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Rebecca Winters: Entre el amor y el deber

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Rebecca Winters Entre el amor y el deber

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El doctor Raúl Cárdenas fue el primero en descubrir las consecuencias de la noche de pasión que había compartido con Heather Sanders. Al examinarla después de un accidente se dio cuenta de que se había quedado embarazada. Raúl no tenía la menor duda de que él era el padre y estaba dispuesto a reclamar sus derechos… eso significaba que tenía dos noticias que dar a Heather: que estaba embarazada y ¡que estaba a punto de convertirse en su esposa!

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– ¿Qué pasa? -preguntó Heather mientras él cerraba la puerta.

– Súbete aquí -le contestó él tomándola en brazos y depositándola en la mesa con mucho cuidado. Era la primera vez en seis semanas que sentía sus brazos y, aunque el contacto había durado solo unos segundos, había sido suficiente para que Heather sintiera el cuerpo entero electrizado.

Raúl la besó suavemente en la boca por sorpresa.

– ¿ Te gustaría que… te quitara la escayola?

– .h, Raúl… eso sería estupendo!

– Sabía que te iba a gustar la idea. Túmbate -dijo ayudándola.

Aunque llevaban tiempo casados y durmiendo juntos, había más intimidad en aquella consulta que en la cabaña.

Cada día lo quería más y temía que él lo viera reflejado en sus ojos y sintiera lástima por ella. Para ocultar sus sentimientos, giró la cabeza hacia la pared.

Al poco tiempo, sintió que ya no tenía la escayola.

– ¿Qué tal? -preguntó la voz de su amado.

– Como si no tuviera brazo.

– Es normal -dijo él viéndola mirarse el brazo pálido y delgado-. Como nueva, pero hasta mañana procura no hacer excesos.

– Gracias -murmuró ella incorporándose. Sin embargo, Raúl se lo impidió.

– Ya que estás aquí, te voy a examinar y así se lo ahorramos a Elana -le indicó. Durante varios minutos así lo hizo-. Nuestro hijo tiene un corazón fuerte. Todo parece normal. Está usted estupenda, señora Cárdenas -dijo dándole un beso en la tripa. No se había afeitado y aquellos besos hicieron que el cuerpo de Heather se despertara y lo deseara.

Cuando él levantó la cabeza, vio algo raro en sus ojos.

– ¿Qué pasa?

– Si haces lo que yo te diga, tendrás un niño sano, mi amor -le contestó-. Déjame una muestra de orina y espérame en mi consulta.

– Si me tienes que decir algo, ¿por qué no me lo dices ya?

– Porque eres mi mujer y nunca te he deseado más. En estos momentos, me parece que no me estoy comportando en absoluto de manera profesional, así que voy a ver a mis pacientes y ahora te veo.

Sorprendida por su declaración, lo vio irse. Lo hizo tan rápido que se le olvidó ayudarla a bajar de la mesa. Lo consiguió ella sola, pero al poner un pie en el suelo se dio cuenta de que le temblaban las piernas después del modo sensual en que le había besado a ella y a su hijo.

Cinco minutos después, entró en la consulta, donde ella lo estaba esperando. Heather sintió que la chispa que había visto en sus ojos momentos antes había desaparecido y aquello la apenó. Tal vez, habían sido solo imaginaciones suyas.

– No te levantes, Heather.

– Eso no suena bien -se quejó ella.

– No es nada grave. Tienes la tensión un poco alta, así que, a partir de ahora, comerás sin sal y dejarás el tema de la decoración.

– Pero…

– Nada de peros cuando estamos hablando de tu vida y de la nuestro hijo. Puedes seguir paseando y haciendo lo que quieras, pero prométeme que te echaras una hora por lo menos dos veces al día.

– La cabaña del cocinero está a medias y…

– Yo me ocuparé en mis ratos libres. Tú tienes que descansar. Por cierto, mis tíos nos han invitado a ir a su casa el próximo fin de semana porque es el cumpleaños del tío Ramón.

Heather tenía la impresión de que le estaba ocultando algo y aquello de sus tíos la desconcertó. Se miró las manos. Prefería quedarse en Zochteetl, donde el trabajo de Raúl los mantenía separados casi todo el día. Así le resultaba más fácil fingir que era feliz delante del personal. Hacer que Teresa y Ramón lo creyeran iba a ser más difícil.

