Lucy Gordon - La esposa del magnate

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El hombre del que se había enamorado no era como ella creía en absoluto.
Selena era una mujer fuerte e independiente que tenía el dinero justo para sobrevivir. Cuando se enamoró de Leo Calvani, lo creyó su alma gemela porque él también llevaba una vida sencilla en la Italia rural y también era hijo ilegítimo…
Pero al ver su casa se dio cuenta de que no era el hombre que ella pensaba: vivía en una casa enorme, poseía otras dos villas y su tío era conde. Y aún le quedaba otra sorpresa: resultaba que tampoco era hijo ilegítimo, con lo que se convertía en el heredero del conde. Aquello era una verdadera pesadilla porque Selena no tenía la menor intención de convertirse en condesa.

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– ¿Y vivís así? -señaló a su alrededor.

– ¡Cielo Santo, no! -rió la otra-. Nunca teníamos dinero. Mi padre se lo jugaba todo. Por eso trabajaba como detective privado. No podía hacer otra cosa. Un título no te cualifica para un trabajo serio -miró a Selena-. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?

– No, pero he entrado en una casa de locos.

Hubo otra llamada a la puerta. Esa vez era Harriet. La seguía un sirviente con un carrito en el que había champán. Dulcie empezó a servirlo y Harriet se sentó en un sofá y se quitó los zapatos.

– No os imagináis la conmoción que hay abajo -declaró-. Guido y Leo casi llegan a las manos. Oh, por cierto, Liza podía haber subido conmigo, pero dice que está cansada y ha ido a acostarse. Creo que la preocupa su inglés. No lo habla muy bien y tiene miedo de ofenderte -le dijo a Selena.

La joven pensó que la excusa de la condesa no era muy buena. Así funcionaba aquella gente. No se atrevían a expresar directamente su disgusto, preferían inventar historias.

Bebió con ansia el champán, que de pronto necesitaba más de lo que pensaba.

Leo esperó a que la casa quedara en silencio antes de salir de su cuarto. Necesitaba estar con Selena.

Pero cuando abrió la puerta de su habitación se encontró la cama vacía y ni rastro de su prometida. Encendió la luz para asegurarse y luego la apagó y fue a la ventana. Ante él estaba el Gran Canal, silencioso, misterioso, melancólico en su belleza. Muchos hombres le envidiarían aquella herencia, pero él prefería el campo abierto.

Vio algo por el rabillo del ojo y miró hacia el lugar en que el palacio formaba un ángulo recto. A través de unos ventanales vio una figura de blanco cruzando las habitaciones. Salió deprisa de la estancia y bajó hacia allí.

Encontró al fantasma en el salón de baile, andando a lo largo de los ventanales que iban desde el techo al suelo. Hojas de oro decoraban los marcos y del techo colgaban candelabros gigantes.

Pronunció su nombre con suavidad y ella se volvió a mirarlo. A pesar de la penumbra, veía lo bastante de su rostro para saber que estaba alterada. Se abrazaron con fuerza.

– No puedo hacerlo -gimió ella-. No puedo.

– Claro que puedes -la calmó él-. Puedes hacer todo lo que te propongas.

– No es cierto; puedo hacer muchas cosas, pero esto me aplastaría.

– No estaríamos atrapados aquí todo el tiempo…

– Al final acabaríamos aquí -se apartó de él y empezó a andar con nerviosismo-. Mira esta habitación. Dulcie se sentiría a gusto aquí porque se crió en un sitio parecido. Harriet estaría bien porque está lleno de antigüedades. Pero yo me paso el tiempo confiando en no chocar con nada.

– Con el tiempo sería distinto -musitó él-. Cambiarás…

– Tal vez no quiera cambiar. Quizá me parece que no tiene nada de malo ser como soy.

– Yo no he dicho…

– No, y no lo dirás nunca. Pero lo cierto es que, aunque nadie lo diga, venimos de mundos muy diferentes y lo sabes.

– Eso ya lo hemos superado antes.

– Sí, por la finca. Por la tierra y los animales y todo eso que amamos. Daba igual de dónde veníamos porque íbamos en la misma dirección, pero ahora…

– No tenemos que pasar mucho tiempo aquí. Todavía tenemos la finca.

– ¿De verdad? ¿No pasa a ser ahora de Guido?

– A él no le interesa el campo. Se la compraré. Y si es necesario, venderé algunas de las antigüedades de este sitio. Todas, si hace falta.

