Esa noche, Phoebe llevaba unos pantalones anchos. Era típico en ella llevar ropa cómoda, pero bajo esos pantalones había unas bragas… un tanga. De satén.
Era blanco, con un corazoncito rojo en el centro. Era tan pequeño que habría que usar una lupa para verlo, pero Fox lo había visto. Y ésa era una elección extraña para una mujer que solía llevar ropa ancha y decía no ser una persona sexual.
Igual que la casa. La había pintado de colores sensuales… pero se asustaba si alguien decía que era una persona sensual.
¿Por qué?
Allí había algo raro, pensó Fox. Muchas cosas raras. Igual de raro que él seduciendo a una mujer cuando no tenía nada que ofrecerle.
Pero además de eso… había algo raro en Phoebe. Ella era una amante de la vida, una hedonista, una mujer muy sensual, una mujer de carácter. Phoebe entendía su problema incluso mejor que él mismo.
Lo estaba ayudando tanto que le dolía que tuviera ese problema, esa cosa rara. Era como si tuviera miedo. Pero… ¿de qué?
– Y lo otro que me molestó fue que no quisiera hablar del futuro.
– ¿Eh?
– ¿Qué clase de actitud es ésa? Hay gente que no puede tener relaciones serias con nadie, pero cuando uno conoce a alguien, lo intenta y luego funciona o no, ¿verdad?
– Creo que estás deshidratado -dijo su hermano-. Toma, bebe un poco de agua.
– Lo que digo es que hay que intentarlo antes de rendirse. Uno no se mete en una relación con el deseo deliberado de hacerle daño a la otra persona -suspiró Fox-. A menos que sea un canalla.
– No sé de qué demonios estás hablando, pero cuéntame. Aunque, si vamos a hablar de mujeres, creo que deberíamos hablar de Phoebe.
Fox levantó la mirada de repente.
– ¿Qué? Yo no estoy hablando de Phoebe.
– No he dicho que lo estés haciendo -sonrió Harry. Pero enseguida se levantó porque algo se había enganchado a su caña. Y el mundo se detenía por una trucha. Aquélla era arco iris, de unos quince centímetros. La pobre luchaba como un boxeador… y ganó.
– Adiós -sonrió Fox.
– ¡Maldita sea! -exclamó Harry.
– Bueno, ¿qué estabas diciendo de Phoebe?
– Pues… la verdad es que estoy pensando pedirle que salga conmigo.
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque no.
– ¿Por qué? Gano dinero, tengo buenos genes, puedo ofrecerle una buena casa, seguridad… yo quiero sentar la cabeza, Fox. Ya no me apetece levantarme con una resaca y una mujer de cuyo nombre no me acuerdo. Eso ya no me interesa. Quiero una mujer con la que pueda hablar, estar con ella todas las noches…
– Muy bien, te estás volviendo viejo -lo interrumpió Fox-. Tienes que sentar la cabeza, pero no con Phoebe.
– Ah, ahora lo entiendo.
– ¿Qué es lo que entiendes?
– Ben también lo sabe -sonrió Harry.
– ¿Qué sabe?
– Que te gusta Phoebe. Pero no sabíamos si ibas en serio.
– Yo no… no me gusta. ¿Crees que saldría con una mujer sin tener un trabajo? ¿Sin saber lo que voy a hacer el mes que viene?
– Ya lo sabrás. La semana pasada sólo tuviste dos jaquecas…
– No.
– Por fin estás saliendo del agujero, Fox. No estás bien del todo, pero la cosa está funcionando, así que…
– ¿Qué?
– Puede que le pida a Phoebe que salga conmigo o puede que no. Pero esperaré hasta que termines el programa, ¿de acuerdo? Hasta que estés recuperado. Eso es lo importante.
– ¿Para qué?
– Tienes que estar bien del todo para tomar una decisión -contestó su hermano-. Esa mujer te ha vuelto loco. Cuando estés mejor podrás decidir lo que quieres hacer.
Fox abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Quería decir que ni Phoebe ni nadie lo había vuelto loco, pero no tenía sentido. Era verdad. Y punto.
Pero eso no significaba que Harry tuviera razón. Fox quería mucho a su hermano, pero Harry, Alce, casi siempre se equivocaba y aquello no era una excepción.
