Jennifer Greene - Fuerte como el amor

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Él era el tipo de hombre con el que sueñan todas las mujeres, pero al que Lexie nunca habría pensado conocer. Y, sin embargo, allí estaba Cash McKay, el hombre más atractivo del mundo… y que sería la sombra de Lexie Woolf durante cuatro semanas.
Lexie se había retirado a la montaña para relajarse durante un mes, pero sabía que no podría hacerlo mientras Cash estuviera cerca. Un guiño, una sonrisa, y se tropezaba con cualquier cosa. Aunque eso servía para que él la tomara en sus brazos y la hiciera sentir la mujer más atractiva de la tierra. ¿Podría aquella relación temporal convertirse en una auténtica historia de amor?

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Pero las palabras de Sammy sobre la «vergüenza» volvieron a su cabeza. Era cierto. Un hombre no se arriesgaba a sentirse avergonzado si evitaba la intimidad con una mujer. Sammy no se arriesgaría a ser amado. Y él, tampoco.

Los dos salían corriendo despavoridos cada vez que veían a una mujer.

Pero, en su caso, no era cualquier mujer. Era Lexie.

Estaba pensando en ello cuando oyó que alguien llamaba a la puerta del salón.

Cash miró el despertador. Eran las 3:30. Nadie llamaría a su puerta a aquella hora a menos que fuera una emergencia.

Se puso unos vaqueros a toda prisa y, cuando abrió la puerta, estaba preparado para cualquier cosa excepto para encontrarse con Lexie. Vestida para volverlo loco.

Llevaba un pijama de seda y tenía el pelo revuelto. Por un segundo, se la imaginó dando vueltas en la cama. Y al segundo siguiente, se imaginó lo que podían estar haciendo los dos en aquella cama.

– ¿Puedo hablar con Sammy?

– ¿Sammy? -repitió Cash, perplejo. ¿No estaba buscándolo a él? Aunque, por supuesto, eso no hería sus sentimientos. En absoluto-. Lexie, ¿no estarás teniendo un ataque de ansiedad? ¿Tú sabes qué hora es?

– Casi las cuatro -contestó ella-. Pero es que Martha se ha metido en mi habitación y cuando he querido darme cuenta ha empezado a tener a los cachorros. Y he pensado que a Sammy le encantaría…

Cash no la dejó terminar.

– Voy a despertarlo.

Una hora más tarde, Cash se sentía como un gato callejero bajo una tormenta. Todo el mundo parecía estar pasándolo estupendamente, menos él.

La debacle de los cachorros iba a costarle un colchón nuevo; un objeto que no era precisamente fácil de llevar a las montañas de Idaho. Y, como todo el mundo parecía tan entusiasmado y no quería salir de la habitación, le tocaba a él ir a la cocina por agua, por un vaso de leche, un saco de dormir, etc…

La verdad era que nada de eso lo molestaba. Era el arreglo de dormitorios lo que lo estaba volviendo loco.

Él quería dormir con Lexie. Tenía que admitirlo. Había soñado con ello a menudo. En estéreo y con sonido digital. Sueños eróticos y exóticos. Pero ni en sus peores pesadillas habría podido imaginar que la noche que durmiera en su habitación, sería el mocoso de Sammy quien se acurrucara a su lado mientras él tenía que conformarse con un sillón.

– ¿Crees que tendrá más? -susurró el niño.

Los dos estaban metidos dentro de un saco de dormir, frente a la cama donde la reina de Saba estaba teniendo cachorro tras cachorro.

– No lo sé -contestó Lexie-. Yo creo que cuatro es una buena carnada.

– Yo no quiero que tenga más. Pero no quiero dormirme, por si acaso tiene otro -murmuró el niño, medio dormido.

Cash la observó acariciar su pelo y subirle el saco hasta el cuello y sintió una presión en el estómago. Y no era deseo, sino un sentimiento tonto y absurdo de ternura.

Lexie y Sammy habían disfrutado de los cachorros como si fueran lo más importante del mundo para ellos. Y todo sería estupendo si aquellos dos no lo estuvieran pasando tan bien sin él.

– A Martha no parece haberle dolido nada. Es como si hubiera sabido lo que tenía que hacer.

– Sí. Yo creí que iba a ponerse a llorar o que se moriría. O que cuando viera al primer cachorro, se marcharía.

Cash contuvo el aliento.

– Martha se ha portado muy bien, ¿verdad? Yo creo que quiere a sus cachorros. Los ha limpiado con la lengua y no creo que quiera abandonarlos por nada -dijo Lexie, con voz suave.

– Es que aún no le han dado problemas. Si se los dan, nosotras la ayudaremos, ¿verdad, Lexie? Para que no se queden solos.

