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Jill Shalvis: Por el amor de un hombre

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Jill Shalvis Por el amor de un hombre

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Demasiado tentador para resistirse… Nick Cooper no podía creer que estuviera allí compartiendo habitación con Danielle Douglass, el objeto de todas sus fantasías de adolescente. Tener que compartir aquella enorme cama con ella no hacía más que encender el deseo que siempre había sentido por aquella mujer. Pero lo que ella necesitaba de él era protección, no sexo… Lo que Nick no sabía era durante cuánto tiempo iba a aguantar sin acariciar aquel delicioso cuerpo… A Danielle le habría encantado estar allí con el atractivo Nick Cooper en cualquier otra circunstancia, pero ahora estaba en peligro y, justo por eso, no debería estar tan distraída. Debería estar planeando el siguiente paso que debía dar, no fantaseando con él. Cuanto más tiempo pasara a su lado, menos ganas iba a tener de huir y más de seducirlo.

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– ¿Danielle?

– Ah… podríamos decir que estoy en apuros -susurró ella.

– ¿Qué está pasando?

– Es una larga historia.

No quería contarle lo tonta que había sido para permitir que le robaran toda su vida. Cerró los ojos y esperó que él llamara al sargento y anunciara su presencia allí. Cualquier ciudadano corriente lo haría.

– ¿Has hecho daño a alguien?

Danielle abrió los ojos.

– No.

– ¿Cometido un asesinato?

– ¡Dios santo, no!

– De acuerdo -acercó otra vez la boca a su oído-. ¿Eres inocente de lo que ellos creen que has hecho?

Esa vez sus labios rozaron la piel sensible debajo de la oreja y otro escalofrío recorrió el cuerpo de ella. Un escalofrío que él debió tomar por miedo, ya que le pasó una mano por el brazo.

– No -consiguió decir ella, parpadeando porque no iba a traicionarla. ¿Por qué no la traicionaba?-. No soy inocente. Pero solo lo hice para proteger…

– ¿Hola? -gritó de nuevo el sargento, con un tono de voz donde se percibía claramente su enojo.

– ¡Ya voy! -Nick la miró un momento antes de cerrar brevemente los ojos, y murmuró algo sobre que era un tonto sentimental-. ¿Dónde has aparcado tu coche?

– No es mío, es de una amiga. Calle abajo y doblando la esquina. No había aparcamiento gratuito enfrente y no tenía cambio…

– Mejor así. Entra en el armario. Sadie también -lo abrió y puso las manos en las caderas de ella para guiarla al interior.

– Espera -se resistió a sus manos cuando lo que de verdad quería era cerrar los ojos y gemir por la sensación que provocaban en ella-. No quiero meterte en líos.

– Deja que de eso me preocupe yo, gracias. Ahora entra ahí.

– No necesito tu ayuda, Nick.

– No me gusta discutir, pero a mí me parece que sí. Otra vez.

Sí. Otra vez. Aquello dolía. Sobre todo cuando el orgullo era lo único que le quedaba. Por un momento casi deseó que fuera un completo desconocido, que no hubiera nada en su pasado que provocara aquella conexión extraña e inexplicable entre ellos que no comprendía y tampoco quería.

– Puedo salir sola de esto.

– ¿Cómo? ¿Vas a salir corriendo por la puerta de atrás y confiar en que no te oigan? Entra ahí -la empujó al armario. Se inclinó hacia ella-. ¿Estarás bien aquí unos minutos?

El hecho de que se tomara el tiempo de preguntárselo casi le hizo llorar, pero hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y asintió como si hiciera aquello todos los días.

Nick se volvió a Sadie.

– Tú también, perro -no parecía muy dispuesto a empujar al animal y esperó que obedeciera solo.

Sadie observó la pared de enfrente.

– Entra -repitió él; extendió el pie con cautela para empujarla un poco.

Sadie saltó como si intentara matarla.

Nick pareció tan asustado como la perra.

– Eh, entra en el maldito armario.

– Aquí -dijo Danielle; tiró de Sadie y lanzó un suspiro cuando esta colocó su peso en su regazo.

– No hagáis ruido -ordenó Nick en voz baja.

Y se marchó.

Danielle permaneció sentada en la oscuridad con su perra de setenta y cinco kilos. Había vivido situaciones incómodas en su vida, pero aquella… decididamente, aquella se llevaba la palma.

– Todo irá bien -dijo con suavidad.

Sadie se volvió en su regazo, un gesto con el que casi le rompió las piernas, y apretó su hocico húmedo y caliente contra el cuello de Danielle. Movía las patas arriba y abajo, preguntándose cuándo empezaría el juego.

