Jennifer Greene - Un regalo sorpresa

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¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Un día de Navidad, la hermana de Laura apareció en la puerta de su casa con un bebé en brazos para que ella lo cuidara durante un tiempo. Y aquel niño hizo que, de pronto, la relación entre Laura y su novio empezara a cambiar drásticamente.

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Entonces se enderezó y lo miró todo. Estaba preparado. Suspiró satisfecho.

Casi en ese instante, oyó los sollozos de Laura.

Laura tenía un paño húmedo apretado a los ojos cuando sintió el aire frío al abrirse la puerta. Entre lágrimas, vio que una enorme toalla roja iba hacia ella.

– Estoy bien -dijo rápidamente.

– ¿Sí? ¿Qué tal si sales y hablamos de ello?

– Estoy bien, de verdad. Estoy feliz. Muy feliz.

– Claro que sí. Anda, levántate.

Era imposible negar las lágrimas en sus ojos.

– No sé qué me pasa. Esto es estúpido. Sólo estaba dándome un baño, relajándome, todo iba bien. Pero…

– Cuéntamelo.

– Entonces me acordé -se levantó y aunque Will la envolvió en la toalla, empezó a temblar-. Me acordé de que olvidé decirle a Deb lo de los golpes en la espalda, ya sabes, que hay que dárselos fuerte para que eructe -siguió llorando-. Y si se va a dormir sin eructar, se despierta llorando. Y ella no sabrá la razón.

Will le quitó la toalla y empezó a ponerle un albornoz.

– Creo que Deb es lo suficiente lista para adivinarlo sola. Lo que me está matando es que tú no imaginaras lo mucho que lo ibas a echar de menos.

– ¡No lo echo de menos!

– De acuerdo.

– Tendría que ser la mayor egoísta del mundo para echarlo de menos.

– Eres la persona menos egoísta que nunca he conocido -comentó Will, pero Laura no lo estaba escuchando.

– Es el bebé de mi hermana, por el amor de Dios. Ella es su madre. Y tú no conoces a Deb tan bien como yo, pero ella es maravillosa con los niños. No creo que nadie en el mundo pueda ser mejor madre que ella, y estar separada de Archie ha debido matarla. De hecho, por eso estoy tan contenta de que estén juntos de nuevo.

– Me alegra que estés contenta.

Will le cerró el albornoz y la llevó al salón.

– Has sido una boba al pensar que nunca lo ibas a echar de menos.

– ¡No lo echo de menos! ¡Quiero que esté con su madre!

– De acuerdo.

Will se sentó en la mecedora y la sentó en su regazo. Le apoyó la mejilla en el hombro y ella siguió llorando con fuerza.

– Me temo que soy una egoísta -confesó.

– No digas tonterías o me enfadaré. Tú no eres egoísta.

– Pero lo soy. Lo digo en serio. Porque la verdad es que he estado asustada.

– ¿Asustada de qué?

– De perderte. Me siento feliz por mi hermana y estoy aliviada de que todo se haya solucionado, y volveré a ayudarla siempre que lo necesite. Pero también me alegro de que todo vaya terminando porque nuestras vidas podrán volver a la normalidad. Y yo quiero que nuestras vidas vuelvan a ser como eran.

Will le acarició el pelo. Laura siguió hablando.

– Lo digo en serio, Will. Tú has sido paciente y maravilloso… pero han pasado semanas desde que no pasamos tiempo a solas. Cada vez que intentábamos hacer algo, el bebé interrumpía nuestros planes. A mí me molestaba eso, y seguro que a ti también. Ahora quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.

Laura estaba cada vez más relajada, agotada de llorar y adormecida por el suave balanceo de la mecedora. Will la oyó suspirar y sintió que acurrucaba la cara en su cuello. Se quedaría dormida en pocos minutos. Estaba agotada de ese dramático día.

Pero él se dio cuenta de que no podrían volver a ser como eran antes. Ninguno de los dos.

Will llegaría en cualquier momento. Laura levantó la cabeza para ponerse un pendiente al mismo tiempo que metía los pies en unos zapatos de tacón altísimos. Lo bastante altos para romperse el cuello cuando corrió por la habitación buscando el cepillo.

