Lucy Gordon - La esposa del magnate

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El hombre del que se había enamorado no era como ella creía en absoluto.
Selena era una mujer fuerte e independiente que tenía el dinero justo para sobrevivir. Cuando se enamoró de Leo Calvani, lo creyó su alma gemela porque él también llevaba una vida sencilla en la Italia rural y también era hijo ilegítimo…
Pero al ver su casa se dio cuenta de que no era el hombre que ella pensaba: vivía en una casa enorme, poseía otras dos villas y su tío era conde. Y aún le quedaba otra sorpresa: resultaba que tampoco era hijo ilegítimo, con lo que se convertía en el heredero del conde. Aquello era una verdadera pesadilla porque Selena no tenía la menor intención de convertirse en condesa.

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Todavía hacía bastante calor para cenar fuera, viendo ponerse el sol. Gina les sirvió sopa de pescado, una mezcla de calamares, gambas y mejillones, ajo, cebollas y tomates. Selena tuvo la sensación de estar en el paraíso.

– Cuando volví, me encontré a Barton muy agitado -dijo; tomó un sorbo de vino blanco-. Le había dejado un mensaje a Paulie, que olvidó dármelo.

– ¿Pero mi atractivo irresistible te atrajo hasta aquí? -aventuró él.

– He venido a ver el rodeo de Grosseto -repuso ella con firmeza-. A nada más.

– ¿Nada que ver conmigo?

– Nada que ver contigo. No te hagas ilusiones.

– No, señora.

– Y deja de sonreír así.

– No sonreía.

– Sonreías como un gato que acaba de tragarse la nata. Que haya cruzado medio mundo para venir a buscarte no significa nada. ¿Comprendes?

– Claro. Y que yo haya pasado las últimas semanas entrando en páginas web como un loco para intentar encontrarte tampoco significa nada.

– Muy bien.

– Muy bien.

Guardaron silencio y se contemplaron mutuamente con alegría.

– Has vuelto a hacerlo -dijo ella-. Cuando he llegado, me has llamado carissima , pero no me has dicho lo que significa.

– En italiano, cara significa «querida» -dijo él-. Y cuando añades el issima , es una especie de énfasis, el superlativo de lo que quieres decir.

Selena lo miraba.

– Y por lo tanto -Leo le tomó la mano-, cuando llamas a una mujer carissima

De repente le resultaba muy duro. En el pasado había usado esa palabra con ligereza, casi sin significado. Pero ahora todo era distinto.

– Significa que es más que querida para él -repuso-. Significa…

Lo interrumpió la llegada de Gina a por los platos.

Tagliatelle con calabaza, señor -dijo.

Leo sonrió y guardó silencio. Ya habría tiempo más tarde para decir todo lo que quería decir.

Terminaron la comida con miel de la Toscana y pastel de nueces. Para entonces, a Selena se le cerraban los ojos. Leo le tomó la mano y la llegó arriba. Se detuvo ante la habitación de ella.

– Buenas noches, carissima -dijo con suavidad.

– Buenas noches.

La besó en la mejilla y se marchó.

Permaneció despierto la mayor parte de la noche. Saber que ella dormía en la habitación de al lado hacía que sintiera que tenía un tesoro bajo su techo. El tesoro era suyo y lo conservaría aunque para ello tuviera que luchar con el mundo entero.

Se despertó al amanecer y se acercó a la ventana. Abrió las contraventanas y salió al balcón. Seguía maravillado por la llegada de ella y quería mirar el camino que subía desde el pueblo.

Una sombra en el balcón de al lado lo hizo mirar allí. Selena estaba en el balcón y no lo miraba a él, sino el valle, con el rostro absorto, como si estuviera en otro mundo.

Levantó la cabeza el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa y volvió a quedarse absorta en la contemplación del valle.

Leo lo entendió entonces.

Se puso la bata y fue al cuarto de ella, se acercó al balcón y le puso las manos en los hombros. Ella se apoyó contra él y Leo la rodeó con sus brazos a la altura del pecho y la mantuvo así, lleno de una satisfacción que no había conocido nunca.

Una luz suave empezaba a cubrir el valle, débil al principio, luego cada vez más intensa. Por unos momentos, fue una luz mágica, como de otro mundo.

Luego cambió, se volvió más dura, más firme, más prosaica. Y solo quedó el recuerdo de la anterior.

