Kate Hoffmann - El Elixir del amor

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Aquella agua tenía algo especial… algo mágico…
Una mujer sensata como Claire O’Connor jamás creería posible que el agua de un manantial pudiese hacer que un hombre se enamorara de una mujer que le ofreciera un trago. ¿Por qué entonces decidió marcharse de Chicago rumbo a una pequeña isla irlandesa? ¿Tan desesperada estaba por recuperar a su ex como para cruzar medio mundo detrás de un simple rumor?
Pero cuando conoció a Will Donovan, el sexy dueño del hotel en el que estaba alojada, Claire se dio cuenta de que había algo mágico en aquella isla. Sólo la magia habría hecho que de pronto se planteara abandonar toda su vida y pasar unos meses disfrutando de los sensuales placeres que pudiera ofrecerle el irlandés…

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– ¿Ah, sí?

– Sí, ayer por la noche -deslizó la mano bajo la blusa, entrando en contacto con su piel caliente.

Claire se estremeció ante aquel contacto, pero inmediatamente imitó el gesto. Deslizó la mano bajo el jersey de Will y la posó en su pecho.

– Sí, supongo que podría considerarse que estamos en la segunda base.

Will cubrió el seno de Claire con la palma de la mano y acarició el pezón con el pulgar. Claire suspiró suavemente, cerró los ojos y, un segundo después, sus labios se encontraron en un beso duro y demandante.

De pronto. Claire ya no era capaz de dejar de tocarle. Le empujó contra la piedra y le alzó el jersey, mostrando los músculos cincelados de su abdomen. Impaciente. Will se quitó la cazadora y se sacó después el jersey por la cabeza. El contacto con el viento le puso la carne de gallina. Al verle. Claire presionó los labios contra su pecho. Todavía estaba completamente vestida y Will no hacía ningún intento de desnudarla, aunque continuaba con las manos bajo su blusa.

Lentamente, ella le acarició el pezón con la lengua, rodeándolo varias veces hasta hacerle erguirse. Will gimió suavemente y hundió los dedos en su pelo.

Claire descendió hasta el cinturón de Will y siguió bajando, palpando la tela de los vaqueros y sintiendo su erección bajo sus dedos. En otras circunstancias, habría vacilado. Pero aquel lugar mágico la hacía sentirse abierta y desinhibida, como si hubieran accedido a un mundo sin normas, regido solamente por impulsos y deseos.

Claire comenzó a desabrocharle el cinturón mientras Will se apoyaba contra el pilar de piedra. La observaba desabrocharle el cinturón con la respiración contenida, como si bastara aquel contacto para llevarle al límite. Claire ya se lo había desabrochado casi por completo cuando cayó la primera gola de lluvia.

Un segundo después, los cielos parecieron abrirse. Claire alzó la mirada y descubrió a Will mirándola, sonriendo y diciendo:

– Supongo que ésta es la respuesta de los dioses.

– ¿Y crees que deberíamos escucharles?

– Sólo hasta que encontremos un lugar protegido de la lluvia -Will agarró la chaqueta y corrieron de nuevo hacia el camino.

Claire estaba empapada, pero no le importaba. Jamás había experimentado nada tan excitante. Había algo entre ellos, una fuerza de la naturaleza que era imposible negar.

¿Tendría que ver aquella sensación con la magia de aquella tierra? ¿De dónde procederían aquellos sentimientos? ¿Y por qué se sentía tan empujada a actuar conforme a ellos? Por un instante, pensó en detener a Will, en tumbarse sobre la hierba para hacer el amor en medio de la pradera y bajo de la lluvia.

Pero al final decidió que una cama caliente y una chimenea eran elementos mucho más propicios para el placer.

– No creo que se haya roto.

Will le subió delicadamente la manga de la chaqueta para examinarle la muñeca. De camino al coche. Claire había resbalado en una piedra cubierta de musgo y se había caído al suelo. En aquel momento permanecía sentada en el suelo, sobre el barro, con el pelo empapado y la ropa manchada.

– Mueve los dedos -Claire esbozó una mueca al hacerlo-. Vaya, es posible que sí esté rota.

– Probablemente sólo sea un esguince -insistió Claire-. De verdad. Ayúdame a levantarme. En cuanto le ponga un poco de hielo se me pasará el dolor.

