Jennifer Greene - Un regalo sorpresa

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¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Un día de Navidad, la hermana de Laura apareció en la puerta de su casa con un bebé en brazos para que ella lo cuidara durante un tiempo. Y aquel niño hizo que, de pronto, la relación entre Laura y su novio empezara a cambiar drásticamente.

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Estaban riéndose cuando salieron a la pista. Sólo había otras dos parejas.

Laura apoyó la cabeza en su hombro y le echó los brazos al cuello. Olió su aroma, picante y masculino. Sus pechos se rozaron suavemente. Sus muslos se pegaron al instante, y Laura notó lo fácilmente que él se había excitado.

Se balancearon con la música en un mundo privado de dos.

La tensión fue desapareciendo de la cabeza de Will, pero aún tenía algo que le preocupaba. Era… el bebé. Había visto el modo instintivo y cariñoso de Laura de comportarse con él. Ella nunca había mencionado querer un bebé, y tampoco había hablado de matrimonio. Laura nunca le había forzado en nada.

Will conocía sus propios defectos. Si alguien le presionaba, él daba media vuelta.

Nunca había esperado encontrar a alguien que lo significara todo para él, y lo que tenía con Laura era perfecto. En ese momento, ella era libre para estar con él, sin que nadie se entrometiera en su mundo. Él adoraba poder seducirla en lugares inesperados en momentos inesperados.

¿Casarse y arriesgarse a perder todo eso?

Will la abrazó con más fuerza. El cuerpo de Laura estaba caliente.

Esa noche harían el amor. En su casa. Necesitaban pasar tiempo a solas.

– ¿Señorita Laura Stanley?

Will oyó las palabras detrás de ellos. Los dos miraron al camarero.

Llevaba un teléfono inalámbrico.

– ¿Es usted la señorita Laura Stanley?

– Sí -dijo ella rápidamente-. ¿Ha ocurrido algo?

– No lo sé. Sólo hay una llamada para usted.

Ella respondió al teléfono. Will vio que abrió mucho los ojos y su sonrisa desapareció.

– Es la señora Apple. Tenemos que volver a casa. Archie tiene mucha fiebre y no deja de llorar.

– Tú y yo tenemos que hablar. Tienes una infección de oído. El médico ha dicho que a tu edad es normal. Y eso es duro, lo sé. Pero has asustado mucho a Laura. ¿Me has oído? No quiero que vuelvas a hacerlo.

Will giró la cabeza para asegurarse de que el niño lo escuchaba. Archie le miró desde su sillita y escupió el chupete, que botó por el mostrador de la cocina y cayó al suelo. Tenía que lavarlo, otra vez, antes de metérselo en la boca.

Will automáticamente lo recogió, lo lavó, lo secó y se lo puso. Se conocía la rutina de memoria. Luego siguió vaciando la bolsa de la compra. Caviar ruso, galletas saladas, uvas negras, queso francés, un exquisito vino tinto y una tarta de chocolate.

– ¿Will? ¿Estáis bien los dos? -preguntó Laura desde el cuarto de baño.

– ¡Claro! ¡Relájate! -Will bajó la voz-. Cree que no puedo ocuparme de ti, enano. Como si ocuparse de siete kilos fuera difícil.

Se secó las manos en un trapo, levantó la sillita con Archie dentro y se dirigió al salón. Crear una cuna para el niño era su siguiente tarea. La casa de Will no estaba equipada para algo así. Dos sillas bien pegadas contra el sofá harían una buena cuna improvisada, pero la tapicería del sofá era blanca. Necesitaba un protector.

Con el rabillo del ojo vio volar el chupete. Y al instante, el bebé arrugó la cara.

– Oh, no empieces otra vez. Si ella te vuelve a oír llorar volverá a preocuparse -a la velocidad de la luz, Will sacó al niño de su asiento y se lo apoyó en el hombro-. No hemos terminado esa charla sobre que aprendas a ser razonable. Necesitas mucho tiempo, lo entiendo. Debe ser frustrante ser tan indefenso. Lo entiendo también. Pero todo el mundo no puede girar a tu alrededor. Laura tiene que comer y dormir. Y tú no la dejas ni respirar. Y eso tiene que parar.

El niño soltó un eructo que habría enorgullecido a un adolescente. Will volvió a darle unas palmaditas en la espalda.