– Esto no es un juego -susurró la joven-. Shhhh, no hagas ruido.

Pero Sadie estaba convencida de que era un juego, y estaba muy agitada, lo que implicaba que babeaba más, se movía más y Danielle tuvo que esforzarse al máximo por tranquilizarla.

– Lo sé -susurró, abrazándole el cuello-. Lo sé, lo sé. Quieres jugar, pero ahora no. Ten paciencia.

Le dolían las piernas, que soportaban el peso del enorme cachorro, pero había poco espacio para moverse en el armario. Aun así, consiguió tumbarse y apartar las piernas para dejar a Sadie sitio y que pudiera bajarse de encima de ella.

Un poco mejor. No sabía encima de qué estaba tumbada, pero resultaba bastante cómodo y blando y se relajó un tanto.

Sadie captó al fin el mensaje de que había que estarse quieta y se acurrucó a su lado.

Estaba oscuro. Oía la voz de Nick y la voz del policía, pero no distinguía sus palabras. Bostezó con fuerza. Había dormido muy poco en los últimos días y ahora sentía la falta de sueño en todos los músculos del cuerpo y en sus pensamientos confusos.

Se dijo que no debía dormirse, aunque Sadie ya lo había hecho. Sus ronquidos profundos y regulares se burlaban del cansancio de Danielle.

Contar no sirvió de nada. Pensar en el desastre en que se había convertido su vida, tampoco.

Nick. Pensaría en Nick. Tenía una sonrisa que le llegaba hasta los ojos. Ted nunca sonreía así, como si la sonrisa ocupara toda la cara.

¿Por qué no se había fijado en eso antes?

Nick también tenía buena voz. La oía ahora, hablando con el policía. En un pasado no muy lejano podría haberse enamorado de una voz así, pero ya no. Enamorarse implicaba confiar, y ella ya no podía volver a confiar en nadie.

– Todo irá bien -susurró a la perra, que dormía. Se acomodó un poco y cerró los ojos.

El sargento Anderson miró la zona de recepción del estudio. Sus ojos avispados no se perdían nada pero, por suerte, no había nada que ver.

Por lo menos en esa parte.

– ¿Seguro que no tiene ninguna cita hoy? -preguntó el sargento una vez más.

– Ya le he dicho que estamos cerrados -repuso Nick-. El estudio es de mis hermanas y se han ido unas semanas de vacaciones.

– ¿Usted no es fotógrafo?

– Soy periodista.

– ¿Y si llama alguien y quiere encargarle un trabajo?

– Le doy una cita para cuando vuelvan.

El sargento Anderson entrecerró los ojos y lo observó con atención.

– ¿Pero usted no hace el trabajo?

– ¿Ha probado usted a hacerle fotos a un bebé? ¿O a una adolescente? -se estremeció-. Una verdadera pesadilla.

Anderson asintió despacio con la cabeza, examinando de nuevo el lugar.

– Sí, tengo una de esas en casa. Le gusta maquillarse, los chicos, mirarse al espejo, los chicos…

– Exacto.

– Entonces, ¿si alguien quiere hacerse una foto usted lo rechaza?

Nick no miró la pared del sur, al otro lado de la cual estaban en ese momento Danielle y su maldito perro. Si alguna de las dos hacía ruido o estornudaba, acabarían todos en un buen lío.

¿Cómo diablos se le había ocurrido esconderla y ofrecerle su ayuda? ¿Había perdido el juicio? Posiblemente sí. Un vistazo a sus ojos encantadores pero vulnerables y había empezado a perder neuronas a una velocidad alarmante.

Y ahora, aunque no tenía sentido, siguió mintiendo.

– Lo rechazo, desde luego. ¿Pero se puede saber a qué viene esto?

Anderson echó un último vistazo a su alrededor.

– Busco a una mujer que querrá una foto profesional de un perro que ha robado. En esta zona solo hay dos estudios de fotografía, así que… -echó a andar hacia la puerta.

Nick lo acompañó, con la esperanza de que todo acabara allí, pero, por supuesto, las cosas no eran nunca tan sencillas.

Anderson tenía algo más que decir.

– Si viene por aquí una mujer llamada Danielle Douglass con un perro, aquí está mi tarjeta. Llámeme.

Nick tomó la tarjeta.

– ¿Qué le pasaría a ella?

– Déjenos eso a nosotros.

Cuando cerró la puerta, Nick se apoyó contra ella y respiró hondo. Era un periodista profesional. Perseguía historias y contaba la verdad. Toda la verdad y nada más que la verdad.

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