– No me mires a mí, yo no puedo hacer nada para evitarlo.
– Rachel.
Rachel intentó pestañear para enfocar la vista, pero de pronto había dejado de tener cinco años. Todo había sido un sueño. Tenía muchos sueños de esa clase últimamente. Durante el último mes, aquel insistente dolor se unía a una nauseabunda sensación de claustrofobia que la mantenía despierta. Lógicamente, sabía que la claustrofobia se debía a que estaba vendada como una momia. Pero lo peor era el pánico producido por su completa falta de control sobre su propio cuerpo.
– Oh, Dios mío, estás despierta.
Rachel hizo una mueca al oír la engañosamente amable voz de la enfermera que llevaba las jeringuillas y que no dudaba en emplearlas a menudo.
– No pueden necesitar más sangre.
– Sólo un poco.
– De ninguna manera.
Sin alterarse, la enfermera se sentó al lado de Rachel y sacó la jeringuilla.
– Estoy hablando en serio. Ni se le ocurra -pero incluso Rachel rió a pesar del trallazo de dolor que atravesó su cuerpo.
Tenía la mayor parte del cuerpo cubierto por vendas o escayolas y no había sido capaz de moverse por sí sola desde que había cruzado una calle para dirigirse al café Delight, donde había quedado para almorzar con su agente, Gwen Ariani, y había sido arrollada por un coche.
Aparte de los problemas físicos derivados del accidente, su cerebro también parecía haberse alterado y hacía de la coordinación de movimientos algo imposible. El médico le había dicho que sería algo temporal. Probablemente. Pero teniendo en cuenta que necesitaba las más finas de sus habilidades motoras para mantener su tira cómica, la situación no parecía muy alentadora.
– No soy un alfiletero.
La enfermera frotó con alcohol el brazo de Rachel, pero tuvo al menos la deferencia de dirigirle una mirada de disculpa mientras le clavaba la aguja. Una vez terminado, le palmeó la mano, vendada todavía hasta las puntas de los dedos.
– Ah, y tengo buenas noticias. Hoy te quitarán la mayoría de las vendas. Esta mañana vendrá por aquí el doctor Thompson.
– ¿Y las escayolas?
– Las vamos a sustituir por otro tipo de material.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Tendrás más movilidad y ligereza -Sandy se dirigió hacia la puerta-. Y ahora, no empieces a preocuparte por los detalles. Volveré dentro de poco con el médico.
Rachel fijó la mirada en el techo, su nueva diversión. Estaba preocupada, sí, porque sabía que estaban a punto de darle el alta. Pero eso no implicaba necesariamente su libertad.
Durante los dos meses siguientes iba a necesitar ayuda, un destino peor que la muerte en lo que a ella concernía. El hecho de necesitar a alguien que la ayudara a vestirse, a moverse, que la cuidara en todos los sentidos, le resultaba… aterrador.
Lo que realmente necesitaba en aquel momento era un marido fuerte y viril.
¡Ja!
Para conseguir un marido, antes tendría que citarse con alguien. Permitir que entrara alguien en su vida. Y para permitir que entrara alguien en su vida, especialmente un hombre, antes tendría que… Bueno, tendría que hacer demasiadas cosas, incluyendo poner a punto aquellas habilidades sociales que con el tiempo había dejado oxidar.
Y, puesto que aquello no iba a suceder, Rachel no tenía ninguna opción. Ninguna en absoluto. Una enfermera. Necesitaba una enfermera.
Y, mientras Emily y ella pudieran quedarse en casa, nada más importaba.
Lo cual hacía aflorar su principal preocupación: cómo iba a arreglárselas para no convertirse en una carga para su hija.
La puerta de su habitación volvió a abrirse y oyó la voz de Sandy, que regresaba con el doctor Thompson.
Cerró los ojos, fingiendo dormir. No era propio de ella fingir nada, pero en aquel caso, cuando todo el mundo insistía en hablarle como si hubiera sufrido un daño cerebral irreversible, oír a escondidas se había convertido en una necesidad.
