Jennifer Greene - Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger.
Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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– Es malo, ¿eh?

Las lágrimas empezaron a rodar y la historia salió de un tirón. Se había pasado la clase de matemáticas sentado en un retrete en el lavabo de chicos con los pies en alto para que nadie pudiera encontrarle si miraban por debajo de la puerta. A Liz le pareció un recurso realmente brillante para un enano de tercer grado, pero Spencer tenía los genes de Clay… y su pasión por los líos. Pero aquel no era el único problema.

Pensaba faltar a más clases. De hecho, le había dicho al director que pensaba faltar a clase de matemáticas durante el resto de su vida, lo que había enfadado al director. Mucho.

Liz secó los ojos de Spencer y escuchó, intentando no sonreír. Su manera de hablar era muy parecida a la de su padre. Por lo que ella consiguió averiguar, ya que la historia de Spencer era ligeramente confusa, el auténtico problema consistía en que Spencer iba por delante de los demás chicos en matemáticas.

– Así que mi papá y el director se reunieron y tuvieron una gran conversación sobre los estímulos. ¿Sabes lo que significa esa palabra?

Para Spencer la palabra significaba que le habían trasladado a sexto grado durante la hora de matemáticas. El álgebra estaba bien, pero no quería estar con los chicos de sexto. Se olvidaba del nombre del profesor de sexto curso y le daba miedo pedir permiso para ir al lavabo. En su clase, en tercero, él pasaba la hora de matemáticas ayudando a los demás.

– Los chicos mayores me llaman «genio» y tengo que sentarme en ese pupitre tan alto, que los pies ni siquiera m llegan al suelo. ¡No voy a volver allí!

Sostuvo un pañuelo de papel delante de su nariz para que pudiera sonarse.

– Cariño, ¿por qué no le dijiste a tu papá que no eras feliz?

Liz levantó la vista y vio a Andy en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y un brillo compasivo en los ojos. Le susurró por encima del hombro de Spencer:

– ¿Puedes volver a llamar a Clay para decirle que tardaremos un poquito?

– No podía contárselo a papá. No puedo hablar con papá. Nunca podré hablar con mi papá. Fue él quien habló de esa cosa del estímulo…

Liz vio la expresión de Andy, una mezcla de culpa y sorpresa y sintió que se le paraba el corazón. Hasta entonces había creído que Andy habría llamado a Clay nada más encontrar a Spencer en su casa.

– Voy a llamarle ahora -dijo Andy rápidamente-. Llegué unos minutos antes que tú solamente y cuando vi a Spencer estaba sentado en el porche en la nieve. Sólo pensé en que estuviera caliente y seco. Luego entraste tú…

– Entiendo -dijo Liz, pero sólo podía pensar en que eran las cinco y veinte y en que Clay debía estar esperando que su hijo regresara a casa desde hacía dos horas.

Spencer había dejado de hablar.

– ¡No puedes llamar a mi papá!

– Cariño, tengo que hacerlo. Intenta imaginar lo preocupado que estará sin saber dónde estás.

– Sé lo enfadado que debe estar -dijo Spencer sombríamente-. ¿No puedo quedarme aquí? ¿No puedo dormir en el sofá?

Liz le rodeó con el brazo izquierdo mientras marcaba con la mano derecha. Sussie, la recepcionista, contestó a la llamada, pero su voz fue sustituida por la de Clay en menos de un segundo. Liz no perdió el tiempo en saludos.

– Está perfectamente, Clay, y voy a llevarle a casa -dijo escuetamente.

Cuando colgó, no podía recordar ni una sola de las palabras de él. La agonía y la tensión de su voz la habían conmovido.

Los leones jamás pierden a sus crías. Especialmente aquel león y el hijo del león la estaba mirando con expresión desolada.

– Escúchame -Liz se inclinó a besarle en la frente; luego cogió los abrigos-. Tienes razón; está un poquito enfadado. No voy a mentirte. Todos los papás se enfadan cuando no saben dónde están sus hijos. Sabes perfectamente que tu papá te quiere muchísimo; así que, ¿cuál es el problema?