Prefería no ir a Buenos Aires con él porque temía lanzarse en sus brazos. Sería volverse a poner en evidencia más que nunca.

– Parece que no te hace mucha gracia la idea.

– No es eso. Tus tíos son maravillosos y me apetece mucho verlos, pero no me apetece viajar.

Sabía que era una excusa muy pobre. Y él, también. Nunca había mostrado la menor queja cuando volaba a Formosa para comprar cosas.

– Ya pensaré una buena excusa que darles -dijo Raúl mirándola de forma taladradora.

– Ve tú! -le dijo sintiéndose culpable.

– Hasta que nazca el niño, no pienso separarme de ti.

Heather se levantó.

– Tengo… que volver a ir al baño de nuevo-dijo sin convicción. Raúl se dio cuenta de que era otra excusa, pero a ella le daba igual. Tenía que irse para no irse abajo delante de él.

Cuando salió, le pareció oír que la llamaba, pero no se paró. No tenían nada más que decirse. No podían hacer nada por salvar su matrimonio hasta que naciera su hijo.

«Seguramente estarás contando las horas que te quedan con esa soga al cuello. No te culpo, mi amor. En cuanto pueda, te devolveré tu libertad. Te lo juro».

Capítulo Nueve

– ¿Que pasa, Tekoa? -preguntó Heather al ver entrar al hombre en la cocina del hospital donde ella estaba preparando una tarta para Marcos.

Raúl le había dicho que tenía el brazo completamente curado. Estupendo porque aquella misma noche iban a dar una fiesta sorpresa de cumpleaños al compañero de su marido.

– ¡Deprisa! Avión llegado.

– Un momento -le indicó metiendo la tarta en el horno.

– Jefe ido. Tú dices qué hacer.

Heather no era la única que hubiera preferido que Raúl no se hubiera ido de buena mañana a comprobar si Ernst Richter estaba cumpliendo con las prohibiciones que le acababan de imponer.

Desde aquel encuentro con aquel hombre tan repugnante, no había oído nada bueno sobre él. Hasta que Raúl no hubiera vuelto, no estaría tranquila.

– ¿Qué pasa? -le preguntó a la piloto que la había llevado allí la primera vez.

– El doctor Cárdenas encargó una mercancía que sus hombres no se atreven a tocar. Venga conmigo.

Heather siguió a la mujer dentro del aparto y vio, sorprendida, un piano de madera que había conocido días mejores.

«Raúl. No se ha dado por vencido. Justo ahora que ya no llevo la escayola».

– Me estaban ayudando, pero, al oír su sonido, se asustaron.

Tekoa y Pango las miraban desde la puerta.

– Malos espíritus.

Claro. Nunca habían visto un piano.

– Pango, ¿hay espíritus malos dentro de tu flauta?

El hombre se rascó la cabeza y se sacó el instrumento del bolsillo.

– Sí, tócalo -le indicó Heather.

El hombre obedeció y tocó una melodía que él mismo había inventado.

– Qué bonita es. Tekoa, ¿tú crees que la flauta de Pango tiene un espíritu del mal?

– No.

– Esto… -dijo acariciando el piano- tiene espíritus buenos.

Con cuidado, dado que ya estaba embarazada de cinco meses, se sentó frente al piano. Le parecía que hacía siglos que no lo hacía. Algunas de las teclas de marfil estaban desgastadas por el uso.

Sonrió para sí misma.

– Escuchad.

Con una mano, tocó la misma melodía que Pango había interpretado y vio que comenzaban a perder el miedo. Se acercaron sonriendo.

– Otra vez… -dijeron a la vez cuando terminó.

Estaban como niños.

– Primero tenernos que bajarlo del avión porque esta mujer tiene trabajo -dijo señalando a la sonriente piloto.

– Gracias.

– De nada -le contestó bajándose del aparato.

Cuando la avioneta se hubo ido, ambos le suplicaron que tocara. Ella le indicó a Pango que la acompañara con la flauta.

– Vamos a tocar juntos.

Pronto, medio poblado los rodeaba. Todo el mundo quería tocar el piano y los niños rozaban las teclas y se echaban hacia atrás riendo.

Se maravilló de ver cómo disfrutaban con la música. Sin poder evitarlo, se encontró interpretando nanas infantiles con una mano. Cuando comenzó a tocar con las dos, todos se quedaron con la boca abierta.

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