Will siempre había sido al que se le ocurrían las ideas románticas. Esa noche era su turno. Se había puesto ropa interior sexy de seda, perfume, medias con costuras y un vestido negro con un gran escote.

Will había estado muy callado la semana anterior. Demasiado. Laura sabía lo mucho que él valoraba en su relación la libertad de hacer lo que quisieran a cada momento. El bebé lo había puesto todo patas arriba.

Y a ella también. Laura se pasó el cepillo por el pelo. Ella era la amante de Will. Entonces Archie apareció en sus vidas y ella se convirtió en una refunfuñona y una llorica, siempre agotada. Nada que ver con la mujer relajada y despreocupada de la que él se enamoró, a la que entendía. Y difícilmente la amante que necesitaba.

Bueno, pues eso se iba a arreglar.

Entonces oyó el timbre.

Fue a la puerta lo más rápido que le permitieron sus tacones altos y la abrió.

– Hola -dijo Will.

Estaba despeinado. Se inclinó para besarla. Sus labios estaban fríos y la expresión en sus ojos era extraña.

Laura tragó saliva. Parecía que Will no había captado su indirecta sobre una «cena especial». Llevaba pantalones vaqueros, botas viejas y un jersey de lana. Y esa mirada en sus ojos… Pasó junto a ella como si estuviera en otro mundo.

– ¿Will? ¿Estás bien?

Él se giró rápidamente y sonrió.

– Claro.

Pero Laura se preocupó. El no pareció notar que ella estaba arreglada para seducir a un monje. Ni siquiera notó que tenía el pelo bien peinado, algo anormal. Pero sí notó su perfume, porque volvió a acercarse y le dio un besito en el cuello.

– Estás buscándote problemas con ese perfume.

Cierto. Así era. Y aunque Will tenía más talento en gestos extravagantes y románticos, ella había quedado muy satisfecha con lo que había preparado. Pero nada estaba sucediendo como había planeado.

Will dejó su cazadora en el perchero y se quitó los zapatos.

Laura tenía un delicioso vino enfriándose en un cubo con hielo, pero él se sirvió una cerveza antes de que ella pudiera ofrecérselo. En el salón puso velas olorosas y fragantes, pero él encendió la luz en cuanto entró. Todo en la cocina estaba preparado. Ella se había imaginado que le serviría como a un sultán. Pero fue Will el que miró en el horno, metió un tenedor en la carne para comprobar si estaba hecha y sirvió el arroz, no en los cuencos de cristal tallado de su madre, sino en unos normales.

Y entonces no comió. Ni tampoco pudo ella. No había una razón especial para pensar que algo iba mal. Will estaba ayudando como hacía siempre. Si no había notado todo lo que había preparado Laura, no era por ser desconsiderado. Tenía derecho a estar distraído. Pero había estado así toda la semana, y Laura temía que ya no sintiera lo mismo por ella, y temía perderlo. Y el nudo en su garganta siguió aumentando hasta que le resultó completamente imposible tragar nada.

Will finalmente bajó también su tenedor.

– ¿Quieres dar un paseo?

– Un paseo -repitió Laura.

Sinceramente, su plan original había sido acurrucarse con él después de cenar. La opción de un paseo nunca había pasado por su cabeza, y menos en una noche fría y negra.

– Ninguno de los dos parece tener mucho hambre. Y hay algo de lo que me gustaría hablarte.

– Bien… vale. Vamos a dar un paseo.

Laura estaba cada vez más preocupada, y no sabía si tendría valor para oír lo que tenía que decirle, y también estaba el pequeño problema práctico de helarse con esa ropa.

Posiblemente Will sí se había fijado en su escote después de todo, porque fue al dormitorio y le sacó un jersey para que se lo pusiera sobre el vestido. Se lo puso, pero el efecto tenía que ser ridículo, y más aún cuando Will le dio un anorak. La falda era larga, y como no había modo posible de que pudiera andar con esos tacones, se puso unas botas.

Will le dio un beso en la mejilla, aparentemente dándole las gracias por parecer una vagabunda. Por suerte, fuera no había ningún vecino para notar su atuendo. Las calles estaban vacías. Todo el mundo estaba metido en sus casas agradables y calentitas… excepto ellos. La noche era helada, pero no había viento exceptuando el vaho de su respiración.

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