– Claro. Y si Martha necesita algo, también la ayudaremos -dijo ella-. ¿Sabes una cosa, Sammy? No sabía si llamarte. No quería que sufrieras si Martha lo pasaba muy mal.

– Te habría matado si no hubieras ido a buscarme -dijo el niño, muy serio-. Además, es mi perra y ella quería que yo estuviera a su lado.

– Claro -murmuró ella, bostezando-. ¿Te queda algún caramelo?

– ¡Eh! -intervino Cash. -Ay, es verdad. ¿En qué estaría yo pensando? Caramelos a las cinco de la mañana, ¡qué asco! -exclamó Lexie, escondiendo la cara en el cuello del niño. Los dos rieron. Y después, los vio masticando. Y después, los dos se volvieron con la boca llena de caramelos hacia él.

– Si existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que dejéis de hacer el tonto, os sugeriría que durmierais un poco.

– Tu padre tiene razón -dijo Lexie-. Es hora de dormir un poco.

– No pienso abandonar a Martha -protestó Sammy.

– No tienes que hacerlo. Puedes quedarte en el saco. Y seguro que a Cash le apetece dormir contigo. Yo me llevaré algunas mantas y dormiré en el sofá del salón.

– Pero entonces no verás si Martha tiene otro cachorro.

– Si empieza a tener otro, Cash irá a buscarme.

– De eso nada -dijo él.

– ¿No?

– No. Ya que estáis ahí los dos tan calentitos, no tenéis que moveros.

– Pero debes estar quedándote helado en ese sillón. Es tu turno de dormir aquí. Yo no soy parte…

– Sí eres parte -la interrumpió Cash-. Eres parte de todo este lío, así que dormiremos los tres juntos.

– Tengo insomnio, lo siento. No podría dormir en un saco…

– Ya.

En cuanto Cash se tumbó a su lado, Lexie y Sammy se quedaron dormidos como dos benditos. Él suspiró, colocando una manta sobre ellos y una almohada bajo su cara. Estaban como sardinas en lata; el brazo de Lexie sobre la cintura del niño, el suyo sobre la cintura de Lexie.

Pero Cash no podía dormir. Tenía que obligarse a sí mismo a mantener los ojos bien abiertos.

Alguien tenía que vigilar.

Martha, en la cama, sostuvo su mirada. Hasta entonces, no le había prestado demasiada atención. Parecía mucho más a gusto con el ser humano pequeño y el ser humano más pequeño aún. A él, ni caso.

Pero en la oscuridad de la habitación, los ojos de Martha se clavaron en los suyos, como advirtiéndolo de que ni se le ocurriera dormir cuando ella tenía lo que tenía encima. Los cachorros, Cash tenía que admitir, eran una preciosidad.

Casi tan preciosos como lo que él tenía al lado. Cash sentía una extraña emoción dentro de él. Quizá la misma emoción que sentía Martha. O algo peor. Amor. Amor por Lexie. Por cómo era con Sammy, con él, por lo que estaba representando en sus vidas.

Por primera vez, Cash admitió que quizá se estaba escondiendo detrás del niño.

Durante todos aquellos años, había sido fácil ser un cobarde y evitar ser herido usando a Sammy como escudo contra las mujeres. Al niño se le rompería el corazón, si se acercaba mucho a Lexie y ella desaparecía. Pero le dolería aún más, si no tuviera la oportunidad de acercarse.

El frío de la madrugada lo helaba hasta los huesos, pero Cash no quería moverse para no despertar a sus «cachorros». Cuando empezó a amanecer, se encontró a sí mismo mirando el rostro de Lexie como si estuviera hipnotizado.

No importaba que se hubieran conocido un par de semanas atrás. No importaban los riesgos.

Cash tenía la terrible impresión de que se había enamorado de ella. Y Sammy también.

No podía imaginar que Lexie quisiera quedarse, pero aquello había ido demasiado lejos. No tenía prisa en usar esa vieja palabra, «amor», pero un hombre no podía ganar a una mujer sin cortejarla.

O se arriesgaba a hacerlo o la perdería.

Lexie abrió los ojos de golpe, con el corazón acelerado, como si presintiera un peligro.

Naturalmente, no había ninguno. La lluvia de la noche se había convertido en un sol radiante y los pájaros cantaban como si fueran una banda de rock.

Entonces, recordó que estaba durmiendo con dos hombres. Uno grande, y el otro pequeño. Como todo el mundo parecía estar vestido, tampoco era como para echarse las manos a la cabeza. El problema era que solo veía por un ojo. El izquierdo. El derecho estaba aplastado bajo la cara de Cash. Y su pierna parecía estar enterrada entre las del hombre. Además, el culete de Sammy estaba pegado a su espalda.

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