– Antes no podía pagarlo.
Se sintió feliz por un momento de que él quisiera mantener el contacto, pero ninguna felicidad podía sobrevivir al hecho de que marchaba y quizá no volviera a verlo nunca.
Escogieron juntos un teléfono y él le pagó treinta horas de llamadas. Ella anotó el número en un trozo de papel y Leo se lo guardó en la cartera.
– Tengo que pasar la aduana.
– Todavía no -dijo ella-. Tenemos tiempo para otro café.
Tenía la espantosa sensación de que todo se precipitaba hasta el borde de un precipicio. Ella era la única que podía haberlo parado, pero no sabía cómo. No podía pronunciar las palabras, no las había dicho nunca, apenas las conocía.
La noche anterior había hecho todo lo posible por mostrarle lo que sentía. Ahora tenía roto el corazón y solo podía preguntarse por qué él parecía tan distante.
Pasó los últimos minutos mirándolo, intentando recordar cada línea, cada entonación de su voz.
Él se marchaba. Y la olvidaría.
Ella nunca había lucido una sonrisa tan brillante.
– ¿Los pasajeros…?
– Creo que es ese -Leo se puso en pie.
Selena lo acompañó casi hasta la puerta. Él le tocó la cara con gentileza.
– No me habría gustado perderme esto por nada del mundo -dijo.
– ¿No? -ella le dio un puñetazo en el brazo-. Me olvidarás en cuanto la azafata te haga un mohín.
– Nunca te olvidaré, Selena -dijo él, muy serio.
Por un momento pareció que iba a añadir algo. Ella esperó, con el corazón latiéndole con fuerza, pero él se limitó a inclinarse y besarla en la mejilla.
– No me olvides tú -dijo.
– Ya puedes llamar a ese teléfono para asegurarte de ello.
– Lo haré.
Volvió a besarla y se alejó. Por mucho que la joven lo intentaba, no podía encontrar en esos besos ningún eco de la noche anterior. Entonces era un hombre que pensaba solo en una mujer, absorto en ella, que daba y recibía placer; y no solo placer, también ternura y afecto. Ahora era un hombre que quería irse a casa.
En la puerta se volvió y la despidió agitando el brazo. Ella le devolvió el gesto y mantuvo la sonrisa en el rostro gracias a una gran fuerza de voluntad.
Luego él se marchó.
Selena no se fue enseguida, sino que esperó en la ventana hasta que salió el avión y lo observó desaparecer en el cielo.
Volvió entonces al aparcamiento y se sentó al volante.
¡Qué demonios! Eran barcos que se habían cruzado en la noche y nada más. Ante ella se extendía un futuro más brillante que nunca. Y era en eso en lo que tenía que pensar.
Golpeó el volante con fuerza. Era la primera vez en su vida que se decía mentiras.
Pero necesitaba una mentira reconfortante que la ayudara a superar ese momento.
– Tenía que haberle dicho algo -musitó en voz alta-. Algo para que lo supiera. Entonces a lo mejor me había pedido que me fuera con él. Oh, ¿a quién intento engañar? Podía habérmelo pedido de todos modos, pero ni se le ha pasado por la cabeza. No llamará. El teléfono ha sido un regalo de despedida. Deja de ser tan tonta, Selena. No puedes llorar en un aparcamiento.
El viaje de Atlanta a Pisa se hacía interminable. Leo intentaba dormir, pero no podía. Bajó del avión mareado de cansancio y de camino a la salida no dejó de bostezar. Resultaba extraño estar en su propio país.
Se dirigió a la fila de taxis; estaba tan absorto en calcular cuánto tiempo tardaría en llegar a su casa, que no prestaba atención al ruido que hacía alguien detrás de él. No supo qué lo atacó, ni cuántos eran, aunque testigos posteriores declararon que cuatro. Solo supo que de repente estaba en el suelo y unos desconocidos lo registraban.
Gritos, ruido de pasos que corrían. Se sentó y se tocó la cabeza, preguntándose por qué había tanta policía por allí. Unas manos lo ayudaron a incorporarse.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
– Le han robado, señor.
