Ben podía recordar vividamente una noche de muchos años atrás. Estaban los dos sentados en un rincón aislado del jardín botánico. La larga melena de Rachel acariciaba su brazo y su cuerpo suave se extendía bajo el suyo sobre la hierba. Sus ojos enormes se fundían con los de Ben, llenos de calor, miedo y esperanza, mientras se entregaba por vez primera a él. Aquella también había sido la primera vez para Ben y, a pesar de que su método anticonceptivo había fallado, el preservativo se les había roto, jamás había vuelto a experimentar nada como lo que había vivido entonces.
– ¿Qué ha pasado con la persona que te atropello? -preguntó Ben, caminando hacia ella.
– No la han encontrado.
Ben tomó aire. Sí, había sido Asada. Y Emily podía ser la siguiente.
El estómago se le revolvió mientras añadía una cosa más a la lista de sus fracasos. No servía para nada, le decían en el hogar de acogida. Y era completamente cierto.
Ajena al infierno particular de Ben, Rachel bajó la mirada hacia sus propias manos y dijo lentamente:
– Preferiría pensar que el conductor se dio a la fuga por miedo después de atropellarme a creer que alguien se equivocó. Esta tortura no sería menor si destruyeran además la vida de otra persona.
Ben no olvidaba que Rachel le había destrozado a él la vida. Cuando había terminado con él, Ben se había sentido tan golpeado y herido como lo estaba ella en aquel momento, aunque en su caso, las heridas fueran invisibles.
¿De verdad no sentía nada cuando lo miraba? ¿Pero por qué tenía que importarle? ¿Acaso sentía él algo cuando la miraba a ella?
Sí, podía admitirlo, sentía algo. Principalmente enfado y humillación. A Rachel le habían enseñado a no expresar sus sentimientos, pero, de alguna manera, Ben había conseguido que se abriera a él. Aquello había sido como ver abrirse una flor. Habían sido dos almas solitarias dispuestas a fundirse en una, pero Rachel lo había tirado todo por la borda con una facilidad que todavía lo estremecía.
Dios, pero era algo más que el enfado lo que necesitaba para mantener las distancias. Se aseguraría de que se encontraba bien, después iría a hacer algunas llamadas para informarse del accidente y procuraría no acercarse mucho a ella hasta que pudiera marcharse. Pero cuando dio un paso adelante, reparó en su triste expresión y en la palidez de su rostro y advirtió alarmado que estaba temblando por el esfuerzo que hacía para permanecer sentada.
– Eh, ya va siendo hora de que te eches un rato en la cama.
Rachel no contestó, lo que le hizo sentirse a Ben como un intruso que no era bienvenido. Se colocó en su línea de visión y alargó la mano hacia la gorra que protegía su cabeza.
– No -como si hubiera vuelto de pronto a la vida, Rachel alzó el brazo y dejó la gorra donde estaba.
– Quiero verte los ojos -era mentira, quería ver si su melena continuaba siendo tan rubia y gloriosamente ondulada como antes.
– ¿Por qué?
– Quiero verte tal como eres, quiero ver lo que estás pensando.
– Estoy pensando que me gustaría que te marcharas.
Ben no pudo evitarlo; se echó a reír. O se reía, o perdía por completo el control. «Vete, Benny, vete de aquí Ben».
– Acabo de acordarme de una de las cosas que más admiraba de ti -musitó-. Eres testaruda como un toro -se colocó tras ella y agarró la silla-. Y parece que nada ha cambiado. Vamos.
Pero en cuanto comenzó a empujar la silla hacia delante, Rachel colocó su mano buena sobre la rueda.
Temiendo hacerle daño, Ben se detuvo.
– Voy a llevarte a tu habitación para que te tumbes y descanses, maldita sea. Estás tan cansada que estás temblando. Tienes ojeras, no has comido nada y…
– Eres mi enfermero, no mi madre.
Ben bajó la mirada hacia ella.
– Bien, como ambos sabemos el excelente trabajo que hizo tu madre, creo que sería preferible dejarla fuera de todo esto.