– ¿Y vivimos en la finca y dejamos vacío el palacio ancestral de tu familia? Tú sabes que no -se mesó los cortos cabellos-. Si esto estuviera en otro sitio, podrías mudarte al palacio y comprar tierra alrededor, ¿pero qué puedes hacer en Venecia?

– Por favor, carissima .

– No me llames así.

– ¿Por qué?

– Porque todo ha cambiado.

– ¿Tanto que no puedo decirte que te quiero más que a mi vida? Yo tampoco quiero esto, ¿pero no será soportable si te tengo a ti?

– ¡Calla! -Selena se tapó los oídos con las manos.

– ¿Por qué no puedo decirte que tu amor lo es todo para mí? -preguntó él con dureza-. ¿Por qué no puedes decir tú lo mismo?

– No lo sé -susurró ella al fin-. Leo, perdóname, pero no lo sé. Te… te quiero.

– ¿De verdad? -preguntó él, con voz más dura aún.

– Sí, te quiero, te quiero. Por favor, intenta comprender…

– Comprendo que sólo me quieres en ciertas condiciones. Cuando las cosas se ponen feas, ya no te basta con el amor.

Soltó una risita amarga.

– Es irónico, ¿no crees? Si perdiera todo mi dinero, podría contar con tu amor, pero si soy rico, me vuelves la espalda y te preguntas si vale la pena amarme.

– No es eso.

– Pobre o rico, soy el mismo hombre, pero tú sólo puedes quererme si llevamos la vida que deseas. Y yo también quiero esa vida. Tampoco quiero esto.

– Pues déjalo. Diles que no aceptas. Volvamos a la finca a ser felices.

– Tú no lo entiendes. Eso no se hace así. Ahora esto es mi responsabilidad para con mi familia y para con la gente que trabaja para nosotros y depende de nosotros. No puedo volver la espalda a todo eso.

La tomó con gentileza por los hombros y la miró a los ojos.

– Querida, sigue siendo una lucha, solo que diferente. ¿Por qué no puedes apoyarme en esto como harías en el caso contrario?

– Porque los dos lucharíamos contra un enemigo distinto y acabaríamos peleando entre nosotros. En cierto sentido, ya lo hacemos.

– Esto es sólo una pequeña discusión…

– Pero tú has disparado el primer tiro de la guerra hace un momento. ¿No lo has notado? «Tú no lo comprendes». Tienes razón. Y habrá millones de cosas que no comprenderé pero tú sí. Y tú no comprenderás las cosas que son importantes para mí y acabaremos diciéndonos mil veces al día «tú no lo comprendes».

Guardaron un silencio temeroso.

– No hablemos más esta noche -dijo él al fin-. Los dos nos hallamos en estado de shock. Vamos a dejarlo para cuando estemos más tranquilos.

– De acuerdo. Hablaremos cuando lleguemos a casa.

Aquello les daba al menos un respiro. Por el momento podían esconderse de lo que ocurría.

Leo la acompañó de vuelta a su habitación y en la puerta la besó en la mejilla.

– Procura dormir bien -dijo-. Vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.

Se alejó cuando ella cerró la puerta, sin que ninguno de los dos hiciera nada por seguir juntos.

Leo pasó el día siguiente encerrado con su tío, Guido y un grupo de abogados, mientras Dulcie y Harriet enseñaban Venecia a Selena. Esta intentaba disfrutar de la excursión, pero las calles estrechas y los canales la asfixiaban.

Entraron en San Marcos, donde Dulcie y Guido se habían casado hacía poco. Selena miró la iglesia y se sintió como una hormiga. Era un edificio magnifico, espléndido, pero la hacía sentirse muy pequeña.

Pensó en la iglesia pequeña de Morenza y se alegró de que su boda fuera a tener lugar allí y no en ese lugar que la aplastaba.

Dulcie parecía entenderla, ya que cuando salieron, dijo:

– Venid conmigo.

Y guió a las otras dos hasta una plaza cercana donde había vaporetti , los barcos autobuses de los venecianos.

– Tres hasta el Lido -dijo al hombre de la taquilla-. Vamos a pasar el día en la playa -anunció a las otras dos.

Selena empezó a animarse durante el viaje por la laguna. Después de tantos callejones volvía a estar en terreno abierto. Y cuando llegaron al Lido, la isla larga que bordea la laguna y que posee una de las mejores playas del mundo, vio el mar y se animó todavía más. ¡Eso sí eran espacios abiertos!

Compraron bañadores y toallas en las tiendas de la playa, se sentaron debajo de una sombrilla gigante y se untaron crema unas a otras.

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