No podía esperar hasta estar curado del todo para aclarar la situación con Phoebe. La verdad era que no podía esperar un minuto más.
No podía hacer los ejercicios de relajación con ella como si no se conocieran de nada.
No podía dejarla escapar. No podía dejar que lo curase, que lo amase, que le diera el trescientos por cien cada vez que se veían… y no recibir nada a cambio.
Debía descubrir cuál era el problema. O eso o arriesgarse a perder la cabeza… o lo que le quedaba de ella, porque no podía pensar en nada más.
Y después de aclarar el asunto, harían el amor otra vez.
El plan le parecía perfecto.
Al día siguiente seguía sintiéndose muy seguro de sí mismo cuando salió del coche frente a su casa, con una impresionante cantidad de herramientas en la mano. Las herramientas no eran un señuelo, en realidad. Después de todo, tenía que hacerle una cascada.
Pero cuando levantó la mano para llamar a la puerta, oyó un llanto dentro de la casa.
El llanto de un niño. Y no un lloriqueo, sino un llanto terrible, como si lo estuvieran torturando.
Nadie podría estar torturando a un niño en casa de Phoebe si ella estaba viva, de modo que Fox se asustó. Si había sufrido un accidente… Nervioso, empujó la puerta y entró a la carrera.
Encontró a Phoebe en la cocina, removiendo algo en una cacerola. Algo que olía a ajo y a romero.
Iba descalza, como casi siempre. Con una falda vaquera y una camiseta roja, estaba de espaldas, canturreando una canción.
Era una escena maravillosa… si no fuera porque el niño que llevaba colgado al pecho lloraba como si lo estuvieran matando.
– Ah, hola -sonrió al verlo-. Un momento… hoy es miércoles, ¿verdad? No tenías que venir hasta el viernes.
– No, pero…
– No pasa nada -lo interrumpió ella-. Entra, entra. El problema es que tengo a Manuel y no va a ser fácil hacerlo callar.
No parecía preocupada por los gritos del niño, todo lo contrario. Aunque estaba cocinando, con una mano acariciaba la espalda del crío. Como ella había dicho que se llamaba Manuel, Fox supo que era un chico. Pero habría sido imposible adivinarlo. Era calvo y tenía la cara arrugada y roja de tanto llorar.
– Manuel es de Chicago.
– ¿Y cómo te traen un niño de tan lejos?
– Normalmente no es así… pero tengo contactos con diferentes agencias de adopción de todo el país. Todas tienen el mismo problema: no saben qué hacer con un niño abandonado que no ha tenido ni cuidados ni cariño -contestó Phoebe, levantando el cucharón de madera para que Fox probase la salsa-. ¿Más sal?
– No, está perfecta.
– Yo creo que necesita algo. Quizá un poco más de ajo… En fin, el caso es que Manuel sólo estará dos días conmigo.
– ¿Y en dos días puedes hacer algo?
– Sí y no. Estar con un niño, acariciarlo, siempre es importante. Es un comienzo, desde luego.
– ¿Seguro que no está enfermo?
– No, no.
– ¿Y no tiene hambre, no le duele nada?
– Nada -sonrió Phoebe-. Sé que suena extraño, pero así es. Su madre era drogadicta, así que este pequeñajo ya llegó al mundo sufriendo como un condenado. Pasó por el síndrome de abstinencia…
– ¿Qué?
– Los hijos de mujeres drogadictas sufren el mono, como ellas. Además, está furioso. Y hay que ayudarlo.
Sí, desde luego. Aunque Fox no entendía cómo Phoebe podía mantener una conversación mientras el niño lloraba y lloraba de esa forma.
Pero una cosa estaba clara: el plan de hablar sobre su problema y luego hacer el amor se había ido a la porra.
Entonces se dio cuenta de algo: estaba enamorado de Phoebe. Y no sólo porque las posibilidades de hacer el amor con ella en el futuro inmediato hubieran sido aniquiladas.
Descalza, cuidando de aquel pobre niño, haciendo la comida, con aquella cocina pintada de colores… y allí estaba. Aquella abrumadora emoción que lo embargaba, cuando habría podido jurar que ya nunca sería capaz de sentir. Pero sólo con mirarla sentía como si estuviera en el cielo, emocionado de estar con ella en la misma habitación.
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