie, acurrucándose contra él-. Él la comprende. Dice que tiene que buscar sola el camino a casa, que si no lo hace así, es que no es de verdad su casa.
– Eso es muy profundo para Leo. Antes sólo pensaba en caballos, cosechas y mujeres alegres, y no necesariamente en ese orden.
– Pero ha cambiado. Hasta yo lo he visto, y eso que no lo conocía mucho antes. Te diré una cosa. Leo cree que los sentimientos de ella son más importantes que los suyos.
– ¡Ojalá pensara yo lo mismo! -suspiró Guido-. La verdad es que me siento culpable. Si hubiera dejado las cosas como estaban…
– ¿Y qué otra cosa podías hacer? Los archivos estaban ahí. Son ellos los que tienen que buscar su propia salvación.
– ¿Y si fallan? ¿Qué ruido es ese?
Se levantó y fue a la ventana, desde donde miró un granero grande, del que salía una voz suplicante. Una luz débil salía por una de las ventanas.
– Parece Leo -agarró una bata-. ¿A qué está jugando? Debería estar en la cama.
Dulcie se puso también la bata y siguió a su esposo hasta el granero. La puerta estaba abierta.
En el interior, el heno llegaba hasta el techo, justo debajo del cual había un saliente. Había una escalera apoyada en uno de los soportes y Leo subía por ella hasta el final, que quedaba un trozo por debajo del saliente.
– ¿Qué pasa ahí arriba? -le gritó Guido.
– Es un búho. Está atrapado. Creo que se ha hecho daño en el ala.
– ¿No está seguro ahí arriba?
La voz de Leo le llegó débilmente.
– No puede volar en busca de comida y tiene crías. Estoy intentando bajarlos a todos.
– ¡Cuidado! -le gritó Guido asustado-. Es peligroso. ¿No tienes una escalera más larga?
– La están arreglando. Estoy bien. Solo me falta un poco.
Había llegado ya arriba y estaba al mismo nivel de los pájaros. Guido, que miraba desde abajo, vio una cara blanca de búho.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Dulcie, al lado de su esposo.
– Tiene serrín en la cabeza, pero eso no es nuevo -repuso Guido.
– Se puede caer de ahí -dijo ella, preocupada-. ¿Y todo por un búho?
– Desde su punto de vista, es su búho. Y él cuida de todo lo suyo.
Un susurro de triunfo les anunció que Leo había tenido éxito. Sostenía al búho herido en una mano y se apoyaba en la otra. Retrocedía con mucho cuidado, incapaz de ver por dónde iba.
– ¿Me falta mucho para la escalera? -preguntó.
– Un trozo -le dijo Guido-. Pero no puedes hacerlo con una mano ocupada.
Guido estaba ahora al lado de la escalera. Leo dejó al pájaro con gentileza en el heno y empezó a bajar, buscando el escalón superior con los pies. Cuando lo encontró, tendió las manos hacia el búho, pero este se asustó de pronto a agitar las alas y consiguió ponerse fuera de su alcance.
– No seas difícil -le suplicó Leo-. Unos minutos más y los dos estaremos a salvo.
– Déjalo -le pidió Dulcie desde abajo-. Es demasiado… ¡Leo!
Leo intentó atrapar al búho. Todo ocurrió muy de prisa. Perdió el contacto con la escalera, intentó desesperadamente hacer pie y cayó al vacío.
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