– Bueno, hay cosas más interesantes que hacer que…
Leo le apartó la mano.
– Cuando termine. Mi familia no es como tú piensas. Lo único que les importará será que nos queramos. Guido y Dulcie acaban de casarse por amor, y el tío Francesco también. Esperó cuarenta años a que ella le diera el sí y se negó a casarse con ninguna otra. Ella también tenía ideas raras, pero él es un hombre paciente. Yo, sin embargo, no lo soy. Si crees que voy a esperar cuarenta años a que te entre el sentido común, estás loca. Y ahora, ¿qué decías de cosas más interesantes…?
Selena había intentado tomárselo con ligereza, pero conocer a la familia de Leo la ponía más nerviosa de lo que hubiera querido admitir. Él le había dicho que tenía la cabeza llena de tópicos, y en parte era cierto. Tenía miedo de hacer o decir algo que avergonzara a Leo; prefería montar a un toro que arriesgarse a hacer el ridículo.
La casa fue puesta patas arriba. Leo y Selena se retiraron a habitaciones más pequeñas, en la parte de atrás de la casa, para dejarles las mejores a sus tíos y a Guido y Dulcie.
Selena miraba con sorpresa cómo Gina preparaba la casa con la ayuda de dos doncellas, una cocinera y dos chicas del pueblo. La ponía nerviosa que la sirvieran.
– Bueno, ahora eres la señora de la casa -le dijo Leo-. Despide a todo el mundo y hazlo tú, si te apetece.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella.
Leo la miraba divertido.
– También puedes cocinar, si quieres.
– ¿Has probado mi comida?
– El otro día me preparaste un sándwich y todavía me levanto por las noches. Déjales hacer su trabajo y tú ocúpate de lo tuyo, que son los caballos.
Con los caballos era todo más sencillo. Sabía lo que esperaban de ella. Por desgracia, también le recordaban a Elliot, lo que le producía ataques de nostalgia. Y la grandeza de la casa, cuando Gina terminó de transformarla, le hacía también añorar su pequeña autocaravana y viajar con Elliot por horizontes lejanos con el dinero justo para llegar a la próxima parada y confiando luego uno en el otro para ganar más.
Allí también había horizontes lejanos, pero le parecían menos salvajes ahora que sabía que pertenecían a Leo y, por extensión, también a ella. En un horizonte que le pertenecía no había misterio. Y tampoco emoción.
Pero apartaba aquellos pensamientos. Sabía que la visita de la familia era importante para Leo, así que, cuando este sugirió que podía comprarse un par de vestidos, no protestó. Eligió prendas lo más sencillas posibles, porque se sentía insegura y no quería llamar la atención.
El conde Francesco Calvani había decidido viajar desde Venecia en su limusina, porque pensaba que resultaría más cómodo para su adorada Liza, a la que no le gustaban los trenes.
Guido y Dulcie viajaban en su coche deportivo. Pararon a comer en Florencia y llegaron a Bella Podena por la tarde.
– Estábamos deseando verte -dijo Guido cuando abrazó a Selena.
A ella le cayó bien en el acto. Se parecía muy poco a su hermano, pero sus ojos tenían el mismo brillo.
Dulcie era casi tan delgada como ella, pero con una masa de rizos rubios que Selena le envidió en secreto. También la abrazó y le dijo que se alegraba de que pronto fueran a ser hermanas. Selena empezó a relajarse.
Más tarde se congregaron fuera para recibir al conde y la condesa. Cuando paró la limusina, salió el chofer y procedió a abrir una de las puertas.
De ella bajó una mujer bajita de rostro fino y delgado. Selena tuvo la impresión de que estaba muy tensa.
El conde salió del vehículo y sonrió a su esposa, que le devolvió la sonrisa y le puso una mano en el brazo. Entraron todos en la casa, donde se hicieron las presentaciones.
El conde Francesco Calvani poseía el encanto de la familia. Abrazó también a Selena como a una hija y le habló en un inglés excelente. Liza le sonrió, le estrechó la mano y le dijo unas palabras de bienvenida que tuvieron que traducir al inglés. Selena le dio las gracias con palabras igual de pomposas, que el conde tradujo al italiano.
