Sus labios tocaron los de Isabel justo en el ángulo adecuado. El deslizamiento de su lengua fue perfecto, ni muy tímida ni demasiado avasalladora. Fue un buen beso, ejecutado con elegancia, sin ruiditos. Muy halagador. Demasiado halagador. Pero a pesar de su confusión, Isabel sabía que no había nada de él en aquel beso, sólo era el trabajo de un experto. Lo cual no estaba mal. Era justamente lo que hubiese esperado… en caso de haber tenido tiempo para esperar algo.
¿Qué estaba haciendo ella allí?
Cállate y deja que este hombre haga su trabajo. Piensa en él como un sustitutivo sexual. Las más reputadas terapeutas los recomiendan, ¿no es así?
Él se estaba tomando su tiempo, Isabel empezó a excitarse. Su caballerosidad le daba muchos puntos a su favor.
Deslizó la mano bajo el jersey antes de que ella estuviese preparada, pero no intentó detenerlo. Michael estaba equivocado. Ella no necesitaba tenerlo todo bajo control. Por otra parte, el tacto de Dante era agradable, así que estaba claro que ella no era un bicho raro. ¿O sí? Él le desabrochó el sujetador y ella se tensó. Relájate y deja que este hombre haga su trabajo. Esto es completamente natural, a pesar de que él sea un extraño.
Bien, ella iba a permitir que le acariciase los pezones. Sí, tal como estaba haciendo ahora. Era muy habilidoso… se tomaba su tiempo. Quizás ella y Michael se apresuraban demasiado en llegar al final, pero ¿qué otra cosa podía esperarse de dos adictos a los resultados?
Dante parecía disfrutar acariciándole los pechos, lo cual no estaba nada mal. Michael había disfrutado de ellos, pero Dante parecía todo un experto en la materia.
La apartó de la ventana, la llevó hacia la cama y le alzó el jersey. Antes de eso, sólo había podido tocarle los pechos. Ahora también podía verlos, y a ella le pareció una especie de intrusión en su intimidad, pero no se bajó el jersey, pues eso hubiese confirmado la opinión de Michael.
Él le acarició los pechos, y después inclinó la cabeza y se introdujo un pezón en la boca. El cuerpo de Isabel empezó a soltar amarras.
Sintió que los pantalones se deslizaban por sus caderas. Ella era de las que colaboran, por lo que se sacó los zapatos. Él dio un paso atrás para quitarle el jersey y también el sujetador. Era un mago en lo que a ropa femenina se refería. Nada de movimientos torpes o inútiles, todo perfecto y acompañado por los incomprensibles comentarios en italiano susurrados al oído.
Isabel estaba de pie frente a él, con sus braguitas de encaje beige y el brazalete de oro en una muñeca. Él se quitó los zapatos y los calcetines – de un modo armónico- y desabotonó su camisa de seda negra con lentos y expertos movimientos, propios de un stripper masculino, dejando a la vista una bonita musculatura. Aquel hombre trabajaba duro para mantener en forma su herramienta de trabajo.
Posó los pulgares en los pezones de Isabel, aún húmedos. Los apretó entre sus dedos y ella sintió que se salía de su propio cuerpo, que no dejaba de ser una sensación agradable: cuanto más se alejase mejor.
– Bella -susurró él con un ronroneo profundamente masculino.
Alcanzó las bragas de encaje beige, posó la mano en la entrepierna y frotó, pero ella no estaba preparada para algo así. Dante tendría que volver a la escuela de gigolós.
Pronto dejó de pensar, en cuanto un dedo empezó a trazar lentos círculos sobre la tela. Se agarró a sus brazos cuando notó que le fallaban las rodillas. ¿Por qué siempre había creído que era capaz de hacer mejor el trabajo de los otros? Aquello no era sino otra prueba de que ella no era experta en nada, o en casi nada; aunque ya no necesitaba muchas más pruebas al respecto.
Él apartó la braguita con un experto movimiento de su muñeca, tumbó a Isabel sobre la cama y después se colocó a su lado; el movimiento en su conjunto resultó tan exquisito que parecía coreografiado. Él podría escribir un libro: Los secretos sexuales de un gigoló italiano de primera. Ambos podrían escribir un libro. El suyo se titularía: Cómo demostré que era toda una mujer y me hice con las riendas de mi vida. Su editor podría venderlos juntos.
Estaba pagando por eso, y él la tocaba, así que era el momento de tocarle también, a pesar de que pareciese vulgar.
¡No te precipites!
Así pues, empezó su exploración por el pecho, y luego pasó a la espalda. Michael también hacía ejercicio, pero no como aquel hombre. Llegó hasta el abdomen, tan tenso y firme como el de un atleta. Se había sacado los pantalones -¿cuándo lo había hecho?-, y lucía ahora unos calzoncillos bóxer de seda negra.
¡Hazlo ahora!
Le tocó por encima de la fina tela y advirtió que él daba un respingo. Si era algo real o fingido, ella no tenía modo de saberlo. Había algo, sin embargo, que no era una ilusión. Aquel hombre estaba dotado de un don natural para su trabajo.
Él le bajó las bragas ( ¿acaso querías dejártelas puestas? ), cambió de postura y le besó la cara interna del muslo. Una alarma se disparó. La tensión creció al tiempo que apretaba los dientes. Le agarró por los hombros y le apartó de sí. Había cosas que no podía permitir, ni siquiera para librarse de su pasado.
Él alzó la vista. Bajo la tenue luz ella apreció un signo de interrogación en su mirada. Negó con la cabeza. Él se encogió de hombros y se estiró hacia la mesita de noche.
Ella no había pensado en los preservativos. Al parecer, se había puesto como una moto por los efectos del vino. Él se lo colocó con tanta delicadeza como lo había hecho todo hasta entonces. La atrajo hacia su cuerpo, pero ella echó mano de la poca cordura que le quedaba y alzó dos dedos.
– Due?
– Deux, s'il vous plaît.
Con una mirada que parecía dar a entender «extranjera chiflada», él alargó el brazo en busca de otro condón. En esta ocasión, sus movimientos fueron más forzados. No le resultaba fácil colocar látex sobre látex. Ella apartó la mirada, porque aquello le hacía parecer humano, y no era lo que ella deseaba.
Él le acarició la cadera y los muslos. Le abrió las piernas de nuevo, dispuesto a llevar a la práctica más refinamientos, pero aquella intimidad era excesiva para ella. Afloraron lágrimas en sus ojos. Volvió la cabeza y hundió la cara en la almohada antes de que él pudiese darse cuenta. Quería tener un orgasmo, no echarse a llorar con lágrimas de ebria conmiseración. Un orgasmo exquisito que aclarase su mente para poder dedicar todo el tiempo necesario a reinventarse.
Tiró de él para ponérselo encima. Al ver que vacilaba, tiró con más fuerza, y finalmente él cedió. Su pelo rozaba la mejilla de Isabel, que notó su jadeo cuando él introdujo un dedo en su interior. Le gustó, pero él estaba demasiado cerca y el vino se removía incómodamente en su estómago. Tenía que tumbarlo de espaldas para ponerse encima.
Los movimientos de Dante se ralentizaron, haciéndose más intensos, pero ella quería hacer lo que tenían que hacer, y tiró de su cintura para urgirlo a penetrarla. Él movió las piernas y cambió de posición.
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