– ¡Cómo te atreves a echarme mi pasado en cara! Tú, sobre todo.
Oh, claro que se atrevía, y era lógico que a ella le irritara. Su pasado era precisamente lo que los había unido. Y era también el pasado el que muchas veces lo mantenía despierto, recordando su calor y su pasión.
Su pasado en común era una de las cumbres emocionales de su vida, por patético que resultara admitirlo.
– Pues como enfermero te digo que te quites esa gorra estúpida -y antes de que Rachel pudiera reaccionar, le quitó la gorra.
Y se quedó helado.
La sedosa melena de Rachel había desaparecido, dejando en su lugar una cabeza rapada en la que se distinguía claramente la cicatriz de la operación.
– Rachel, Dios mío -susurró Ben horrorizado por la dimensión de lo que había tenido que pasar.
Apretando aquella gorra ridícula contra su pecho, giró la silla para poder mirarla a los ojos, preparándose mientras lo hacía para odiarse a sí mismo por haberla hecho llorar.
Pero había olvidado que para Rachel llorar en público era algo inaceptable. Y llorar delante de él equivaldría al desastre.
De modo que, tan regia como siempre, permanecía absolutamente tranquila, con la cabeza bien alta y dirigiéndole una fiera mirada.
– Te… te odio.
Sí, y él la creía. Se lo merecía incluso más de lo que la propia Rachel sabía. Volvió a colocarle la gorra en la cabeza, rozando al hacerlo la cálida piel de su cuello.
– Lo siento.
– Vete.
– Rachel…
– ¡No! ¡No me mires siquiera!
Su piel se había enrojecido peligrosamente y Ben comprendió entonces que Rachel pensaba que la visión de su cabeza le había repugnado.
– No, espera. Dios mío, Rachel… -tomó aire-. Mira, estoy horrorizado por lo que has tenido que pasar, no por el aspecto que tienes. Estás…
Deslumbrante, era lo único que podía pensar mientras fijaba la mirada en aquellos enormes y adorables ojos. La veía valiente, encantadora y deseable. Pero Rachel nunca le creería.
– Viva, Rachel, estás viva. ¿Y no es eso lo único que importa?
Rachel no dijo una sola palabra, pero su pecho se elevaba y descendía al ritmo de su agitada respiración. Y, siendo un hombre débil, Ben fijaba en aquel pecho sus ojos, hechizado por los sorprendentemente sensuales montículos de sus senos.
– Querías decir fea -susurró Rachel.
De la garganta de Ben escapó un gemido que no fue capaz de controlar.
– No, definitivamente, no era eso lo que quería decir -volvió a tomar aire y sacudió la cabeza-. Te equivocas, estás muy equivocada.
– Ahora vete.
Perseguido por aquellas dolorosamente familiares palabras, Ben juró suavemente, luchó contra los demonios que lo urgían a hacer exactamente lo que le pedía y volvió a colocar las manos sobre la silla.
– Vámonos de aquí.
– ¿Adonde?
– A donde debería haberte llevado en cuanto he llegado. A la cama.
Desde lo alto del piso de arriba, tumbada al borde de la escalera, Emily espiaba a sus padres. Aquel no había sido el jubiloso encuentro que había imaginado. Pero ya no era una niña. Sabía que la vida no tenía por qué ser fácil. Y todavía estaba a tiempo de arreglar aquello. Podía hacerlo. Si sus padres no se habían alegrado de volver a verse, ella intentaría hacerlos felices. Por difícil que pudiera parecer.
Durante toda su vida le habían dicho lo extraordinariamente inteligente que era. Ella adoraba esa palabra: «extraordinariamente», sobre todo porque cuando se miraba en el espejo lo único que veía era aquel pelo rizado que ningún gel podía dominar, demasiadas pecas y una sonrisa estúpida. ¿Qué tenía ella de extraordinario? Quizá cuando le crecieran los senos tuviera algo de lo que jactarse, pero, ¿qué ocurriría si nunca le crecían y al final tenía que operarse, como su tía Mel?
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