– Si sigues invitando a criminales carentes de moralidad a tu cama, corres el peligro de tener que pagar las consecuencias -le advirtió, siguiendo la broma.
– Esa es la parte que más me interesa.
El pulso de Maggie se disparó y sintió que las mejillas le ardían. Había tenido el presentimiento cuando él la había invitado a su casa, de que podía tener algo pensado para el final de la velada. En muchas otras ocasiones la había excitado, verbal y físicamente, hasta que de pronto se había vuelto un caballero. El problema era que no tenía la seguridad de poder estar a la altura de las circunstancias, y pretendía contestarle con otra tontería, pero sin saber cómo, su tono se volvió serio:
– Andy… podrías desilusionarte, ¿sabes?
– Mags…
– ¿Qué?
– Primero tendría que helarse el desierto para que algo tuyo pudiera desilusionarme. Y ahora, haz el favor de dejar de pensar en el sexo, aunque sean sólo diez minutos. Tenemos que ocuparnos de decorar un árbol de Navidad.
Para lo cual, tuvo que cortarle un trozo de al menos sesenta centímetros, y el aroma a pino invadió la casa, además de la nieve y las acículas que saltaron en todas direcciones.
El árbol quedó, al fin, colocado en el salón junto al ventanal, para lo cual quedaron sin sitio dos sillas. Como ya había oscurecido, Maggie encendió varias lámparas e intentó reordenar el mobiliario, y por primera vez tuvo una buena ocasión para estudiar aquella habitación.
Las paredes estaban recubiertas con madera de pino. En un rincón, estaba la chimenea de ladrillo con la campana de madera. El sofá y las sillas eran de un suave color tostado y una alfombra india tejida a mano en dorados y verdes abrigaba el suelo. Las estanterías encastradas en la pared estaban abarrotadas de tratados de medicina india, tradiciones y mística. La mesa de centro debía haberla hecho él, y sobre la superficie de cristal había varias colecciones de puntas de flecha, además de cuchillos y dos pipas dispuestas en el centro.
– Esas pipas parecen muy antiguas -.comentó.
– Lo son. Hace tiempo le pedí a un empleado del museo que le echase un vistazo a la colección, y me dijo que la de barro puede tener unos mil años de antigüedad… un verdadero tesoro. Vienen de la parte materna de mi familia.
– Una de esas puntas de flecha parece de ónix.
– Sí, esa es una de las piezas más curiosas. Los nativos americanos no utilizaban monedas para sus intercambios comerciales, sino cosas de valor, y una punta de flecha de ónix se consideraba el precio a pagar por una novia.
– Vaya yo lo pagaría gustosa por el hombre adecuado. Es preciosa. Y digo yo, ¿cómo es que los hombres nunca han estado en venta? ¿Por qué siempre han tenido que ser las mujeres?
– ¿Quizás porque somos más listos, más grandes y más fuertes?
Aquella respuesta no iba a quedar sin castigo, pero en aquel momento tenía otras cosas que hacer. Quería seguir explorando la habitación. Un armario alto y con puertas de cristal albergaba una colección de armas, y cuando Andy la vio mirándolas, fue diciéndole sus nombres.
Los números y los modelos no le decían nada, pero sí su timbre de voz, que le comunicaba lo mucho que significaban para él.
– ¿Son todas antiguas, Andy?
– Sí. De la guerra civil. Todas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Las armas de hoy en día son sólo símbolos de violencia, pero estas siempre me han parecido distintas…, no me recuerdan las cosas por las que merece la pena morir, sino por las que merece la pena vivir. Una cursilada, ¿no?
– ¿Desde cuándo los valores son cursis? Yo también guardo cosas con gran simbolismo para mí, como por ejemplo las tazas de porcelana de mi bisabuela, pero he de reconocer que no tienen la categoría de tu colección de armas. ¿Sabías que yo también tengo una?
– ¿Ah, sí?
– Sí. No es para los ladrones, ni nada de eso. Es más, la tengo guardada en el ático. La verdad es que no me siento capaz de apuntar a otro ser humano con un arma.
