Jennifer Greene - Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger.
Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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– Te obsesionan la seguridad y la estabilidad, ¿verdad?

– Me obsesiona tener miedo a arriesgarme -afirmó ella, y tomo otro sorbo de champán con el tenedor para ostras en la mano-. No quiero seguir trabajando día tras día con papeles en vez de con personas. Sin aire fresco, sin sol, sin desafío, sin… riesgo. La vida vista a través de una ventana.

La ostra se deslizó por su lengua y se quedó allí.

Él habló en el mismo tono.

– Escúpela en la servilleta, preciosa. Nadie mira. Y me daría igual si lo hicieran.

Ella alzó la impoluta servilleta blanca hasta sus labios y fingió una delicada tos. Muy consciente de la mirada de Clay, tomó un largo sorbo de champán y jugueteó con el tenedor. Por último, apoyó la barbilla en las manos y le miró.

– Maldición -susurró pesarosa.

La risa de él fue muy baja y muy sexy.

– Deseaba que me gustaran. Sólo quería probar algo nuevo, Clay

– Sí, y por eso exactamente te he traído aquí, Elizabeth Brady. Para que pudieras probar las ostras y para que te pusieras tonta con el champán si querías -dijo él en voz baja. Algo cambió en sus ojos. La mirada de amante empezó a transformarse. La expresión de su rostro se tornó sombría-. Necesitas divertirte, Liz. Todos lo necesitamos, sobre todo después de que la vida nos dé un golpe. Puede que todavía no estés preparada para otro matrimonio, ni siquiera para buscar una relación seria con el hombre adecuado. Pero salir a cenar, coquetear un poco; algo de champán, un bailecito… No sólo es divertido; es la mejor cura que conozco para librarte de la depresión… Cuando no arriesgas nada -añadió deliberadamente.

A pesar de todo el champán, Liz sintió la garganta repentinamente seca.

– Nadie te va a hacer daño si estás conmigo, Liz, y los dos sabemos que entre nosotros no puede existir una relación seria.

Lo dijo como si la idea fuera risible. Un jarrón Ming en pleno terremoto no se habría sentido más perecedero y frágil que Liz en aquel momento. Lo había malinterpretado todo arrastrada por sus deseos y esperanzas. Él había salido con una vieja amiga, no con una mujer. Clay se negaba a verla como mujer. Quizás ya fuera hora de dejar de ir con el corazón en la mano por un hombre que evidentemente no la quería.

Capítulo Cinco

El motel de Clay tenía una piscina cubierta climatizada. Desafortunadamente solía estar ocupada. Los jueves a las diez de la noche la piscina de tamaño olímpico estaba siempre vacía y las puertas permanecían abiertas hasta las once para que él pudiera utilizada. Cuando salió del vestuario, el olor a cloro inundó sus narices. El calor y el reflejo de las aguas verdiazules hacían que las paredes blancas brillaran tenuemente. La combinación de silencio, soledad y agua puso en marcha inmediatamente el proceso de relajar sus tensos nervios… hasta que vio la gran toalla rosa en el banco. No estaba solo. Su mirada localizó al nadador solitario que hacía largos. Incluso desde el otro extremo, pudo ver que el nadador era femenino. Habría reconocido aquel firme y pequeño trasero en cualquier parte. Dejó la toalla en el banco y la observó desde el borde de la piscina. Ella hizo tres largos, luego cuatro. Sus pies apenas levantaban espuma y su crol era elegante, pero estaba forzando el ritmo. Cuando llegó al largo número diez, Clay entrecerró los párpados. La nadadora se detuvo en el extremo alejado respirando dificultosamente. Su pelo formaba un único mechón dorado en su espalda; gotas de agua brillaban en sus delgados hombros. Él podía reconocer el agotamiento cuando lo veía. Ella apoyó la cabeza en los brazos un momento y él pensó: «¡Maldita seas, Liz! Sal ya».

Ella no salió. Se impulsó con un esbelto pie y comenzó a nadar de espaldas. Al llegar al extremo en donde él esperaba, cambió a crol. Un largo. Otro. El agua lamía su cuerpo.

Otro largo y estuvo otra vez junto a él, jadeando, cegada por el agua, con los pulmones doloridos. Clay tenía la toalla rosa preparada.

