– La atropello un coche y ha estado a punto de morir.
Dios santo. ¿Aquel cuerpo adorable, cálido e inolvidable herido? Ben oyó en la distancia la lista de todas sus lesiones.
– …Y también la pelvis, y el brazo, y las costillas, y la pierna, todo el lado izquierdo, que es el que se golpeó contra el coche.
Ben no podía procesar aquella información. Ni siquiera era capaz de empezar a imaginar.
– Y también hubo algún daño cerebral, pero la operación ha ido muy, muy bien.
La esperanza que reflejaba la voz de Emily se deslizaba en su interior como la hoja de una cuchilla.
– ¿Lesiones cerebrales?
– Sí, al principio hablaba muy raro, pero ya está mejor. El médico dice que se pondrá bien, pero, papá, necesita ayuda.
No podía necesitar dinero, pensó Ben. Rachel había heredado un montón de dinero de un padre adicto al trabajo, por no mencionar el éxito que ella misma había tenido como dibujante. Su famosa tira cómica, Gracie, le había hecho ganar más dinero del que él se atrevía siquiera a imaginar. Pero quizá lo hubiera perdido todo en la bolsa o algo parecido.
– No tengo mucho en este momento -admitió. La semana anterior, acababa de hacer su acostumbrada y generosa donación benéfica.
¿Qué sentido tenía ahorrar dinero cuando había gente que lo necesitaba? Él no tenía más familia que Emily y después de haber convivido con otros nueve niños en un hogar de acogida, estaba acostumbrado a vivir sin cosas materiales. Cuando por fin había comenzado a tener dinero suficiente para comprarlas, no había encontrado nada en ellas que realmente le produjera alguna satisfacción. De hecho, le hacían sentirse atado. Y, tras haber pasado diecisiete años atado a un lugar, sentirse libre era su mayor alegría.
De hecho, se había sentido libre y sin ataduras en la mayor parte de su vida adulta, durante la que había convivido con algunos de los más aislados seres de la tierra.
Y si no hubiera sido por Emily, ni siquiera hubiera vuelto a la civilización.
– No necesita dinero -Emily se interrumpió y Ben esperó ansioso.
¿Qué podía necesitar Rachel, una mujer que no necesitaba a nadie, de él?
– Quiere volver a casa para recuperarse allí, pero la verdad es que no se maneja muy bien ella sola, así que tendrá que ir a cualquier otra parte para recuperarse, a un centro para convalecientes o algo así. Y yo tendré que ir a casa de tía Melanie y cambiar de colegio.
Maldita, maldita fuera. Ben no quería que su hija se separara de su madre, y, viviendo Melanie en Santa Bárbara, era eso exactamente lo que iba a ocurrir.
– Podemos contratar a una enfermera -sugirió.
– Lo estamos intentando, pero es difícil encontrar una.
Hubo un tiempo en el que Ben conocía a Rachel mejor que nadie. Rachel era una mujer dura, más dura incluso que él. Y, en consecuencia, no confiaba en nadie. Habría preferido morir antes que aceptar ayuda de un desconocido.
Y, en realidad, a menos que hubiera cambiado mucho durante aquellos trece años, seguramente preferiría morir a tener que aceptar su ayuda. Aquel sentimiento era mutuo desde el día que Rachel había decidido echarlo de su vida.
– Papá, está decidida a hacer cualquier cosa por mí, pero terminará haciéndose daño a sí misma. Por favor, papá, ¿no vas a venir?
Su hija rara vez le pedía algo. Y aun así, lo único que él era capaz de sentir era pánico al imaginarse encerrado, atado a un sólo lugar… a ese lugar precisamente, durante sólo Dios sabía cuánto tiempo.
– Por favor -susurró Emily otra vez-, por favor, ven a casa. Te necesitamos.
Un velo de sudor empapó su frente.
– Pero tu madre se negará.
– Ella sabe que no tiene otra opción. O tú, o tendremos que contratar a una persona a la que no conozca.
– Ya sabes lo que siente por mí.