– ¿Vas a venir a casa conmigo?

– Súbete la cremallera del chaquetón; fuera está helando. Y por supuesto que voy a ir a casa contigo.

– La última vez que llegué tarde de la escuela, papá llamó a la policía y a la guardia estatal.

Liz le creyó. No se dio cuenta de la velocidad de su corazón hasta que estuvo tras el volante. Los limpiaparabrisas crujían y la nieve seguía cayendo. Continuó monologando para calmar a Spencer. El pequeño estaba seguro de que ella iba por él.

No era así. Lo creyera Spencer o no, no necesitaba defensor. Clay tenía un carácter fuerte y era más que capaz de un estallido de ira, pero nadie estaría más seguro ni sería más querido que Spencer cuando estuviera con su padre. Ella no iba por Spencer, sino por Clay. Tenía la sensación de que él iba a necesitar a alguien.

Sólo el cielo sabía quién estaba encargándose del motel. Cuando Liz y Spencer entraron en el vestíbulo, George apareció procedente del bar, Sussie abandonó el mostrador de recepción, el cocinero había buscado evidentemente una excusa para salir de la cocina y Cameron… Bueno, Cameron había estado recorriendo el vestíbulo con Clay, así que tenía una excusa para estar allí. El grupo se reunió alrededor de Spencer tan rápidamente que se hubiera pensado que le estaban protegiendo de un gigante. El chiquillo aceptó encantado toda aquella atención y empezó a contar sus aventuras de la tarde. Clay quería abrazar a su hijo, pero permaneció apartado durante unos momentos. Sabía que sus emociones estaban a punto de estallar. Su pulso seguía palpitando como una bomba, su corazón seguía golpeando contra su pecho. Sí, sabía que Spencer estaba a salvo desde el momento en que Liz había llamado, pero se había visto abrumado por visiones de secuestradores y violadores desde el momento en que Spencer no había bajado del autobús escolar. El Mar Rojo de cuerpos se abrió para dejar salir a una mujer rubia y menuda y volvió a cerrarse inmediatamente alrededor de su hijo. Liz vaciló un momento y luego se acercó a él.

Si un hombre podía parecer solitario en medio de una multitud, era Clay. Con las manos metidas en el cinturón, los hombros erguidos y la mandíbula rígida, irradiaba una ira helada. Sólo Liz podía leer en sus ojos profundos, angustiados y solitarios.

Se puso de puntillas para besarle.

– Está bien, Clay. Tienes que creerlo.

– Ya veo que está bien.

Algo se había relajado en su interior en cuanto ella le había tocado. Elizabeth Brady era muy peligrosa para los varones Stewart. Spencer le había echado un vistazo y la había adoptado. Clay la miraba y sentía que su cordura se esfumaba.

El vestido que llevaba bajo el abrigo abierto era rojo. Liz nunca vestía de rojo. Y su pelo… La habría matado. Sobre su frente caían unos indisciplinados mechones. Su garganta parecía desnuda.

Ella le hacía sentirse impotente con el vestido rojo y el nuevo peinado, con su necesidad de cambios rápidos y su deseo de experiencias nuevas. Él sabía que ella no se le había declarado en serio. En toda su vida sólo le había importado realmente dos personas. Y al parecer nunca hacía lo conveniente para ambas. A Liz sólo había querido protegerla del tipo erróneo de hombre hasta que hubiera superado el síndrome de recién divorciada. En cambio, su instinto protector se había convertido en deseo y en un feroz y solitario anhelo que le estaba desgarrando por dentro.

– Yo creía que él habría confiado en mí siempre, sin importar en qué lío estuviera metido. ¿Qué demonios creía que le iba a hacer?

– Él no cree que vayas a hacer nada, Clay. Excepto gritarle, y eso no es lo que le da miedo.

– Bueno, ¿entonces de qué tiene miedo?

Liz le acarició la mejilla. Al parecer, él no se daba cuenta de que le estaba apretando la mano.

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