Las dos mujeres se miraron a través de un abismo.
Selena, como señora de la casa, acompañó a Liza a su habitación, pero por suerte Dulcie fue con ellas y les hizo de traductora. Cuando al fin consiguió escapar, dando gracias al Cielo por ello, tuvo la horrible impresión de que la condesa hacía lo mismo.
Tenía la sensación de estar perdida en un desierto; todo lo que hacía le parecía mal, a pesar de que Leo le sonreía y le decía que lo hacía muy bien.
Su vestido parecía aburrido al lado de la elegancia sencilla de la condesa y de la belleza exuberante de Dulcie. Cuando Gina la llevó al comedor para que aprobara la colocación de la mesa, tuvo la impresión de que Gina sabía que todo aquello era un misterio para ella y la despreciaba por eso.
– Está todo de maravilla -dijo con desesperación.
– La comida está lista, señorita.
– En ese caso, supongo que debo traer a la gente.
Comunicó el mensaje a Leo, que hizo el anuncio. Sabía que debería haberlo hecho ella, pero prefería montar un toro a invitar a aquella compañía a «su» comedor. Empezaba a preguntarse cuándo habría un vuelo de vuelta a Texas.
Las cosas mejoraron un poco cuando se encontró hablando con Dulcie. Intercambiaron historias sobre su vida antes de los Calvani y a Dulcie le encantó lo que Selena le contó.
– Siempre me han encantado las películas del Oeste -dijo-. ¿De verdad hacéis esas cosas?
– Montar sí. Yo no uso el lazo, aunque sé hacerlo. Me enseñó un vaquero y dijo que era bastante buena.
– ¿Vas a usar el lazo mañana en Grosseto?
– Las mujeres no hacen eso en los rodeos. Solo participamos en las carreras de barriles.
Dulcie la miró con malicia.
– ¿Crees que los organizadores de Grosseto lo saben?
– Eres mala -sonrió Selena.
Guido y Leo miraban con satisfacción a sus mujeres desde el otro lado de la mesa.
– Siempre lo hacemos -observó Guido.
– ¿Qué? -preguntó su hermano.
– El tío Francesco dice que los Calvani siempre elegimos lo mejor, la mejor comida, el mejor vino, las mejores mujeres. Los dos lo hemos hecho bien.
La comida fue soberbia. El conde felicitó a la cocinera y a continuación declaró que la boda, por supuesto, tendría lugar en la basílica de San Marcos, en Venecia.
– Selena y yo hemos pensado en la parroquia de Morenza -dijo Leo.
– ¿Una parroquia? -el conde parecía no saber qué decir-. ¿Un Calvani casándose en un pueblo?
– Esta es nuestra casa -declaró Leo con firmeza-. Es lo que queremos los dos.
– Pero…
– No, tío.
El conde parecía dispuesto a seguir hablando, pero la condesa le puso una mano en el brazo y dio algo que Selena no entendió, aunque sí oyó su nombre.
– De acuerdo -dijo el hombre-. No diré nada más.
Dio una palmadita a su esposa en la mano y le respondió en el mismo lenguaje que había usado ella.
Selena pensó que no había que ser un genio para saber lo que habían dicho. La condesa no entendía a qué venía tanta discusión. San Marcos era demasiado bueno para Selena Gates. Y el conde se había mostrado de acuerdo con ella.
Por suerte, todos querían retirarse temprano para estar descansados al día siguiente. Normalmente Selena dormía sin problemas, pero aquella noche permaneció despierta durante horas, preguntándose qué hacía allí.
Salieron temprano para Grosseto y Leo instaló a la familia en un hotel desde el que podían ver el desfile. Selena y él fueron directamente al lugar de encuentro de donde partiría este.
Los dos iban vestidos con prendas del puesto de Delia, camisas vaqueras abrochadas hasta el cuello, botas de vaquero, cinturones con grandes hebillas de plata y sombreros Stetson.
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