Si hubiera podido levantar la pierna enyesada.
Ben llevaba barba de un día, pero eso no ocultaba la belleza de sus pómulos ni la fuerza de su ancha mandíbula. Tenía una boca de labios llenos y, Rachel tenía que admitirlo, continuaba siendo sexy como el infierno. Lo que no comprendía era cómo, después de tanto tiempo, podía estar fijándose en aquellos detalles.
– Tienes un aspecto infernal -le dijo a Rachel.
– Exacto, he estado en el infierno.
Asintiendo lentamente, Ben alargó el brazo y acarició sus dedos pálidos con sus manos callosas y oscurecidas por el sol. Rachel sintió una sacudida en todo el cuerpo. Y, si su casi imperceptible respingo significaba algo, también la había sentido Ben.
– Siento que estés herida -le dijo.
Era sincero; formaba parte de su naturaleza. Ocultar sus sentimientos no formaba parte de su código genético. Lo que hacía que su compasión fuera más de lo que Rachel podía soportar.
– No me compadezcas.
El asombro cruzó el rostro de Ben.
– No me atrevería.
Al estar prisionera, los sentidos de Rachel parecían haberse aguzado. Especialmente el del olfato. El aroma de Ben llegó hasta ella, cálido, limpio, masculino y tan dolorosamente familiar que su pituitaria se enardeció, como si quisiera atraparlo. Ben siempre había sido una inquietante combinación de sensualidad, pasión, fuego y entusiasmo por la vida.
Y no había cambiado nada.
Pero ella sí. Era más dura. Impenetrable.
– ¿Tienes muchos dolores? -le preguntó Ben, tan perspicaz como siempre.
Diablos, sí, porque le bastaba mirarlo para que afloraran los recuerdos más dolorosos. Para que recordara todos sus fracasos.
– No quiero que estés a… aquí -tartamudeó en la última palabra. Que su cerebro le fallara otra vez era el último insulto. Y todo era culpa de Ben, se dijo, mientras lo fulminaba con la mirada.
Ben apretó los labios mientras la miraba, frotándose la barbilla. El suave sonido de aquel roce parecía encontrar eco en el vientre de Rachel. Dios, lo recordaba exactamente así, mirándola, viendo a través de ella, adivinando su interior. Rachel siempre había estado convencida de que Ben era capaz de ver mucho más de lo que ella quería que viera.
Lo cual estaba directamente relacionado con el motivo por el que le había pedido que se marchara.
– Esta vez no puedo irme, Rachel -su voz tenía un tono de disculpa y reflejaba una frustración idéntica a la suya-. Le prometí a Emily que me quedaría.
Rachel desvió la mirada hacia su hija, que permanecía detrás de su padre, retorciéndose las manos y mordiéndose el labio.
– Por eso te he dicho antes que lo sentía, mamá -aclaró Emily rápidamente-. Y lo sé, lo sé. Sé que probablemente estaré castigada durante un mes.
– De por vida.
– Sí, bueno -Emily rió nerviosa-, me lo merezco.
– No, no se lo merece -Ben sacudió la cabeza mirando a Rachel-. Estaba asustada y preocupada por ti. Y quería que estuviera aquí.
– Para hacer contigo uno de esos viajes mientras yo me recupero. Estupendo. Magnífico. Muchas gracias.
– No tienes que darme las gracias por ocuparme de mi hija. Ella lo es todo para mí.
– Yo pensaba que lo era tu cámara.
Aquella respuesta provocó un sorprendido silencio.
– ¿De verdad es eso lo que piensas?
El presente y el pasado se fundían, y, por un momento, Rachel no fue capaz de decir dónde estaba ni cuándo. Ben siempre iba con su cámara al cuello. Y tenía un talento especial para capturar el alma y el corazón de cualquier cosa. A los diecisiete años ya estaba decidido a utilizar su talento para abrirse camino, sabía que no tenía muchas posibilidades, pero no estaba dispuesto a renunciar a ninguna.
Ben nunca renunciaba.
A diferencia de Ben, Rachel libraba sus propias batallas de manera diferente, en su fuero interno, pero no quería herirlo.
