Jill Shalvis - La calle donde ella vive

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El mundo que tan cuidadosamente había construido se estaba derrumbando a su alrededor…
Su dulce hija de doce años se estaba convirtiendo en una adolescente huraña sin que Rachel Wellers pudiera hacer nada. Las lesiones del accidente que había sufrido estaban poniendo en peligro su carrera de dibujante. Y lo peor de todo era que Ben Asher, el hombre al que había echado de su vida hacía trece años, había regresado respondiendo a la llamada de la niña.
Cuando se enteró de que Rachel había sufrido un accidente, Ben no dudó en dejar de lado su trabajo y acudir a la ciudad que había jurado no volver a visitar. Prefería no cuestionarse los motivos por los que lo estaba haciendo… sólo sabía que tenía que ayudar a Rachel. Y no tardó en darse cuenta de que lo ocurrido no había sido un accidente y que quizá él era responsable.
Lo que no imaginaba era lo que iba a volver a surgir entre ellos, ni lo difícil que sería volver a alejarse de Rachel…

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Cuando por fin aterrizó en Los Ángeles, estuvo a punto de ahogarse en la niebla. No eran ni las doce y ya estaban a treinta grados. El calor era sofocante y el aire tan espeso que respirar era una opción poco aconsejable.

Por supuesto, Ben había soportado mucho más calor y mucho más húmedo durante muchos meses. Pero, de alguna manera, la primavera en el sur de California le parecía el peor infierno que podía recordar.

De acuerdo, era algo más que el clima. Era el hecho de que había vuelto a sus adversos inicios después de todos aquellos años, a un lugar en el que procuraba no pensar y evitaba visitar. Lo había dejado a los diecisiete años, siendo un adolescente demasiado pobre como para que nadie le prestara atención, y arrastrando consigo un corazón roto. Y había hecho todo lo posible por permanecer lejos de allí.

Durante la mayor parte del tiempo, lo había conseguido. Para ello, había tenido que convencer a la hermana de Rachel, Mel, para que le llevara a su hija a donde quiera que él estuviera. Por ampliar su educación, había dicho para defender el hecho de que tuvieran que arrastrar a la niña por todos los rincones del planeta. Los rincones más sórdidos en ocasiones.

Afortunadamente, Ben no había tenido que volver a South Village en mucho tiempo. Y sin embargo, allí estaba de nuevo, cortesía de su propio miedo a un loco que podía o no saber de la existencia de Emily y de Rachel.

Ben se había puesto en contacto con la policía de los Estados Unidos, que lo había remitido al FBI. Los agentes del FBI se habían mostrado educados con él y le habían dicho que dudaban que Asada fuera suficientemente estúpido como para aparecer por el sudeste de California. Al fin y al cabo, no habían pasado ni dos semanas desde que había aparecido su fotografía en un programa de televisión sobre los delincuentes más buscados. A menos que Asada tuviera algún interés en morir, en aquel momento estaría perfectamente escondido. Aun así, le habían prometido patrullar de vez en cuando por la zona en la que vivían Rachel y Emily, además de investigar el accidente de la primera, por si acaso no hubiera sido un accidente.

Una posibilidad que hacía que se le helara la sangre en las venas.

Ben tenía una reunión esa misma noche con uno de los agentes del FBI con los que había hablado, el agente Brewer, y esperaba que le proporcionara nuevas informaciones. Algo así como que habían detenido a Asada.

Mientras subía por las escaleras del aeropuerto, observó con ojo crítico su propio reflejo en los espejos que se alineaban en las paredes. Un lúgubre desconocido le devolvió la mirada.

No le había hablado a Emily de Asada. Y de ninguna manera pensaba ser él el que le dijera la verdad sobre el frío, cruel y peligroso mundo en el que vivía.

Y Rachel… Bueno, de momento esperaría. Por lo que ella sabía, él había ido allí para ayudarla. Aunque el hecho de que Rachel hubiera estado dispuesta a aceptar su ayuda era algo que escapaba a su capacidad de comprensión. Suponía que la desesperación debía haber jugado un gran papel en aquella decisión, pero no era capaz de imaginar a la única mujer que había sido capaz de igualar la intensidad de su júbilo y las profundidades de su tristeza estando tan desesperada.

Por supuesto, Ben ya no era capaz de adivinar hasta el último de sus pensamientos, como en otro tiempo había ocurrido. En aquel mismo instante estaba lesionada, herida… y él no podía poner más carga sobre sus hombros hablándole de Asada.

