Jennifer Greene - Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger.
Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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Oscuridad, humedad, lenguas. Liz sintió los dedos de Clay crisparse en sus hombros. Desde el instante en que la boca de Clay había tocado la suya, había sentido la explosión emocional de él. A ciegas en la oscuridad, los labios de Clay habían buscado sus mejillas, su nariz, sus ojos, beso tras beso, con un ansia feroz, con una soledad desesperada. ¿La besaba sin saber lo que le estaba transmitiendo? El agua lamía sus cinturas antes de ser desplazada por el contacto entre las pieles desnudas. Ante el primer contacto entre vientres y pechos, Clay dejó escapar una especie de gruñido bajo, breve e irritado. Ella atrapó aquel sonido con su boca y sintió el temblor que le recorría. Le rodeó con los brazos y deslizó las manos por los músculos de la espalda. Sus labios rozaron la garganta de Clay Saboreó el agua. Saboreó a Clay. Le oyó jadear. Las manos de Clay enmarcaron su cara. Su boca se apoderó de la suya con urgente presión. Su excitación se presionaba contra el abdomen de Liz, intensa y firme. El deseo le atenazaba el vientre. ¿Qué era exactamente lo que había desencadenado? Agua y oscuridad, calor resbaladizo y un hombre conteniendo su deseo. El temor se disolvió rápidamente. De repente, él la alzó y la abrazó. Ella absorbió el tremendo escalofrío que recorrió el cuerpo masculino y el último beso antes de que él apartara la boca lentamente. Si hubiera podido ver su cara con claridad, Liz habría visto el brillo de sus húmedos ojos.

– Posiblemente -dijo él lentamente- eres la mujer más hermosa y más peligrosa que he conocido, encanto.

– ¿Sí?

– Te deseo.

– Sí.

– Siempre te he deseado.

– Sí.

– Encanto, a menos que quieras seguir jugando con dinamita, te aconsejo que dejes de decir «sí».

Ella sintió deseos de reír. Clay la estaba acercando al borde de la piscina a una velocidad mareante. Luego la izó y le retiró el pelo mojado de la cara con dedos suaves y ciegos.

– ¿Puedes quedarte sola sin meterte en líos mientras voy a encender las luces? No contestes. Quédate aquí. Te traeré tu toalla.

Ella se había envuelto en la toalla antes de que él encendiera las luces. Su cuerpo le anunció que estaba helada y cansada mientras que ella deseaba seguir concentrándose en la sensual intimidad que habían compartido. Aquel hombre fuerte y obstinado por fin había confesado que la deseaba, que siempre la había deseado. Pero, debido quizás a las brillantes luces, Clay parecía otra persona. Su pelo seguía goteando, pero el escueto bañador ceñía otra vez sus esbeltas caderas. Por razones que ella ignoraba, iba de una puerta a otra comprobándolas. Se alejaba de ella. No era la distancia física lo que la molestaba. La realidad se había impuesto de golpe. En los ojos de Clay había una mirada de alarma y sus movimientos eran altivos otra vez. Ya no decía cosas cariñosas; de sus labios salían maldiciones, una tras otra.

– ¿Qué pasa?

Liz se arrebujó en la toalla y se levantó temblando. Clay comprobó la última puerta.

– Estamos encerrados.

Capítulo Seis

– ¡No podemos estar encerrados!

– Lo estamos. Las dos puertas de los vestuarios, la entrada principal de la piscina… -Clay se retiró el pelo mojado-. Supongo que alguien vio que las luces estaban apagadas e imaginó que nos habíamos ido a casa.

Desapareció por una puerta abierta. Liz le siguió sujetando la toalla alrededor de su cuerpo mojado. La puerta abierta daba a un pequeño almacén lleno de espumaderas, aspiradoras y filtros.

– No lo puedo creer -dijo él.

Clay pasó junto a ella y se acercó a una pared que tenía ventanas. Las ventanas estaban a unos dos metros y medio. También parecían cerradas. La mirada de Liz recorrió la habitación. Ni los bancos ni los suelos de azulejos tenían posibilidades de servir de cama y, aparte del traje de baño, que era un montoncito de tela mojada en el suelo, la toalla era la única prenda de la que disponía para cubrirse. Su ropa seca estaba bajo llave en el vestuario. Al igual que su bolso y las llaves del coche… todo.

– ¿Tienes idea de a qué hora abren la piscina por la mañana? -preguntó.

