Jennifer Greene - Un regalo sorpresa

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¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Un día de Navidad, la hermana de Laura apareció en la puerta de su casa con un bebé en brazos para que ella lo cuidara durante un tiempo. Y aquel niño hizo que, de pronto, la relación entre Laura y su novio empezara a cambiar drásticamente.

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Fueron muchas. Docenas. La mayoría más bellas que Laura. Ninguna le dio tantos dolores de cabeza por su dinero. De hecho, algunas sólo lo quisieron por eso. Pero todas fueron mujeres razonables nada inclinadas a discutir. Compañía agradable, sin complicaciones ni sorpresas.

Podría llamar a cualquiera de esas mujeres. En cualquier momento. La acusación de Laura de que había huido era irrisoria. Él nunca había huido de nada difícil en toda su vida. Era sólo que no le gustaba que lo presionaran. Lo habían hecho muchas veces de niño, forzándolo a vivir con otras personas, tan necesitado de seguridad que se aferraba a cualquier cosa. En ese momento tenía seguridad. Tenía dinero. Y nadie iba a presionarlo de nuevo.

De pronto, empezó a gruñirle el estómago. Oh, otra vez no.

Había echado las galletas después del desayuno y el almuerzo. Normalmente él tenía un estómago de hierro que no le daba problemas. Pero había una razón por la que tenía problemas reteniendo la comida.

Había pillado la gripe de Laura.

No tenía nada que ver con la ansiedad de haberla perdido a ella.

Pero esa vez, dejó de dolerle y se le asentó el estómago. Estaba bien de nuevo. Su gripe le había durado menos que la de Laura.

Encontraría otra mujer.

Sería rubia o pelirroja, pero nada de morenas. Tendría ojos verdes o azules, cualquier cosa que no fuera ese dulce color chocolate. Sería algo codiciosa, para que él pudiera mimarla cuando quisiera. Le gustarían las joyas y no las sudaderas de Mickey Mouse. Y tendría cerebro para no presionar a un hombre.

Se hundió más en su sillón y cerró los ojos, decidido a imaginarse a esa mujer.

Esperó, pero no vio nada. Sólo apareció ella. Llevaba calcetines grandes, y esas mallas ceñidas que le marcaban el trasero, y tenía el pelo castaño hecho una maraña de suaves rizos. Su boca tenía una de esas sonrisas que le volvían loco. En esa imagen mental, tenía el corazón en la mirada, justo como cuando la dejó… y Will sabía que él tenía razón en que ella se estaba uniendo demasiado al bebé, pero las vacas volarían antes de que Laura lo escuchara.

La amaba.

Ella siempre tendría sus momentos irracionales. Siempre habría veces en que no lo escucharía…

Era espantoso darse cuenta de que conocía sus defectos. Pero también los amaba.

No le serviría de nada encontrar a otra. Laura era la que le corroía las entrañas, clavada como una aguja a su corazón. La echaba tanto de menos que sentía como si le hubieran arrancado un trozo del alma. Y nada hacia que desapareciera esa horrible sensación de vacío.

Laura había medio esperado que las puertas del laboratorio estuvieran cerradas, pero entró sin problema. Su estómago revuelto sí le estaba causando algunos. Llegó al oscuro vestíbulo con una mano en la tripa, temiendo vomitar en cualquier momento.

El coche de Will estaba en el aparcamiento. La luz solitaria de su despacho brillaba en la noche nevada. Así que estaba ahí. Y como no había respondido al teléfono en su casa durante dos días, Laura imaginó que el mejor modo de encontrarlo sería ir allí.

Quería encontrarlo.

La señora Apple se quedaría a pasar la noche con Archie, así que Laura no tenía que preocuparse de la hora. Dejó su abrigo en una silla en el vestíbulo, respiró profundamente, se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y avanzó.

Había una luz de seguridad encendida en todas partes, así que podía ver. Los pasillos parecían fantasmales, pero Laura conocía bien el camino. No era la primera vez que había encontrado a Will en su despacho. Pero todas las demás veces había sabido con seguridad que él quería verla.

Desde su puerta abierta salía un rectángulo de luz amarilla. Lo vio, pero no oyó ningún sonido saliendo de dentro. Sin hacer ruido avanzó.