Laura estaba en la bañera de hidromasaje. El se la había llenado de sales, había puesto el Bolero de Ravel en el estéreo y había encendido velas para dar luz. No era un baño que debiera disfrutar sola.

De hecho, pensar en ella allí, desnuda y sola, estaba teniendo un fuerte efecto en su presión arterial. Pero Laura no había tenido un momento para ella sola desde que apareció Archie… Tenía a la regordeta señora Apple, pero también tenía un trabajo, la casa y una vida muy ocupada. Y el bebé la tenía agotada.

Claramente, Will necesitaba encargarse de la situación. E imaginó que en su propia casa, tendría el control.

El bebé soltó un grito. Alarmado, Will volvió a darle palmaditas.

– No empieces. Ella se está bañando y yo me estoy ocupando de que nada la moleste. Eso te incluye a ti.

Archie se retorció, levantó las piernas, respiró profundamente y entonces soltó un terrible berrido.

– ¿Will? -preguntó Laura.

– ¡Está bien! -le gritó Will alegremente, empezando a caminar de un lado a otro por el salón-. Sé que no te gusto. Me echaste un vistazo y decidiste que no podías soportarme, pero esto es una tregua, amigo. No estás mojado. No tienes hambre. ¿Entonces qué quieres?

Aparentemente el niño quería… que Will corriera. De un lado a otro, rodeando los sillones, entre la mesita, por el pasillo y de vuelta. Así, el niño pareció olvidarse de sus lágrimas. Su cuerpo se relajó acurrucado contra el hombro de Will. De repente soltó un sonido que fue como una risita, y afectó de modo extraño a Will. No decía que le gustara el niño ni una locura semejante, pero… pero el bebé parecía feliz. Esas risitas parecían una clara indicación de que el enano se sentía feliz y seguro… con él.

En la décima vuelta por la casa, Will tuvo que detenerse para respirar.

Archie soltó un bramido.

Will cerró los ojos, volvió a abrirlos y empezó a correr de nuevo.

Laura quitó el tapón de la bañera y apagó el hidromasaje. Se levantó y se secó con una toalla esponjosa, sintiéndose una mujer nueva.

El agua caliente había sido tan relajante que al principio casi se quedó dormida. Pero cuando la tensión y el cansancio fueron desapareciendo de su cuerpo, se encontró sonriendo bajo la luz de las velas… y luego canturreando con el ritmo del Bolero.

Will le había preparado ese pequeño paraíso. El pobre pensaba que nunca tendría que pagar las consecuencias por sus acciones. Pero se equivocaba completamente.

Encendió la luz y se inclinó para apagar las velas. La habitación se cargó de aroma a vainilla y almendra. Gracias a las sales de baño tenía la piel suave como la seda. Se miró al espejo empañado. Tenía los rizos alborotados, el rostro sonrosado del calor y los ojos… Se acercó más al espejo. Siempre había pensado que tenía unos ojos marrones normales, pero en ese momento tenían un brillo pícaro.

En la encimera del lavabo había un camisón muy sexy, de seda negra y provocativo. Se lo puso y lo dejó deslizar por su cuerpo.

Por supuesto, el bebé tendría que estar dormido antes de que ella realizara los planes que tenía en la cabeza. Will no escaparía esa noche.

Lo había estado pidiendo al apoyarla, al no perder la paciencia. Y esa noche lo tendría.

El aire frío acarició su piel cuando abrió la puerta del cuarto de baño. Se estremeció y sonrió. No se oía ni un ruido. Archie no estaba llorando. Se estaban llevando bien. Laura sabía que si Will pasaba tiempo a solas con el bebé, al final le gustaría.

– ¿Will?

Ajustó la postura, metiendo el estómago y sacando el pecho… y se olvidó de parecer seductora mientras caminaba descalza hasta la cocina. Había mil artilugios en la cocina, pero ellos no estaban.

Miró en el salón. Al principio tampoco los vio. Dio media vuelta para dirigirse al dormitorio y entonces oyó un suspiro.

Se inclinó sobre el respaldo del sofá… y ahí estaban. Will estaba tumbado de espaldas, apretado entre el respaldo y las sillas que había puesto para que no se cayera el bebé. Archie no podría caerse. Estaba dormido, tumbado boca abajo sobre el pecho de Will, seguro y protegido con los brazos de Will a su alrededor.

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