Se restregó los ojos. Como mínimo, había resuelto el misterio de por qué el alquiler era tan económico.
Apenas tenía fuerzas para salir del coche y cargar con la maleta hasta la casa. El silencio era tan profundo que podía oír su propia respiración. Habría dado cualquier cosa por oír el amistoso sonido de la sirena de un coche de policía o el amable rugir de los motores de un avión camino del aeropuerto de La Guardia, pero sólo oyó el canto de los grillos.
La sólida puerta de madera no estaba cerrada con llave, como el agente inmobiliario había indicado, y chirrió como un efecto sonoro de una mala película. Agitó los brazos para protegerse de una inexistente bandada de murciélagos, pero lo único que salió a su encuentro fue el poco peligroso y húmedo aroma de las piedras antiguas.
«La autocompasión te paralizará, querida lectora. Así pues, evita el pensamiento victimista. No eres una víctima. Estás dotada de un magnífico poder. Eres…»
¡Oh, cállate! , se ordenó.
Palpó la pared hasta dar con un interruptor que encendió una lámpara de pie con una tira de luces navideñas. Echó un vistazo alrededor. El suelo era de baldosas desnudas, había unos cuantos muebles viejos y un banco de piedra de aspecto poco acogedor. Al menos no había vacas.
No podría haber asimilado nada más esa noche, así que cogió su maleta y subió las escaleras. Arriba encontró un lavabo que funcionaba -gracias, Diosa Madre- y un pequeño y austero dormitorio que parecía la celda de una monja de clausura. Después de lo que había hecho la noche anterior, nada hubiese resultado más irónico.
Ren se encontraba en el Ponte alla Carraia, mirando hacia el Arno y los puentes construidos para reemplazar los que la Luftwaffe había volado durante la guerra. Hitler había dejado en pie únicamente el Ponte Vecchio, que databa del siglo XIV. En una ocasión, Ren había intentado hacer saltar por los aires el puente de la Torre de Londres, pero afortunadamente George Clooney lo había impedido.
El viento hizo que un mechón de su pelo le cayese sobre la frente. Se lo había cortado esa misma tarde. También se había afeitado y -dado que esa noche tenía pensado evitar los lugares públicos- se había quitado las lentillas. Sin embargo, se sentía expuesto. A veces deseaba estar fuera de su propia piel.
La mujer francesa de la noche anterior le había asustado. No le gustaba juzgar de forma errónea a los demás. Aunque había logrado el encuentro sexual anónimo que buscaba, algo había ido mal. Siempre se las arreglaba para encontrar problemas incluso cuando no los buscaba.
Un par de rateros se encaminaron hacia él desde el otro lado del puente, mirándole como si calculasen cuán dura sería su resistencia en caso de intentar robarle la cartera. Sus andares, decididos y arrogantes, le hicieron recordar su propia juventud, aunque sus delitos se habían limitado a la autodestrucción. Había sido un punk con cucharilla de plata, un muchacho que comprendió bien pronto que su comportamiento airado era una manera de llamar la atención. Nadie llamaba más la atención que los chicos malos.
Buscó sus cigarrillos, aunque había dejado de fumar hacía seis meses. El arrugado paquete que sacó del bolsillo tenía un solo cigarrillo, el que llevaba siempre consigo. Era un recurso para las emergencias.
Lo encendió, lanzó la cerilla por encima de la barandilla del puente y observó cómo se acercaban aquellos tipos. Le decepcionó que se limitaran a intercambiar miradas con él y siguiesen su camino.
Dio una calada profunda y se dijo que tenía que olvidar lo ocurrido la noche anterior. Pero no sabía cómo hacerlo. Aquella mujer de ojos castaños le había parecido inteligente, y su sofisticación le había excitado, lo que probablemente le había llevado a no darse cuenta de que era una pirada. Al final había tenido la desagradable sensación de que, de algún modo, la estaba violando. Si bien él lo hacía en la pantalla, en la vida real la violación era una aberración inconcebible.
