Lucy Gordon - La esposa del magnate

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El hombre del que se había enamorado no era como ella creía en absoluto.
Selena era una mujer fuerte e independiente que tenía el dinero justo para sobrevivir. Cuando se enamoró de Leo Calvani, lo creyó su alma gemela porque él también llevaba una vida sencilla en la Italia rural y también era hijo ilegítimo…
Pero al ver su casa se dio cuenta de que no era el hombre que ella pensaba: vivía en una casa enorme, poseía otras dos villas y su tío era conde. Y aún le quedaba otra sorpresa: resultaba que tampoco era hijo ilegítimo, con lo que se convertía en el heredero del conde. Aquello era una verdadera pesadilla porque Selena no tenía la menor intención de convertirse en condesa.

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Algo le llamó entonces la atención.

Encima de la mesa había varias fotografías y la curiosidad la empujó a mirarlas.

Eran fotos de una boda y recordó que Leo había ido hacía poco a la boda de su hermano Guido. Estaban los novios y, a su lado, Leo, vestido como no lo había visto nunca.

Vestido impecablemente con frac y sombrero alto. ¿Y qué? Todo el mundo vestía así en las bodas. Pero de fondo había otras cosas que no podían pasarse por alto. Candelabros, cuadros antiguos, espejos de marco dorado. La ropa sentaba perfectamente como no sentaría nunca la ropa de alquiler. Y la gente poseía esa confianza especial que daba el dinero y el estatus.

Sintió algo raro en la boca del estómago.

– Acaban de llegar.

Leo estaba de pie en el umbral y le sonreía de aquel modo especial suyo que conseguía hacerle olvidar todo lo demás.

– Permíteme que te presente a mi familia -dijo. Se acercó a las fotos-. Estos son mi hermano Guido y Dulcie. Estos dos personajes de aquí son el padre y el hermano de ella, y no seré yo el que llore si no vuelvo a verlos en mi vida. Este de aquí es mi primo Marco, con su prometida, Harriet. Y este hombre es mi tío Francesco, con su esposa, Liza.

– ¿Qué es ese sitio detrás de vosotros? ¿Alquilasteis el ayuntamiento?

– No -repuso él-. Es la casa de mi tío.

– ¿Qué? ¿Él vive ahí? Parece un palacio.

– Supongo que es lo que es -contestó él con ligereza.

– ¿Qué quieres decir?

– Se llama el Palacio Calvani. Está en el Gran Canal, en Venecia.

– ¿Tu tío vive en un palacio? ¿Es de la realeza?

– No, no, nada de eso. Solo es conde.

– ¿Qué has dicho? No he entendido la última palabra.

– Es conde -repitió Leo de mala gana.

Selena lo miró de hito en hito.

– ¿Estás emparentado con un conde?

– Sí, pero por el lado equivocado -le aseguró él, como un hombre que argumenta circunstancias atenuantes para un delito.

– Pero ellos te conocen, ¿verdad? Eres parte de la familia.

Leo suspiró.

– Mi padre era hermano del tío Francesco. Si su matrimonio con mi madre hubiera sido válido, yo sería… bueno, el heredero.

Selena lo miró escandalizada.

– Pero no lo fue -la tranquilizó él-. Así que no lo soy. Ese es el problema de Guido, no el mío. Y está furioso. Como si yo tuviera la culpa. Lo desea tan poco como yo. Lo único que he querido siempre ha sido esta finca y la vida que llevo aquí. Tienes que creerme.

– Dame una razón para que deba creer una sola palabra de lo que me digas.

– Vamos. Yo nunca te he mentido.

– Pues, desde luego, tampoco me has dicho nunca la verdad.

– ¿Y tú me contaste la historia de tu vida desde el primer día?

– Sí.

– No estás usando la lógica -protestó él-. Si yo fuera tan pobre, ¿cómo es que conocía a Barton e iba a visitarlo?

– Me dijiste que le habías vendido caballos. Y en estos tiempos se pueden conseguir billetes de avión baratos. Y hay otra cosa. Este sitio, la gente, la tierra… por lo que tú decías, yo creía que tenías una granja pequeña alquilada, pero todo esto es tuyo, ¿verdad?

– Nunca he dicho que no lo fuera.

– ¿Y qué más cosas tienes? Eres el patrón de todo esto, ¿verdad? No solo aquí, sino en el pueblo y hasta la mitad del camino a Florencia.

– Más -confesó él con aire miserable.

– Eres más rico que Barton, ¿verdad?

Leo se encogió de hombros.

– No lo sé. Es probable.