Selena suspiró con satisfacción.

– Eso era lo que quería -dijo-. Desde que me hablaste de esa luz, he anhelado verla.

– ¿Y qué te parece?

– Es tan hermosa como asegurabas. Lo más hermoso que he visto en mi vida.

– Mañana volverá a verse -dijo él-. Pero ahora…

La llevó con gentileza hasta la cama, donde ambos encontraron otro tipo de belleza.

Leo había imaginado muchas veces el momento en que presentaría Selena a Peri, la yegua que había querido vender unos meses atrás, pero cuya elegancia y espíritu lo habían impulsado a conservarla en espera de la persona indicada.

Esa persona era Selena. Siempre lo había sospechado y lo supo de cierto cuando presenció el amor a primera vista que se dio entre las dos. Para entonces se consideraba ya una especie de experto en flechazos.

Pasaban los días montando por campos y viñedos, y las noches uno en brazos del otro.

– Quédate aquí -le dijo él una noche cuando terminaron de hacer el amor-. No vuelvas a dejarme.

Ella hizo un movimiento y él se apresuró a añadir:

– Hazte cargo de los caballos. Cuida de mí… Las dos cosas o una de ellas, como prefieras.

Selena se incorporó sobre un codo y le miró la cara. Las contraventanas estaban abiertas y la luz de la luna llenaba la habitación.

– Ya era hora de que terminaras de decirme lo que significa carissima -musitó.

Se colocó encima de él.

– Si eres mi carissima -dijo Leo-, eres más querida para mí que él resto del mundo. Eres mi amor, mi adorada, la única que existe para mí.

Una semana después fueron a Morenza, una zona en el sur de la Toscana, cerca de la costa. A menudo se la conocía como «la Toscana del Salvaje Oeste», porque allí se criaban muchas cabezas de ganado y se valoraba todavía la destreza del vaquero tradicional.

Cada año se celebraba un rodeo que consistía en un desfile por las calles de la vecina ciudad de Grosseto y un espectáculo que duraba toda una tarde. Leo llevó a Selena a la ciudad a presentarle a los organizadores, a los que describió sus méritos con palabras muy elogiosas.

Selena entonces le dio también una sorpresa, al mostrarle una foto de él montando el toro.

– Conozco a un hombre que hace fotos de todo, no solo de los ganadores -le explicó-. Y tenía esta tuya. Estás muy bien, ¿verdad?

Estaba magnífico. Con un brazo levantado en el aire, la cabeza hacia arriba y el rostro sonriente y con expresión de triunfo.

– Nadie diría que al segundo siguiente estaba en el suelo -comentó.

Uno de los organizadores contempló la foto y tosió con respeto.

– Quizá, señor, pueda hacer una demostración en nuestro rodeo.

– Me parece que no -se apresuró a decir Leo-. En Texas hay toros muy especiales. Los crían por su bravura.

– No creo que aquí lo decepcionáramos, señor. Tenemos un toro que ya ha matado a dos hombres…

Leo tardó diez minutos en conseguir evadirse, mientras Selena se partía de risa.

– Le he dicho que tú correrás los barriles -le dijo él cuando se alejaban.

– Me parece bien. Pero no será lo mismo si tú no montas el toro.

– Piérdete.

La familia de Leo nunca se había desplazado al rodeo. Aquel año, sin embargo, aparecieron masivamente, porque para entonces ya sabían todos que Leo, el amante de las mujeres con formas voluptuosas, había caído víctima de una joven angulosa con figura de palo y pelo de fuego. Y un temperamento a juego.

El grueso de la familia Calvani se dirigiría a la granja, con intención de pasar la noche antes de seguir hasta Grosseto. Solo faltaba Marco. El conde y la condesa de Calvani viajarían desde Venecia con Guido y Dulcie.

Leo sabía que no podía retrasar más tiempo el momento de la verdad. Tenía que confesárselo todo a Selena… su riqueza y su relación con un título de nobleza. No sabía cuál de las dos cosas la horrorizaría más.

Pero los sucesos se precipitaron antes de que tuviera tiempo de planear una estrategia. Selena fue una mañana a buscarlo a su despacho.

– ¿Estás aquí? -preguntó.

Abrió la puerta un poco más. Leo no estaba, pero se oía su voz en el pasillo de más allá y entró en la estancia a esperarlo.

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