Dejó el puente y caminó sin rumbo por una callejuela desierta, acarreando su sombrío humor, a pesar de que debería sentirse en la cima del mundo. Todo aquello para lo que había trabajado duro estaba a punto de suceder.
La película de Howard Jenks le proporcionaría la credibilidad que tan esquiva le había sido. Aunque tenía dinero más que suficiente para vivir el resto de su vida sin trabajar, le encantaba el mundo del cine, y ése era el papel que había estado esperando, un villano que sería tan memorable para los espectadores como Hannibal Lecter. Aun así, faltaban seis semanas para que diese comienzo el rodaje de Asesinato en la noche , y Florencia le provocaba claustrofobia.
Karli… La mujer de la noche anterior… La idea de que nada de lo que había conseguido significaba nada… Dios, odiaba sentirse deprimido. Con el cigarrillo en la comisura de los labios, metió las manos en los bolsillos, se encorvó de hombros y siguió caminando. El jodido James Dean en el bulevar de los sueños rotos.
Al diablo con todo. Al día siguiente dejaría Florencia.
Isabel se volvió en la cama. Su despertador de viaje marcaba las nueve y media. Debía de ser de la mañana, pero la habitación estaba a oscuras. Desorientada, miró hacia la ventana y vio que las contraventanas estaban cerradas.
Se tumbó de espaldas y estudió la combinación de tejas rojas y gruesas vigas de madera sobre su cabeza. Oyó, procedente del exterior, el ruido de algo que quizá fuese un tractor. Eso fue todo. Nada del sonido tranquilizador de los camiones de la basura, o los melodiosos insultos de los taxistas en lenguas del Tercer Mundo. Estaba en Italia, durmiendo en una habitación cuyo último ocupante, a juzgar por su aspecto, podría haber sido un santo martirizado.
Volvió la cabeza lo suficiente para ver el crucifijo que colgaba de la pared de estuco en la cabecera de la cama. Las odiadas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Lágrimas de añoranza por una vida perdida, por el hombre que creía amar. ¿Por qué no había sido más inteligente, por qué no había trabajado más duro, por qué no había tenido la suerte necesaria para conservar lo que tenía? O aún peor, ¿por qué se había denigrado a sí misma acostándose con un gigoló italiano parecido a un psicópata cinematográfico? Intentó eludir las lágrimas con una oración matutina, pero la Diosa Madre hacía oídos sordos a su hija descarriada.
La tentación de cubrirse la cabeza con las sábanas y no volverla a sacar nunca más era muy fuerte. No obstante, bajó las piernas y tocó con los pies las frías baldosas. Cruzó la inhóspita habitación y salió a un estrecho pasillo con un lavabo en un extremo. Aunque era pequeño, había sido reformado, así que aquella casa tal vez no era la ruina que había supuesto.
Se duchó, se envolvió en una toalla y regresó a la celda del santo martirizado, donde se puso unos pantalones grises y un top sin mangas. Fue hasta la ventana y abrió las contraventanas.
Una cascada de luz la bañó. Entró por la ventana como si la vertiesen con un cubo, y los rayos eran tan intensos que tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio las suaves colinas de la Toscana frente a sí.
– Oh, por todos…
Apoyó los brazos en el alféizar de piedra y fijó la vista en aquel mosaico de miel, ante y peltre que formaban los campos, roto aquí y allá por hileras de cipreses que semejaban dedos señalando hacia el cielo. No había cercados. Los límites entre los campos cultivados, los grupos de árboles y los viñedos estaban indicados por ocasionales valles y caminos.
Estaba observando la Tierra Santa de los artistas renacentistas. Ellos habían pintado los paisajes que conocían como fondo para el retrato de madonnas , ángeles, pesebres y pastores. La Tierra Santa… justo al otro lado de su ventana.
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