– Yo creía que eras un hombre del campo, pero eres más bien un magnate.

– Soy un hombre del campo.

– Eres un magnate del campo.

Selena estaba pálida.

– Leo dime la verdad por primera vez Como eres de rico.

– ¡Maldita sea, Selena! ¿Te vas a casar conmigo solo por mi dinero?

– No me voy a casar contigo, arrogante…

– No pretendía decir eso y lo sabes.

– Todo aquello que te dije sobre que los millonarios no eran personas auténticas…

– Ahora sabe que te equivocabas.

– ¡Las narices! Jamás habría imaginado que tú pudieras hacerme algo así.

– ¿Qué he hecho? -imploró él a la habitación-. ¿Puede alguien decirme lo que he hecho, por favor?

– Has fingido ser lo que no eres.

– Por supuesto -gritó él-. Porque no quería correr el riesgo de perderte. ¿Crees que no lo sabía? Claro que lo sabía. A los cinco minutos de conocerte, sabía que eras una mujer ilógica sin sentido común. No quería espantarte y por eso jugué según tus reglas. Ni siquiera podía decirte que había… -se detuvo con los pies al borde del precipicio.

– ¿Decirme qué?

– No me acuerdo -vio los ojos de ella fijos en los suyos-. Está bien. La furgoneta y el remolque de caballos… los compré yo.

– ¿Los compraste… tú?

– Y a Jeepers. Selena, los del seguro se habrían reído de ti. Tú misma lo sabías. Era el único modo de que pudieras volver a la carretera. Yo solo esperaba que no te enteraras… o que no te enfadaras mucho si te enterabas -la miró, sin atreverse a creer lo que veía en su cara-. ¿Te ríes?

– ¿Quieres decir… -se atragantó ella -que el milagro eras tú y no Barton?

– Sí, yo, no Barton.

– No me extraña que te pusieras verde cuando te dije eso.

– Podría haberlo matado -confesó Leo-. Quería decirte la verdad, pero no podía, porque sabía que no querrías deberme nada. Pero se me ha ocurrido una cosa. Nos casamos y ese es mi regalo de boda. Y así está todo bien.

Selena lo miró fijamente.

– Lo dices en serio, ¿verdad?

– Bueno, si te casas conmigo, todo ese dinero también será tuyo, y entonces tendrás que callarte.

La joven permaneció un rato pensativa.

– De acuerdo, trato hecho.

No le dijo entonces que lo quería. Se lo dijo más tarde aquella noche, cuando él dormía pacíficamente a su lado. Tenía un sueño profundo, así que ella podía acariciarle el pelo, besarlo sin que se diera cuenta y susurrarle las palabras que no sabía decirle cuando la oía.

Otra noche él llevó vino y melocotones y se sentaron a comer y hablar.

– ¿Cómo llegó aquí tu familia? -preguntó ella-. Si sois condes de Venecia, ¿qué hacéis en la Toscana?

– Mi abuelo, el conde Angelo, se enamoró de una mujer toscana llamada Maria Rinucci. Esto -señaló el valle -era su dote. Como tenía la propiedad de Venecia para dejársela a su hijo mayor y heredero, mi tío Francesco, dejó esta otra en herencia a Bertrando y Silvio, sus hijos pequeños.

Hizo una pausa.

– Silvio optó por recibir su parte en metálico y se casó con la hija de un banquero de Roma. Marco es hijo de ellos. No lo verás la semana que viene porque creo que ha ocurrido algo entre Harriet, su prometida inglesa, y él. Ella ha vuelto a Inglaterra y él la ha seguido para intentar convencerla. Esperemos que la traiga de vuelta para nuestra boda.

Le acarició la mejilla.

– A Bertrando le gustaba vivir en el campo -siguió diciendo-, así que vino aquí y se casó con Elissa, una viuda, y me tuvieron a mí. Ella murió poco después de mi nacimiento y mi padre volvió a casarse con Donna, la madre de Guido. Pero luego resultó que Elissa no era viuda, como creían todos, sino que seguía casada con su primer marido. Por lo tanto, yo era ilegítimo y Guido y yo cambiamos las herencias.

– No te imaginas cuánto me alegro. Porque si no, tú y yo… No podría casarme contigo si tuvieras un título. Va contra mis principios. Además, a tu familia no le gustaría como condesa.

– Tú no sabes nada de ellos. Olvida todos esos prejuicios. No comemos en platos de oro.

– ¡Qué pena! Estaba deseando hacerlo.

– ¿Quieres callarte y dejarme terminar? Y no me mires así o se me olvidará lo que iba a decir.

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