– Fuera. Dedícate a envenenar a tus enemigos, encanto. No puedes matar al agua. Lo he intentado.

Sorprendida, Liz alzó la cabeza. El hombre de la recepción le había asegurado que nadie usaba la piscina los jueves por la noche, aunque estaba abierta hasta las once. Apenas tuvo tiempo de vislumbrar a un Clay demasiado desnudo antes de que los dedos de él se cerraran alrededor de sus brazos y la sacaran del agua. Había protestado si hubiera tenido fuerza. Sus pulmones estaban a punto de colapsarse. Y las cuatro extremidades le pesaban como si fueran de plomo. Antes de que su trasero chocara con el suelo de cemento, estaba envuelta en la gran toalla. Pensó que no quería que Clay la viera con aquel aspecto de rata mojada y los labios azules, pero la vanidad tendría que esperar. Sus pulmones estaban inhalando aire y cantando himnos victoriosos. «¿No tenemos que nadar más? Gracias, Liz».

Cuando recobró el aliento parcialmente, se secó el agua de los ojos y le miró. Estaba sentado junto a ella con los pies en el agua. Daría igual que estuviera desnudo. Su bañador no habría sido considerado decente ni en una playa europea. Su pecho era lampiño y firme como una pared y sus hombros eran una exhibición de fuerza física…

Sus ojos oscuros aguardaban la mirada de los suyos. El marrón podía ser un color inquietantemente íntimo. Ella apartó la vista.

– ¿Cómo está Spencer?

– En este momento, muy bien. Durmiendo, como es natural. A largo plazo, creo que estoy criando un niño que me da miedo. Es un tirano de ocho años más listo de lo que yo lo he sido nunca. Nadie puede decirle a ese monstruo lo que debe hacer y cuando ha decidido que quiere algo, si alguien se interpone en su camino…

Clay meneó la cabeza.

– ¿Se parece a alguien que conozcas? -preguntó Liz irónicamente.

– A mí no. Ese chico es un genio. Yo a duras penas obtuve el diploma de secundaria. Ese chico colecciona cosas. Yo no. Spencer no se ha metido en líos nunca, en ninguno.

– Hum -murmuró Liz, lo que le pareció más oportuno que mencionar que Spencer era la viva imagen de él.

Testarudo, voluntarioso e independiente. El hijo poseía una habilidad mayor para integrarse en el sistema que el padre. Aparte de eso, la diferencia era mínima. Le sorprendía que Clay no pudiera verlo.

– ¿Liz?

Ella inclinó la cabeza.

– Hace una semana que me huyes. Nunca estás cuando llamo. Ni cuando paso por tu casa.

– No te huyo, claro que no. He estado muy ocupada.

Una mentira flagrante. Liz apretó la toalla contra el cuerpo.

Había jurado no decir más mentiras, ni a ella misma ni a ninguna otra persona. Pero estaba descubriendo que la sinceridad y el instinto de conservación no van juntos necesariamente. Los interminables largos en la piscina habían sido por Clay y, en parte, por su hijo. Ella adoraba al chiquillo y él parecía haberle cogido cariño. Pero no quería pasar mucho tiempo con el pequeño, porque si la relación se profundizaba el niño podría hacerse ilusiones de algo permanente. Spencer ansiaba tener una mamá, aunque Clay no se hubiera dado cuenta. Y en Thistles, Clay había dejado muy claro que no estaba buscando mamás… ni amantes. Por lo menos, no en Liz.

Clay señaló el agua.

– ¿Estás enfadada con alguien que yo conozca?

«Sólo conmigo», sermoneó su vocecita interior. «Porque no quiero ser amiga tuya, Clay».

– No estaba enfadada con nadie. Sólo quería hacer ejercicio. No estoy en forma.

– No, no lo estás, y no estabas haciendo ejercicio solamente. Ella suspiró con irritación.

– Has venido aquí a nadar, ¿no? Pues nada.

Clay se puso de pie con expresión inescrutable y caminó hasta la pared en la que estaban las duchas. Sí, había ido allí a nadar para sacarse de la cabeza a un ángel de ojos castaños. Pero aquella posibilidad había desaparecido en el momento en que había visto a Liz. Golpeó con la palma la hilera de interruptores y las aguas azules se volvieron negra inmediatamente. La luz de la luna se filtraba escasamente por las altas ventanas de la pared sur.

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