– Tu mente criminal nunca deja de sorprenderme. ¿Para qué quieres entonces esa arma?
– Bueno… cuando me vine a vivir aquí, atropellaron a una cierva en la carretera. La pobre llegó arrastrándose hasta mi jardín para morir, pero la agonía empezó a prolongarse y el animal estaba sufriendo enormemente. Llamé a un veterinario, pero tenía muchísimo trabajo e iba a tardar casi un día en poder venir; yo no podía dejarla sufriendo de esa manera, pero no tenía nada con lo que parar aquella agonía, excepto un cuchillo de cocina, y sé que es una cobardía, pero me sentí incapaz de usarlo. No sé, pero simplemente no podía…
– No tienes por qué sentirte culpable de algo así. Eres una mujer valiente, pero es que eso es algo muy difícil de hacer para cualquiera.
Que Andy estuviera siempre presto a defenderla le produjo una enorme satisfacción.
– Bueno, la cuestión es que compré la escopeta y la utilicé. Menos mal que no he vuelto a cruzarme con un animal en aquellas condiciones. Todos los animales heridos con los que me he encontrado sólo necesitaban un poco de ayuda.
– Rescatas animales, rescatas a tu hermana… ¿podrías rescatarme a mí también?
– ¿Eh?
Andy suspiró profundamente.
– Me parece que esta vez sí que la he fastidiado. Tenía tantas ganas de decorar el árbol contigo… y he tenido que ir a escoger uno tan grande que he tardado dos horas en dejarlo a la altura adecuada. Además, he comprado seis o siete juegos de luces, pero acabo de darme cuenta de que no he comprado ningún adorno. Mi mujer se llevó todas esas cosas tras el divorcio; y yo lo sabía, pero como tonto que soy, no me he dado cuenta de que iba a necesitar algunos para decorar el árbol.
Maggie se agachó junto a él y junto al árbol. Estaba exasperado consigo mismo, y aunque no quería sonreír, porque él estaba verdaderamente enfadado, era un alivio descubrir que él también podía meter la pata como el resto de los mortales.
– ¿Sabes una cosa, Gautier?
– ¿Qué?
– Personalmente siempre he pensado que un abeto no necesita bolas, cintas y cosas de esas. Es decir, que las luces ayudan a mostrarlo, pero ¿por qué cubrir lo que es verdaderamente bonito, el árbol en sí? En mi opinión, es una maravilla que te hayas olvidado de comprar adornos.
Andy suspiró.
– Sólo estás intentando seducirme siendo amable, ¿verdad?
Maggie suspiró después.
– Normalmente, no tengo que explicar los motivos de mis actos criminales, pero por Dios Gautier, no tengo que ser amable para obtener ese resultado.
– ¿Es que crees que soy un chico fácil?
– Claro que no. ¡Y si no dejas de tomarme el pelo, no vamos a terminar jamás con este árbol!
Andy colocó el primer hilo de luces, y ella el siguiente. Cuando los siete estuvieron colocados, ella insistió en que apagasen las luces de la habitación para poder admirar la obra, pero cuando apagó las luces, los dos quedaron en silencio.
Maggie miró al árbol y tragó saliva. Todas las Navidades compraba montones de regalos para sus sobrinos, iba a la iglesia, preparaba la cena de Nochebuena en casa de Joanna… hacía todo lo que se suponía que se debía hacer, pero había bloqueado cualquier sentimiento por la Navidad desde que murieron sus padres. Ellos ponían tanto amor en todos los preparativos que refrescar esos recuerdos sólo le servía para revivir el dolor, su padre colocando regalos bajo el árbol sin que nadie lo viera, su madre cantando villancicos a todo pulmón por la casa… Era demasiado doloroso recordar, así que ella se había limitado a aceptar la soledad de esas fechas y a aceptar con una sonrisa que ya siempre iba a ser así.
Pero había algo en el árbol de Andy… algo peligroso, algo mágico. Los recuerdos de la niñez revivían en su interior, pero con alegría y no con tristeza. El aroma a pino, sus ramas flexibles y de agujas suaves cuajadas de luces en la habitación a oscuras…
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