– Lo siento, sé que quieres a Emily.
– Por supuesto que la quiero. Y ella nos necesita a los dos.
– De todas formas, ahora no puedes llevártela porque las vacaciones de verano no empiezan hasta dentro de un mes.
Emily no pareció aliviada, eso fue lo primero en lo que se fijó Rachel. Y lo segundo fue la mirada directa y preocupada de Ben.
– No. No -exclamó al comprender por fin la verdad.
– Me lo temía, no sabías nada -dijo Ben llanamente, a pesar de que sus ojos expresaban la agitación de sus sentimientos-. Pero voy a quedarme, por lo menos hasta que puedas valerte por ti misma.
– ¿Eres tú el que me va ayudar hasta que me recupere?
– Sí.
Estando tan cansada, continuar comportándose de manera civilizada era difícil. Pero con aquellos dolores y sabiéndose traicionada por su propia hija, la tarea era, sencillamente, imposible.
– Preferiría pasar la convalecencia en el hospital.
Emily se acercó a ella.
– Mamá.
Ya se encargaría de la traición de Emily más adelante.
– Lo digo en serio.
– Estupendo -Ben se levantó con un rápido movimiento y bajó la mirada hacia ella desde su gran altura. En aquella ocasión, su expresión era inescrutable-. Yo mismo te llevaré.
– ¿Ahora? -gimió Rachel.
– Sí, ahora. No quieres que esté aquí, así que tú tampoco puedes quedarte. Porque no esperarás que Emily soporte toda esta carga…
– No, por supuesto que no -había dicho que era una carga. Adorable.
– Bueno, entonces… -se colocó tras ella y agarró la silla.
Era capaz de hacerlo, decidió Rachel. Y lo haría. Porque una de las cosas que recordaba claramente de él era que no le gustaban los faroles. ¿No lo había aprendido años atrás, cuando ella había dejado que su miedo a la intimidad la anulara y le había pedido que se alejara para siempre de su vida? Y Ben había hecho exactamente eso: marcharse sin mirar atrás.
Antes de que pudiera volver a tomar aire, la silla se detuvo. Y una vez más, Ben llenó todo su campo de visión.
– ¿Vas a comportarte como una niña? Porque si es así, perfecto. Nos quedaremos aquí tú y yo.
– Habría preferido quedarme con Atila -musitó.
– Probablemente -reconoció él de mal humor-, pero le he hecho a Emily una promesa.
Y aunque era capaz de muchas cosas, algo que jamás haría era faltar a su palabra.
– Es una locura. No podemos estar juntos, sería…
– ¿Como en los viejos tiempos? -se burló Ben.
La miró sin pestañear, haciéndole recordar exactamente lo bien que habían llegado a estar juntos.
– No tienes idea de lo que es esto -musitó Rachel.
– ¿Te refieres a verte obligado a renunciar a todo por las circunstancias? Sí, sé lo que es -rió con dureza-. Yo me crié de esa manera.
– Ben…
– Olvídalo, eso no cambia nada -se colocó enfrente de la silla, apoyando las manos en los apoyabrazos-. Pero soy un hombre justo, de modo que te ofreceré un trato.
El traicionero cuerpo de Rachel deseaba realmente que se acercara más. Lo miró con recelo.
– ¿Qué trato?
– En cuanto seas capaz de echarme de una patada, me iré. ¿Qué tienes que decir a eso?
Ambos sabían que ni siquiera en su mejor momento físico sería capaz de echarlo físicamente si él no quería moverse.
– ¿Trato hecho?
Una vez más, el pasado y el presente se fundieron, dejándola pestañeando con fiereza para apartar las lágrimas de frustración. No lloraría, no iba a llorar delante de aquel hombre irritante e irracional.
– Trato hecho. Pero sólo porque muy pronto estaré mejor.
– Créeme -contestó Ben, incorporándose con un ágil movimiento-, cuento con ello.
Ben fingía ser capaz de respirar en aquella enorme casa en la que no era bienvenido, e incluso conseguía sonreír cuando veía aparecer a Emily.
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