Jennifer Greene - Fuerte como el amor

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Él era el tipo de hombre con el que sueñan todas las mujeres, pero al que Lexie nunca habría pensado conocer. Y, sin embargo, allí estaba Cash McKay, el hombre más atractivo del mundo… y que sería la sombra de Lexie Woolf durante cuatro semanas.
Lexie se había retirado a la montaña para relajarse durante un mes, pero sabía que no podría hacerlo mientras Cash estuviera cerca. Un guiño, una sonrisa, y se tropezaba con cualquier cosa. Aunque eso servía para que él la tomara en sus brazos y la hiciera sentir la mujer más atractiva de la tierra. ¿Podría aquella relación temporal convertirse en una auténtica historia de amor?

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No estaba deseando ir a navegar porque sabía que causaría algún desastre, pero se había levantando a las seis de la mañana y se había arreglado con más cuidado que nunca. Pantalón blanco, jersey de cuello alto blanco y… las «extrañas» zapatillas de Sammy. Aquellas zapatillas no pegaban con nada, pero le daba igual. Se habían convertido en un amuleto. A Lexie no le importaba demasiado su ropa, pero sabía que si se ponía algo inadecuado, lo estropearía todo. Los hombres no entendían eso, pero cualquier mujer en cualquier sitio del planeta le daría la razón.

La noche anterior, Cash le había ofrecido la oportunidad de leer el periódico, hacer una llamada y ver las noticias financieras, pero nada de eso la había interesado.

Algo le estaba ocurriendo. Algo malo. Pensar en dinero, ganar dinero siempre la había hecho sentir estupendamente. Era lo único que se le daba bien, lo único que la hacía sentirse segura de sí misma.

Pero en aquel momento, todo le daba igual. El dinero, la ropa. Todo su mundo parecía estar concentrado en aquel hombre que se dirigía hacia ella entre los árboles.

Parecía Indiana Jones. Ojos azules, sonrisa irónica. Ningún hombre debería estar tan guapo con unos simples vaqueros y un jersey viejo.

Su atractivo se estaba volviendo irritante.

El lago debía brillar como un diamante en los días de sol. Pero aquella mañana unas nubes grises cubrían el cielo y hacían que el agua pareciera de color marrón.

Las hojas de los árboles se movían con el viento y lo que había en el agua parecía más un barquito de juguete que un barco de verdad. Era precioso, con una vela de colores, pero tan pequeño que si dos personas entraban en él, debían estar pegadas la una a la otra.

Aunque a ella no le importaba. Soñaba con Cash, desnudo, riendo. Enfadado y desnudo. Invariablemente, en sus sueños, él no llevaba nada de ropa y la llamaba hacia una cama. Había velas, el sonido del agua, pero eso no era importante. Lo único importante era Cash. Desnudo y llamándola.

Para acostarse con ella, claro.

Y Lexie estaba empezando a pensar que acostarse con él no sería tan mala idea. Enamorarse de él era lógico. Era un hombre fuerte, honrado y sincero. El problema era el asunto del sexo.

Estaba cansada de desear a Cash. Cansada de desearlo cada vez que lo veía y después irse sola a la cama. Acostarse con él quizá la curaría, pensó. Si lo hacían, podría volver a su vida normal. El sexo no era para tanto. El problema era pensar en sexo todo el tiempo y… no tenerlo.

Cash no quería que ella se quedara. Lo había sabido desde el principio. Y era lógico. Pero no había nada malo en amarlo si no le hacía daño a Sammy.

El demonio que se llamaba Cash estaba casi a su lado entonces.

– Hola, pequeñaja -la saludó con un brillo absolutamente demoníaco en sus ojos azules.

– A mí no me llames pequeñaja, vaquero.

– Es difícil llamarte otra cosa. Sammy casi mide lo mismo que tú. Pero debería haber recordado que no te gusta que te tomen el pelo por las mañanas.

Ante el insulto, la respuesta de Lexie fue apartar una pelusilla inexistente de sus pantalones.

– En cualquier lugar civilizado, te estrangularían por ese sentido del humor.

– ¿Chicago y Nueva York te parecen sitios civilizados? -rió él.

– El problema es esa simpatía tuya por las mañanas.

– Vale, de acuerdo. No seré simpático. ¿Has visto el barco? ¿A que es precioso?

– Mira, McKay, antes de que nos metamos en ese juguete, quiero hacerte una pregunta. ¿Tú crees que puedo volcarlo?

– No.

– Ya sabes lo torpe que soy y…

Cash se inclinó para abrir su mochila. Las mujeres siempre llevaban bolso y Cash siempre llevaba una mochila llena de cosas tan raras que nadie en Chicago podría identificarlas aunque les fuera la vida en ello.