Lanzó un gemido y buscó el lugar donde debería estar su cartera. Estaba vacío. La cabeza le dolía demasiado para permitirle pensar con claridad. Alguien llamó a una ambulancia y lo llevaron a un hospital cercano.
Cuando despertó a la mañana siguiente, vio a un policía al lado de su cama con la cartera robada en la mano.
– La hemos encontrado en un callejón -dijo.
Como era de esperar, la cartera estaba vacía. El dinero, las tarjetas de crédito, todo había desaparecido. Pero lo que de verdad afectó a Leo fue que también había desaparecido el trozo de papel con el número de Selena.
Renzo, su capataz, fue a buscarlo al hospital y lo llevó a Bella Podena. En cuanto se vio entre las colinas de la Toscana, empezó a relajarse. Fuera cual fuera el tormento de su vida, su instinto le decía que era bueno estar en casa, donde crecían sus viñas y yacían sus campos de trigo bajo un sol benevolente.
Sus empleados lo apreciaban porque les pagaba bien, confiaba en ellos y les dejaba hacer su trabajo. En la última parte del trayecto, lo saludaban agitando la mano y le gritaban que se alegraban de verlo.
Las tierras de los Calvani eran extensas. Los campos de los últimos kilómetros eran suyos e incluso había un pueblo, Morenza, una comunidad pequeña de casas medievales, que estaba situado en propiedad de los Calvani, al pie de la ladera que conducía a la casa de Leo.
Su calle empinada se curvaba en torno a la iglesia y a un estanque pequeño, antes de salir del pueblo y subir entre viñas plantadas en la ladera para que les diera el sol.
En la cima estaba la casa, también medieval, hecha de piedra, con una vista magnífica sobre el valle. Entró en ella con una sensación de satisfacción, dejó las maletas en el suelo y miró a su alrededor, las cosas familiares que amaba.
Allí estaba Gina, con su plato predilecto preparado y listo para servirse. Su vino favorito estaba a la temperatura exacta. Sus perros predilectos lo recibían con alegría.
Comió mucho, besó a Gina en la mejilla para darle las gracias y fue al cuarto que usaba como despacho, desde donde dirigía sus propiedades. Un par de horas con Enrico, el secretario que supervisaba el papeleo en su ausencia, le demostró que Enrico podía arreglarse muy bien sin él. No hizo más preguntas. Al día siguiente recorrería los campos con hombres que se sentían tan cerca de la tierra como él mismo.
Pasó las dos horas siguientes hablando por teléfono con su familia y poniéndose al corriente. Después salió, con un vaso de vino en la mano, a mirar el pueblo, donde se encendían ya las luces. Permaneció mucho rato de pie, escuchando el viento entre los árboles y el sonido de campanas que resonaban en el valle y pensó que nunca había conocido tanta paz y belleza. Y sin embargo…
Era una bienvenida perfecta a un lugar perfecto. Pero de pronto se sentía más solo que nunca en su vida.
Se fue a la cama e intentó dormir, pero fue inútil, así que se levantó y bajó al despacho. En Texas era por la mañana temprano. Barton contestó al teléfono.
– ¿Selena sigue ahí por casualidad? -preguntó, esperanzado.
– No, se marchó justo después que tú. Vino aquí, recogió a Jeepers y se marchó. ¿Verdad que estuvo genial? Jeepers era el caballo que necesitaba. Con ese animal se convertirá en una estrella.
– Estupendo, estupendo -Leo intentaba mostrarse animoso, pero por algún motivo que no deseaba explorar, no le gustaba oír habar de los éxitos de ella a medio mundo de distancia-. ¿Te ha llamado?
– Llamó ayer para preguntar por Elliot. Le dije que está bien.
– ¿Preguntó por mí?
– No, no te mencionó para nada. Pero seguro que si la llamas…
¿Y por qué narices iba a llamarla si no le importaba lo bastante para que preguntara por él?
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