Él no la vio. No inmediatamente. Pero ella sí a él, y de repente se olvidó de sus nervios y sus náuseas.

Estaba repantigado en su sillón como si hubiera perdido a su mejor amigo. Se había quitado la bata del laboratorio y la había echado sobre una silla, pero parecía que llevara una semana durmiendo con su camisa azul. Tenía barba de tres días, el pelo enmarañado y grandes ojeras. Se le veía sin energía.

– ¿Will?

Estaba mirando por la ventana, pero volvió la cabeza al momento. Laura temió que no quisiera verla, que estuviera furioso. Pero sus ojos la traspasaron con intensidad.

– Ha sido muy difícil encontrarte. No quería molestarte en el trabajo, pero no he dejado de llamar a tu casa y no te localizaba…

Laura se calló. Empezar con esa conversación intrascendente no solucionaría nada. El orgullo era el problema. Respiró profundamente y volvió a empezar.

– Will… tienes todo el derecho a estar furioso conmigo.

– No lo estoy -dijo muy despacio.

– Pues deberías. Lo siento. Has hecho mucho por mí, me ayudaste cuando estuve enferma sin quejarte ni una vez, y luego yo me eché sobre ti. No era el momento apropiado para hablar de eso como tú dijiste y…

– Quizás sí huí, como dijiste tú… No volveré a huir de ti. Si quieres hablar te escucharé.

Quizás él estuviera dispuesto a escuchar, pero de pronto Laura perdió todo el interés en hablar. Dio un paso hacia él, y Will levantó los brazos. Y cuando ella se echó sobre su regazo, Will la abrazó.

– No me gustó discutir contigo, Montana. Por el amor de Dios, no vuelvas a dejarme hacerlo.

– Puede que sea poco realista pensar que nunca volveremos a pelearnos.

– Olvida eso. No quiero ser realista. Ahora no.

Le sujetó la cara entre las manos y lo besó. No podía expresarle con palabras lo asustada que había estado de perderlo. Así que se lo dijo desde su corazón.

Un beso no podía empezar a explicar nada, así que le dio otro. Su barba le arañaba la mejilla. Y su boca estaba seca. Pero sus labios eran suaves y Will respondió salvaje, como si llevara almacenando el combustible en su interior durante días.

Will le metió las manos bajo el jersey rojo, pero no hubo nada sexual en ese primer contacto. Fue como si estuviera buscando la textura y el calor de su piel.

Laura empezó a desabrocharle los botones de la camisa mientras intentaba sentarse en sus rodillas.

– Laura…

– Sshh…

Ella no debió forzarlo. Fue un error que no volvería a cometer. Él era lo que más le importaba. No sabía cómo se solucionaría su futuro… y no le importaba. Aprovecharía todos los momentos que pudiera con él. Nada era igual.

Will se apartó, pero sólo para repartir besos por su cuello y su pelo.

– Creo que nos mataremos en esta silla.

– Tendremos que arreglárnoslas.

Laura no apartó las manos de su cuerpo. Finalmente le abrió la camisa.

– Hay un sofá ahí…

Will la levantó en brazos. La silla crujió y sus manos se posaron bajo su trasero. Ella tenía los brazos en su cuello.

– Te amo, Montana -dijo con pasión-. Te amo tanto que no puedo soportarlo. Y voy a intentar amarte a ti tanto que tú no puedas soportarlo tampoco.

Él empezó a responder, pero el sonido que salió de su garganta fue sólo un gemido. La dejó en el viejo sofá de cuero y él se tumbó también. Le quitó el jersey, y resultó que ella no llevaba sujetador. El cuero estaba frío contra su espalda, pero el fuego en las manos de Will la calentó deprisa. Sus palmas la acariciaron sin cesar.

Los pezones le dolieron ante la suave invasión de la lengua. Laura recorrió cada parte de su cuerpo con las manos, desde las costillas hasta el ombligo.

– No llevas braguitas -observó Will.

– Lo olvidé.

– No creo que lo olvidaras. Creo que sabías exactamente lo que me pasaría si descubría que no tenías nada bajo los vaqueros.

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