– No te preocupes, preciosa. Estarás a salvo en tu cama.

– Pero, ¿cómo…?

– He roto más de una cerradura. Te sacaré de aquí. No te pongas eso -dijo bruscamente al verla coger el bañador mojado-. Fuera hace un frío terrible. Estar desnuda ya es bastante malo, pero desnuda y mojada… cogerás una pulmonía.

– ¿Cómo vamos a salir?

– Por las ventanas.

– ¿Es que hay algún par de zancos en la piscina que no he visto? Vamos, Clay No hay modo de llegar a esas ventanas.

Él sonrió.

– Durante toda mi vida he oído decir «no hay modo».

Cualquier hombre normal se habría inquietado al saberse encerrado. Clay estaba disfrutando de la situación. Liz se dijo que una mujer mojada, helada y cansada tenía derecho a sentirse irritable. Además el plan de Clay era una idiotez.

Mientras tanto, Clay había encontrado una especie de arpón de mango largo con el que abrió las ventanas. Esperaba que ella trepara a sus hombros y saliera por el estrecho hueco. No le pidió permiso para auparla a sus hombros.

– Oye, no puedo hacerlo.

– Sí puedes.

– Peso demasiado para ponerme de pie sobre tus hombros. El espacio de la ventana es demasiado pequeño. ¡Está demasiado alta!

– El único motivo de tus protestas es que crees que voy a ver algo. Lo he visto todo antes, preciosa, y nadie está mirando. Vamos.

Para él era muy fácil hablar así. Ya le había quitado la toalla. Ella no estaba obsesionada por el sexo, pero, cuando una mujer tiene las piernas desnudas alrededor del cuello de un hombre, se siente ligeramente inclinada a distraerse. Eso sin hablar del orgullo herido.

– Aunque me ponga de pie en tus hombros, aunque consiga salir por la ventana… me dará miedo caerme por el otro lado.

– No te vas a caer.

– ¿Me lo puedes garantizar por escrito?

– Lo que vas a hacer, Liz, es esperar arriba hasta que yo trepe a la ventana contigua. Luego bajaré y te cogeré desde abajo. Ahora, vamos.

Él le dio unas palmaditas impacientes en el trasero. Ella deseaba asesinarle. Todas sus fantasías con Clay Stewart incluían la desnudez, pero no de aquel modo. No se había imaginado trepando por una pared con los pies descalzos en los hombros de él, ni ofreciéndole una visión panorámica de su trasero mientras se aferraba al marco de la ventana. Lo absurdo de la situación no la alcanzó hasta que estuvo incómodamente instalada en el borde de la ventana entre la fría noche de noviembre y una piscina climatizada, desnuda, con el pelo empapado y revuelto y los dientes castañeteando. Aquello no podía estar sucediendo. Debía ser una pesadilla. Clay saltó desde el banco con agilidad de pantera y se colgó de la ventana contigua. Luego saltó afuera. Sonreía como un crío.

– Hace años que no me divertía tanto. Vámonos, enana.

Con las manos le indicó que saltara.

Aquellas manos estaban muy abajo. Liz sólo podía ver la hierba cubierta de escarcha y una gran luna otoñal y amarilla. Ni un árbol ni un arbusto. Aspiró hondo y saltó. Él se tambaleó bajo su peso, pero los cálidos brazos no fallaron. La dejó sobre la hierba escarchada antes de cogerla de la mano y tirar de ella hacia los dos solitarios coches del aparcamiento. Liz sólo pudo pensar que era demasiado mayor para ser arrestada por nudismo.

– Las llaves de tu coche, Clay -susurró-. ¿No estaban en el Vestuario? Las mías están en mi bolso.

Debería haber sabido que Clay estaba preparado. Tenía unas llaves de repuesto sujetas con cinta adhesiva bajo la capita del coche y una manta, no muy limpia, en el maletero. Segundos después, Liz estaba envuelta como una momia en la manta con olor a grasa y las rodillas bajo la barbilla mientras Clay ponía en marcha el motor y la calefacción. Él la miró de reojo. Ella sabía muy bien cuál era su aspecto, desde el pelo de bruja y los labios azulados hasta la manta apestosa y los dedos de los pies sobresaliendo. Sin poder evitarlo, su boca empezó a temblar. La sonrisa de él se transformó en una estentórea carcajada. Ella también se echó a reír.

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