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Jill Shalvis: Por el amor de un hombre

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Jill Shalvis Por el amor de un hombre

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Demasiado tentador para resistirse… Nick Cooper no podía creer que estuviera allí compartiendo habitación con Danielle Douglass, el objeto de todas sus fantasías de adolescente. Tener que compartir aquella enorme cama con ella no hacía más que encender el deseo que siempre había sentido por aquella mujer. Pero lo que ella necesitaba de él era protección, no sexo… Lo que Nick no sabía era durante cuánto tiempo iba a aguantar sin acariciar aquel delicioso cuerpo… A Danielle le habría encantado estar allí con el atractivo Nick Cooper en cualquier otra circunstancia, pero ahora estaba en peligro y, justo por eso, no debería estar tan distraída. Debería estar planeando el siguiente paso que debía dar, no fantaseando con él. Cuanto más tiempo pasara a su lado, menos ganas iba a tener de huir y más de seducirlo.

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Antes de que él pudiera contestar, alguien llamó a aquella puerta.

– ¿Nick? -preguntó Maureen desde el otro lado-. Clint y yo acabamos de abrir una botella de champán. Un regalo de nuestro distribuidor. Baja con tu prometida y brindaremos.

Nick miró a Danielle, que le devolvió la mirada con solemnidad, como queriendo indicar que aquello estaba muy mal.

– Danos un minuto -dijo el hombre.

Danielle movió la cabeza.

No quería seguir jugando, pero no importaba, porque él tampoco. Y había llegado el momento de decírselo. La vio buscar un calcetín y encontrarlo.

– Yo quiero que sea verdad, Danielle.

El calcetín se le cayó de los dedos.

– ¿Qué has dicho?

– Yo tampoco quiero seguir fingiendo. Quiero acostarme contigo por la noche, despertarme abrazado a ti. Quiero compartir tu vida y que tú compartas la mía.

– Estás loco -susurró ella.

– Es posible.

– No puedes querer compartir mi vida. Yo no quiero compartir mi vida.

– Te quiero, Danielle.

La joven apretó los labios y se volvió. Se acercó a la ventana y miró los jardines llenos de color.

– Eso es ridículo. No me conoces.

– Yo creo que sí -repuso él.

– Muy bien -los hombros de ella estaban rígidos. El cuello también. De hecho, su cuerpo entero parecía tan rígido como si fuera a romperse parte por parte-. Yo no te conozco a ti.

– Que te sientas entre la espada y la pared no es motivo para mentir -contestó él.

Danielle se volvió a mirarlo con una réplica airada preparada en los labios, pero murió cuando vio que, aunque su voz había sonado firme, él se hallaba lejos de estar seguro de sí.

Y además, su amor por ella le brillaba en los ojos.

– ¡Oh, Nick!

El hombre apretó la mandíbula.

– Estás encantada.

Más bien aterrorizada. ¿Cómo era posible que afrontar su amor le resultara más duro que afrontar el odio de Ted?

– Llevamos vidas muy diferentes.

– ¿Y qué?

– Que… tú mismo lo dijiste. Tu trabajo te obliga a viajar por todo el mundo. Estás muy poco en casa.

– Y también te dije que había disfrutado de estas vacaciones. Tanto que estoy pensando que no sería malo cambiar de estilo de vida. Puedo seguir escribiendo, Danielle, sin desaparecer durante meses enteros -la miró con intensidad-. Si tú buscas algo duradero.

– De eso se trata. No sé lo que busco.

– Sí lo sabes. Pero no quieres admitirlo. Dios no permita que compartas…

– Ya lo he probado, muchas gracias.

– Conmigo no -la miraba con calor-. No me compares con él.

– No es tan sencillo.

– Estoy harto de golpearme la cabeza contra la pared para conseguir que confíes en mí. Que me desees.

– Te deseo, Nick. Ese nunca será el problema.

– Preferiría tener tu confianza.

Danielle sentía las costillas rígidas. Le dolía el estómago. Necesitaba aire.

– No me fío.

– Por la noche sí.

¡Maldición! ¿Dónde estaba la correa de Sadie?

– Cuando está oscuro confías en mí -dijo él a sus espaldas-. Cuando puedes engañarte pensando que es solo sexo, solo temporal.

Sadie tenía ya la correa puesta. Danielle la agarró y miró a Nick. Al ver su rabia y su dolor se le encogió el corazón.

– Pero es a la luz del día cuando llegan los retos -adivinó él-. ¿Pues sabes una cosa, Danielle? Yo no soy como él y nunca lo seré. Nunca te meteré en un molde y te obligaré a hacer cosas que no quieres. No me interesa cambiarte ni pedirte que seas alguien que no eres. Te quiero tal y como eres.