– Da igual porque no vas a moverte. Cierra los ojos y respira hondo. Tú no tienes que hacer nada. Relájate y disfruta. Sé que parece pequeño, pero es tan sólido como una roca.

– Si es tan seguro, ¿por qué me estás poniendo un chaleco salvavidas?

– Podría decirte que siempre que navego con alguien le pongo un chaleco salvavidas. Pero la verdad es que lo hago para poder tocarte. ¿No te habías dado cuenta?

– Debes de ser el único hombre en el mundo que tiene ganas de tocar una talla 60. ¿Es que no sabes que a los hombres les gustan los pechos grandes?

– A cada uno, lo suyo. Y compórtate.

– ¿Yo?

– Sí, tú. La que acaba de ponerme las manos en el trasero.

Lexie miró por encima de su hombro y allí estaban. Sus manos. En su trasero.

– Solo estaba… intentando sujetarme.

– Ya -murmuró él. Después, se puso repentinamente serio-. No dejo de decirme que tenemos que parar esto, Lexie.

– Yo también.

– Los dos somos adultos y sabemos que no va a durar.

– Sí.

– A ti no te gusta este tipo de vida y yo no voy a moverme de aquí, así que no sé en qué estamos pensando.

Lexie lo sabía muy bien. Pero eso no le impedía disfrutar de cada segundo.

– Yo tampoco lo sé -dijo, apretando su trasero-. Eres tan atractivo…

Cash suspiró. Pesadamente. Después, apartó las manos de sus pechos y terminó de abrochar el chaleco.

– Vale. Entonces vamos a seguir siendo inmaduros.

– Eso parece.

– Me gusta tocarte -murmuró él, mordiéndola en el cuello.

– A mí también. ¿Crees que deberíamos acostarnos juntos?

– Creo que sería una estupidez -contestó Cash, tomándola de la mano para llevarla hasta el barco-. ¡Maldita sea, Lexie! Si solo fueras una mujer, ya me habría acostado contigo.

– ¿Y qué significa eso?

– Que conozco muchas mujeres. No me acuesto con muchas, pero cuando lo hago me siento bien. No me siento culpable.

– Insisto, ¿qué significa eso?

– Que tú no eres como las demás. Y tengo la impresión de que, cualquiera de estas noches, vamos a terminar juntos. Pero voy a enfadarme mucho conmigo mismo si te hago daño. Lo digo en serio.

– Yo tampoco quiero hacerte daño -dijo ella entonces. Sabía que Cash no estaba tan seguro de sí mismo como quería aparentar. Y también sabía que se sentía solo-. Quizá si seguimos siendo tan sinceros el uno con el otro, esto podría funcionar.

En aquel momento, Cash tenía un problema más acuciante que el amor y el sexo. Y era cómo sobrevivir a una lección de navegación con Lexie Woolf en el barco.

– Lo primero que hay que hacer es doblar la vela, después, virarlo a babor y…

– ¿Te va a molestar si me olvido de todo eso?

– ¿Molestarme yo contigo? Nunca -dijo Cash, galante. Pero entonces, Lexie decidió meterse en el barco ella sólita-. Toca esa soga y te mato. ¡Espera un momento! ¿Qué quieres, que volquemos? -Lexie soltó una de sus carcajadas.

– Si no empezamos a navegar, voy a cumplir los noventa y no seré capaz de subirme al bote.

– Barco, no bote. Y estoy seguro de que, a los noventa, también serías capaz de volcarlo.

Sin saber por qué, Lexie empezó a imaginarse a sí misma como una anciana, al lado de Cash. Y le gustaba la idea. Sin dejar de bromear, Cash y ella subieron al barco y después de advertirle que no tocara nada, empezaron a navegar, dejándose llevar por el viento. Deslizarse por el agua era más hermoso de lo que Lexie hubiera podido imaginar.

El viento golpeaba su cara. Cash movía la vela, haciendo que el barco tomara la dirección que quería y Lexie sonrió al verlo feliz. Feliz con el barco, con el momento, pero también feliz con ella. Y, de repente, era fácil imaginarlo haciendo aquello mismo cuarenta años después; él con el pelo blanco y arrugas alrededor de los ojos y ella con tripita y la piel cuarteada. Él, dándole órdenes y ella, sin hacerle ni caso. Él querría estar todo el día al aire libre, mientras ella necesitaría su móvil y su ordenador. Pero era tan divertido estar con Cash que no le importaría ahogarse en aquel aire tan puro.

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