No, Asada era su propia cruz.

Salió de la terminal y el calor agotó sus energías. O quizá fuera el hecho de estar allí.

Su propia culpa.

Con un suspiro, Ben se colgó la bolsa de viaje en el hombro y se dirigió hacia los coches de alquiler, resignado a asumir su destino.

Para Rachel, South Village era su dulce hogar. Su vida. En unos pocos kilómetros cuadrados, uno podía comer en un restaurante propiedad de cualquier celebridad, ver lo último de la temporada teatral, tomarse una copa, comprar un regalo en una librería o una tienda original o, simplemente, pasear por las calles tomando cafés con hielo y disfrutando de sus vistas.

Pero no eran esos los motivos por los que Rachel adoraba aquella ciudad. En ella podía estar rodeada de gente. Podía perderse en medio de la multitud. Sencillamente, podía limitarse a ser.

Allí había podido permitirse el lujo de poder conocer un lugar al dedillo por primera vez en su vida.

Ella vivía en North Union Street, justo en el corazón de la ciudad. A la izquierda tenía el One North Union , un viejo hotel que había sido remodelado para albergar en su interior una serie de galerías de arte. A la derecha continuaba la que había sido la oficina del sheriff en los tiempos del antiguo Oeste y que en aquel momento era la casa de su vecino. En el otro lado estaba el mercado Tanner, prácticamente oculto tras un patio de ladrillo rebosante de flores y fuentes.

Para Rachel, lo mejor de aquella manzana de edificios era su casa. Gracias al éxito de Gracie, había podido comprarse cinco años atrás el viejo parque de bomberos. Era un edificio de ladrillo de tres pisos que ya había sido remodelado para ser utilizado como vivienda, pero que Rachel y Emily habían personalizado todavía más, convirtiéndolo en un verdadero hogar. Cada pared, cada suelo, cada mueble, había sido elegido con amor.

Aquella era la primera casa verdadera de Rachel. En ella había vivido más tiempo que en ningún otro lugar y, si por ella fuera, sería la última.

En aquel momento, Rachel estaba sentada en una silla de ruedas que se había prometido no necesitar para el final del día. Miró a su alrededor. Había pasado casi una semana desde que le habían prometido sacarla del hospital, y, por fin, después de varias sesiones de rehabilitación y una larga discusión con el médico, estaba en casa.

Y, sorprendentemente, comenzaba a notar cómo iban mejorando sus huesos. Por el mero hecho de estar en casa, pensó, sentada en medio de un enorme y espacioso cuarto de estar que en otro tiempo había albergado a los bomberos. Un mes y medio atrás, había estado en ese mismo lugar, mirando hacia la calle, viendo a la gente pasar, hablar y reír. Viendo a la gente vivir. Adoraba estar allí, en medio de aquel caos tan organizado. Allí estaba en su lugar. Segura. Solas ella y Emily.

En aquel momento, recién llegada del hospital, estaba esperando a su enfermera y diciéndose que se desharía de ella en cuanto fuera posible.

– Hola, mamá -Emily se acercó por detrás y le colocó un chal sobre los hombros.

Rachel ni siquiera se había dado cuenta de que tenía frío, pero advirtió entonces que le temblaban los brazos y las piernas. Su cerebro todavía fallaba algunas veces y la horrorizaba su falta de control. La mano le temblaba cuando la posaba sobre el muslo y sus hombros se desplomaban, intensificando su dolor… Y eso que no llevaba sentada ni cinco minutos.

Para una mujer acostumbrada a correr un par de kilómetros antes de desayunar, dedicar el resto del día a trabajar y jugar al frontón por las tardes con su hija, la falta de energía era desmoralizadora.

Estaba tan desanimada que apenas podía soportarlo. Quería saltar, quería correr por su casa y ver cada una de aquellas habitaciones que había conseguido hacer suyas. Quería subir al estudio y acariciar los lápices de colores y el papel en blanco. Quería dibujar, pintar, gritar… Quería hacer cualquier cosa que no fuera permanecer allí sentada, absolutamente impotente. La impotencia la hacía sentirse de nuevo como una niña.

Como esa niña que había tenido dinero y toda clase de privilegios materiales. Que lo había tenido todo, salvo la estabilidad y la seguridad que tanto significaban para ella. Su padre había pasado toda su vida de adulto preocupado por sus empresas y ganando dinero. Pero en su vida no había habido risas, y tampoco amor.

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