– Sí -Emily se aclaró la garganta y dijo, imitando perfectamente la voz de Rachel-: Eres salvaje, rudo e indomable.
Ben podía distinguir la sonrisa que acompañaba las palabras de su hija. Una hija de la que había estado muy lejos durante demasiados años.
– Y también eres un egoísta y…
– De acuerdo, de acuerdo -no había nada como ser humillado por su propia hija.
María le entregó entonces un sobre mugriento. Parecía que lo hubieran enviado desde el infierno. El matasellos era de varias semanas atrás, algo normal. Lo sorprendente era que hubiera llegado hasta él.
En su interior guardaba una hoja de papel inmaculadamente blanco. Las aterradoras palabras que le dirigía eran:
Todavía no he acabado contigo.
Ben alzó la cabeza y cubrió el auricular con la mano.
– ¿Lo acabas de recibir?
María asintió y lo miró desde sus recelosos ojos negros.
El miedo se aferró a las entrañas de Ben.
– Asada.
María palideció al oír su nombre.
– Llama a la policía -le dijo a María-. Y asegúrate de que va a ser extraditado a los Estados Unidos.
María asintió y dio media vuelta.
Ben maldijo para sí. Emily continuaba hablándole a través del teléfono:
– No te arrepentirás, papá. Juntos lo conseguiremos. Ya sabes, como si fuéramos una familia.
Oh, Dios, ya tendría tiempo de ocuparse de eso más tarde. De momento, tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse. Asada había prometido venganza y, de alguna manera, parecía estar libre para cumplir sus amenazas.
Llevaba cinco semanas en libertad, si el matasellos quería decir algo.
Por primera vez desde que podía recordar, apenas prestó atención al monólogo de su hija. En otras circunstancias, lo habrían divertido, además de intimidarlo, los planes de Emily para convertirlos en una acogedora familia.
María regresó en aquel momento, hablando en español y a una velocidad de vértigo. Ben estaba impactado, tanto por el hecho de que hablara como por las palabras que estaban saliendo de su boca.
Al parecer, cinco semanas atrás, Asada había conseguido escapar cuando estaba siendo extraditado a los Estados Unidos, asesinando en el proceso a uno de los policías que lo custodiaban. Se suponía que en aquel momento estaba en algún lugar entre los Estados Unidos y América del Sur.
– Emily -dijo con voz ronca, aferrándose con fuerza al teléfono-, cuéntame lo que le ocurrió exactamente a mamá.
– La atropello un coche.
– ¿Cuándo?
– Hace un mes, más o menos. No pudimos localizarte y…
– Lo sé, lo sé.
– ¿Y quién fue?
– No lo sabemos. La policía todavía no ha encontrado a nadie.
Ben tomó aire.
– De acuerdo, escucha. No quiero que abras la puerta a nadie ni hables con ningún desconocido, ¿de acuerdo?
– Papá -contestó Emily riendo-, tengo doce años, no cuatro.
– Sí, pero…
– Ya tuvimos esta conversación hace años, ¿recuerdas? No te preocupes.
– Emily…
– Tú sólo tienes que decirme cuándo volverás -se interrumpió un instante y a continuación le dio el golpe de gracia-. Te quiero, lo sabes.
Evidentemente, Ben iba a terminar yendo a South Village, California.
– Yo también te quiero, con todo mi corazón. Y ahora, cuídate. Estaré allí en cuanto pueda encontrar un avión.
A tan tierna edad como los cinco años, Rachel ya sabía lo que significaba una mudanza. Una habitación nueva, una nueva niñera y todos sus juguetes cambiados de lugar. Ella no quería volver a marcharse, otra vez no, y tampoco quería irse su hermana. Pero lo que ellas quisieran no importaba.
– Maldita sea, niña, vete con tu madre si vas a seguir lloriqueando.
Su madre blandía ante ella vasos medio vacíos de aquella cosa que parecía agua, pero olía tan mal. Rachel había tardado años en descubrir que el vodka era la bebida preferida de su madre, y le decía:
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