Will se quitó el jersey para improvisar con él un cabestrillo. La ayudó a regresar al coche y, en cuanto la instaló en el asiento de pasajeros, se colocó tras el volante. La miró de reojo mientras conducía. Claire procuraba quitarle importancia a lo ocurrido, pero por la tensión de su barbilla, era evidente que el dolor era considerable.

Claire le miró y forzó una sonrisa.

– Ya me encuentro mejor -le aseguró.

Will fijó de nuevo la atención en la carretera, procurando esquivar baches y charcos lo mejor que podía, pero cada vez que el coche daba un bote. Claire soltaba un grito de dolor.

Al llegar a la carretera principal, Will giró hacia el pueblo.

– Hay una clínica en la isla -Claire abrió la boca para protestar, pero Will la interrumpió posando la mano en su boca-. Por favor, en esto no me lleves la contraria.

Alargó la mano hacia la chaqueta, sacó el teléfono móvil y llamó a Annie Mulroony que, además de ser la madre de Sorcha, era enfermera y atendía diariamente la consulta.

– El médico viene una vez a la semana -le explicó a Claire-. Si tenemos suerte, es posible que esté hoy allí.

Cinco minutos después, llegaban a una casa blanca situada al final del pueblo. Annie les estaba esperando en la puerta. Había sido la enfermera y la comadrona de la isla durante los últimos veinte años. Los pacientes a los que no estaba en condiciones de atender por la gravedad de sus heridas eran trasladados a tierra firme en helicóptero o en ferry.

– ¿Cuál ha sido el problema? -pregunto mientras ayudaba a Claire a entrar en la consulta.

– Creo que sólo es un esguince -dijo Claire.

Annie miró a Will por encima del hombro mientras Claire se sentaba en la camilla.

– ¿Y por qué estáis llenos de barro?

– La he llevado a ver el círculo de piedras -contestó Will-. Se ha resbalado en el camino y se ha caído al suelo.

Annie le miró con el ceño fruncido.

– Ya sabes cómo funcionan esas cosas. A los dioses no les gusta que profanen los lugares sagrados con determinados juegos de manos.

– Sólo hemos ido a ver el círculo de piedra.

Annie miró de nuevo hacia Claire.

– ¿Eso es verdad? -al ver que Claire se sonrojaba, sacudió la cabeza-. Sí, ya veo. Te haremos una radiografía, ¿de acuerdo? Si está rota la muñeca, la entablillaremos y esperaremos a que venga el médico para escayolarte -miró a Will-. Jovencito, haz el favor de esperar fuera.

Will se sentó en una de las sillas de la sala de espera y estuvo hojeando distraídamente un ejemplar de una revista del corazón. Pero los chismes de los famosos no consiguieron despertar su interés, así que se levantó y comenzó a pasear. Jamás había creído las supersticiones que rodeaban el círculo de piedras, pero no podía evitar preguntarse si no habría sido castigado por haber intentado seducir a Claire.

Al fin y al cabo, era su huésped. Y aunque era evidente que ella estaba disfrutando tanto como él, había algo ligeramente perverso en su relación. Pero, diablos, había sido ella la que había dado el primer paso empezando a hablar de béisbol y de todas esas cosas, de modo que no tenía ningún motivo para sentirse culpable.

Pasaron cincuenta minutos antes de que Claire saliera de la consulta. Annie salía tras ella.

– Está bien -le dijo, tendiéndole a Will su jersey-. Por lo que yo he podido apreciar, no hay ningún hueso roto, pero tendré que consultar con el doctor Reilly mañana. Si él descubre algo, os llamará. Ponte hielo sobre la muñeca y procura no mover la mano.

– Gracias -dijo Claire-. ¿Me enviará la cuenta a la posada?

– Yo me encargaré de eso, no te preocupes -respondió Will.

Para cuando llegaron a la posada. Claire estaba notablemente molesta, advirtió Will. La llevó a su habitación y bajó de nuevo las escaleras para buscar algún analgésico. Cuando regresó de nuevo al dormitorio, la encontró delante de la chimenea, intentando bajarse la cremallera de los pantalones.

– No puedo quitármelos -musitó Claire, bajando la mirada hacia los pantalones manchados de barro.

– Tranquila, déjame ayudarte -dejó los frascos de analgésicos encima de la cama, cruzó la habitación y se colocó delante de ella.

Will no estaba muy seguro de cómo debería emprender la tarea, pero decidió intentar permanecer lo más imperturbable posible. Alargó la mano hacia la cremallera, se la bajó y después comenzó a quitarle los pantalones.

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