Quería saber qué planes tenían para ella, porque no estaba dispuesta a aceptar otra cosa que no fuera salir del hospital. Relajar los músculos no le resultaba fácil. Había pasado todo un mes después de aquel accidente que todavía no podía recordar y continuaba doliéndole hasta el último centímetro de su cuerpo.
Y le picaba. Le picaba el brazo escayolado, y la pierna, y la multitud de llagas y heridas. Y el pelo que comenzaba a crecerle después de que se hubieran visto obligados a afeitarle la cabeza para la operación.
Si no le doliera sonreír, lo haría con ironía. Durante toda su vida había cuidado su larga y rubia melena… que había terminado perdiendo por un duro golpe del destino.
Por lo menos todavía tenía… ¿qué? No tenía salud, no podía disfrutar de la vida que hasta entonces había conocido, ni siquiera podía abrazar a Emily… en el caso de que Emily quisiera que la abrazara.
– Si no contrata a alguien, Sandy, no va a curarse como es debido -decía el doctor.
– Bueno, su hija ha estado hablando con el servicio de alta y creo que ha solicitado ayuda a domicilio.
Rachel dejó de respirar. ¿Emily se había encargado de contratar una enfermera? Evidentemente, Melanie la habría ayudado, pero aquello era completamente impropio de ella. Aunque Melanie se había desplazado hasta el hospital inmediatamente después del accidente, no era habitual que su hermana hiciera planes de futuro, ni para sí misma, ni, mucho menos, para los demás.
Durante años, Melanie se había quejado de que Rachel no la necesitaba lo suficiente, pero la verdad era que cuando había necesitado a Mel, cuando había intentado confiarle algo que realmente la inquietaba, Mel, o bien se limitaba a encogerse de hombros, o reaccionaba de forma desproporcionada.
Un ejemplo perfecto había sido su separación de Ben. Rachel había intentado hablar con Melanie, pero, en su exuberante necesidad de proteger a su hermana pequeña, ésta había considerado lo ocurrido como la puerta abierta para hablar mal de Ben cada vez que surgía el tema. Y, trece años más tarde, continuaba haciéndolo.
De modo que Rachel había aprendido a guardarse para sí sus problemas.
Además, Mel ya había cumplido con creces con su deber, utilizando su tiempo de vacaciones para cuidar a Emily mientras Rachel estaba en el hospital.
Rachel sabía que su hermana necesitaba recuperar su propia vida y, sobre todo, su independencia. Emily y ella podrían manejarse. Con… la enfermera que contrataran. Oh, Dios. Tener a alguien viviendo con ellas iba a ser terriblemente incómodo, pero por lo menos estaría en su propia casa.
Después de una infancia angustiosamente nómada y de haber sido despertada a todas las horas del día y de la noche para ser examinada durante un mes, volver a su propia cama sería una bendición.
Emily irrumpió en la habitación del hospital, conteniendo apenas su desbordante energía. Iba vestida con una camiseta, unos pantalones enormes con el talle a la altura de las caderas y unas sandalias. Llevaba el rostro completamente libre de maquillaje y dos aros de plata en cada oreja. Sus ojos verdes resplandecían entre los larguísimos mechones rubios de su melena.
Y llevaba bajo el brazo el ordenador portátil que siempre la acompañaba.
A pesar del cansancio producido por una agotadora sesión de rehabilitación, el corazón de Rachel pareció aligerarse al verla. Al tener una hija, Rachel había aprendido a compartir, a recibir amor y a darlo. Y gracias a Emily había sido capaz de sentirse llena.
Habían pasado horas desde que el doctor Thompson le había retirado parte de las vendas. Había hecho de ella una mujer nueva. Una mujer nueva con muy poco pelo, escayolas nuevas en el brazo y en la pierna y la pelvis rota. Una mujer nueva que todavía sufría dolores, pero que se sentía ligeramente mejor.
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