Cubrió con su mano la que ella tenía en el picaporte.

– Pero no toleraré esa mirada, la de que te estás preguntando cuánto falta para que muestre mi verdadera personalidad, la mirada que dice que no importa las veces que me dejes hacerte el amor, seguirás guardándote una parte de tu corazón.

– Nick, basta. Por favor, basta -tenía que pensar. Necesitaba respirar.

Abrió la puerta.

Sadie gimió, alterada por la tensión que se respiraba entre ellos. Danielle tiró de la correa.

– Vamos.

La perra agachó la cabeza y utilizó su peso para tirar hacia atrás.

– ¿Huyes, Danielle? -preguntó Nick.

La joven lo maldijo en su interior por no comprenderla. Aquello no le resultaba fácil, era…

Sadie dio otro empujón y se sentó en los pies de Nick.

– Ya has huido otras veces -le hizo notar él, colocando una mano en la cabeza del animal-. Y todavía no te ha dado resultado. ¿Por qué no intentas solucionar esto para variar?

La joven miró a su perra, que rehusaba moverse.

– Adelante -le sugirió Nick-. Huye. Sigue corriendo. No te abras a mí. No reconozcas lo que siento por ti. Serás más feliz así, ¿verdad?

¿Qué sabía él?

– Vamos, Sadie.

Salió de la estancia, pero el animal no la siguió.

– Déjala -la retó Nick-. Si solo necesitas tomar el aire…

– A ti ni siquiera te gusta.

El hombre la miró y movió la cabeza.

– Veo que sigues sin verme.

Danielle le devolvió la mirada, tensa y rígida. Creía que la quería. ¡A ella! No podía respirar, así que soltó la correa y salió a correr al jardín.

Sola.

Sola como siempre.

Nick miró a Sadie.

Esta, desde su posición encima de los pies de él, donde la sangre dejaba de circular rápidamente, le lanzó una mirada de reproche, herida, como si él tuviera la culpa de todo.

– Eh, eres tú la que ha decidido quedarse -le recordó él.

Sadie le rozó el estómago con la cabeza y levantó los ojos húmedos hacia él.

– Oh, no. No empieces con eso. Soy el segundo plato y lo sé. Deberías haberte ido con ella.

La perra emitió un suspiro patético. Un suspiro de autocompasión.

– ¡Ah, qué diablos! -se pasó los dedos por el pelo y se agachó-. Sabes que os he tomado cariño a las dos, ¿verdad?

Sadie se apoyó sobre él, que cayó sentado al suelo, y se subió a su regazo.

– Vaya lío, ¿eh? -murmuró el hombre. Sin poder evitarlo, abrazó al animal.

El mastín colocó la cabeza en su hombro y le lanzó un chorro de saliva por la espalda. Nick apenas si se dio cuenta.

– Todo saldrá bien -murmuró.

¿Pero cómo? Seguía viendo el brillo de las lágrimas en los ojos de Danielle cuando le dijo que la quería.

Su amor la ponía nerviosa.

El corazón le dio un vuelco, y desapareció gran parte de su enfado. Pero para ser un hombre que no había sido particularmente romántico hasta entonces, tenía muchas esperanzas.

Por ejemplo la de ser correspondido.

Nick sacó a Sadie por la puerta de atrás. Se sentaron en el largo porche con vistas a los jardines y colinas llenas de senderos. Mucho más abajo se divisaba un prado verde.

Era un lugar hermoso, y Nick sabía que, si Danielle buscaba paz, la encontraría allí en los senderos.

Maureen salió de la casa y se sentó a su lado.

– Dos cosas -dijo, directa al grano como siempre-. Le pedí a un amigo de la comisaría que investigara a ese tal Ted.

La expresión de su rostro indicaba que había encontrado algo.

– ¿Y?

– Un ciudadano modelo, muy trabajador. Siempre paga sus facturas, bla bla, bla bla.

– ¿Pero? Me parece que no todo acaba ahí.

– Oh, no. Hay más. Varias denuncias por asalto con agravantes.

– ¿Condenado?

– No. Todas las denuncias se acabaron retirando. Pero si tenemos en cuenta eso, junto con el hecho de que en los cinco últimos años ha sido despedido de dos compañías financieras por los mismos motivos, también sin denuncias, empezamos a ver otra imagen del ciudadano modelo. ¿Conoces a ese tipo?

– Personalmente no -repuso Nick, sombrío-. ¿Cuál es la segunda cosa?

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