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Marion Lennox: El Castillo del Amor

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Marion Lennox El Castillo del Amor

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Si quería casarse con ella… tendría que demostrarle que la amaba. Como viuda y con una hija, era lógico que Susie desconfiara del hombre al que acababa de conocer y que además era el heredero del casillo en el que ella vivía con su pequeña. Seguramente el importante financiero neoyorquino Hamish Douglas querría venderlo. Hamish había pensado convertir el castillo australiano en un hotel de lujo… hasta que conoció a la bella Susie. Por muy seguro que estuviera del éxito de aquel negocio, no podía negar la atracción que había entre ellos. Como tampoco podía echarla a ella y a su bebé de la casa que tanto querían. Sólo había una solución sensata para Hamish… casarse con ella. Pero Susie era la última persona en el mundo que aceptaría un matrimonio de conveniencia…

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Marcia decía que era un maniático del orden. Y Marcia tenía razón.

Casi involuntariamente se acercó de nuevo a la ventana. Susie estaba cavando con ferocidad. La vio entonces parar y pasarse el antebrazo por los ojos.

Estaba llorando.

Debería dormir en el pub. Con competición de dardos o sin ella.

Eso era una bobada. ¿Ponerse sentimental? ¿Qué clase de barón era?

Él era el propietario del castillo. Era lord Hamish Douglas. Ridículo. Si su madre supiera que estaba pasando también lloraría, pensó, haciendo una mueca.

¡Demasiadas lágrimas!

Durante la primera parte de su vida, las lágrimas fue lo único que conoció. Cuando tenía tres años, su padre se suicidó. Ése era su primer recuerdo. Demasiadas mujeres, demasiadas lágrimas, demasiados sollozos…

Las lágrimas no habían parado. Su madre había estado de luto por la muerte de su padre durante el resto de su vida. Seguía estándolo.

«Lávate las rodillas, Hamish. A tu padre no le gustaría verte con las rodillas sucias. Ay, hijo, no puedo soportar que él no vaya a verte nunca más».

Lágrimas.

«Haz tus deberes, Hamish. Si suspendes…». Lágrimas.

«Tu padre estaría tan orgulloso de ti».

Y los sollozos continuaban. Sin fin. Su madre, sus amigas, sus tías.

Había habido lágrimas durante todos los días de su vida hasta que se marchó de casa, entre lágrimas de recriminación, para vivir su propia vida. Había encontrado un trabajo en Manhattan, lejos de su casa en California. Lejos de las lágrimas.

Odiaba los lloros, las emociones sin control.

Los odiaba. Su trabajo era un oasis de calma para él, donde las emociones terminaban. Marcia era una mujer fría, contenida. Una mujer que no lloraba nunca.

No debería haber ido allí, pensó entonces. Aquello del título era absurdo. No pensaba usarlo nunca. A Marcia le gustaba y si quería ponerlo delante de su nombre en las tarjetas, era cosa suya.

Pero Marcia no lloraría nunca.

Debía llamarla, decidió entonces, sacando el móvil de la maleta. Había dieciséis horas de diferencia. Las cuatro de la tarde allí era medianoche en Nueva York. Marcia estaría en la cama, leyendo algún documento legal con la misma pasión que otros leían novelas de misterio.

Contestó a la primera llamada.

– Hamish, estupendo. Ya has llegado. ¿Debo llamarte lord Douglas a partir de ahora?

– Corta el rollo, Marcia.

– Perdona. ¿Qué tal el viaje?

– Bien, gracias.

Hubo un momento de pausa. Ella esperaba que dijese algo más, pero Hamish seguía mirando a Susie por la ventana. Estaba cavando como si le fuera la vida en ello.

– ¿Cómo es? -preguntó Marcia por fin-. Me refiero al castillo.

– Una cura. Tengo a la reina Victoria en el baño.

– ¿Quién?

– La reina Victoria. Pero me he cambiado al que tiene a Enrique VIII.

– ¿De qué estás hablando?

– De retratos. Este castillo está lleno de ellos. La reina Victoria en el baño me molesta.

– Pues quítalo.

Eso sería más sensato. Quitar todos los retratos. Se los enviaría a su tía Molly. En cuanto Susie se fuera.

– ¿Te ha recibido alguien?

– La viuda de Rory Douglas.

– Ah, sí -murmuró Marcia. Hamish la oyó pasar unas páginas hasta que encontró la que buscaba-. Tengo la carta aquí mismo. Fue asesinado por su hermano… por eso has heredado tú. ¿Cómo es?

– Sentimental.

– Una viuda lacrimosa, ya veo. Mi pobre Hamish, qué horror. ¿Va a ser difícil sacarla de allí?

– ¿Qué quieres decir?

– Si ha estado viviendo en el castillo… no será una inquilina de por vida, ¿no?

– No, se ha ofrecido a marcharse esta misma noche.

– Ah, genial.

– Pero no puedo echarla de aquí -dijo Hamish.

– No, bueno, claro. Puede que necesites usar parte del dinero para instalarla en otro sitio. ¿Tiene casa en alguna parte?

– Es americana. Ha dicho que volvía a su casa, de modo que…

– Entonces no es tonta del todo -aprobó Marcia-. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en poner el castillo en venta?

– Pintaré el cartel de Se Vende mañana mismo.

– No, en serio. Hamish, esto vale mucho dinero. ¿Crees que podría convertirse en hotel?

– Sí.

– Hay agencias especializadas en ese tipo de edificios. Te llamaré para darte sus nombres.

– Muy bien.

¿Muy bien?

Claro que sí. Marcia había sugerido lo más sensato. Y sí, debería mandarle el retrato de la reina Victoria a su tía Molly, pensó, mientras miraba a Susie.

– Un filete con patatas.

Hamish acababa de abrir la puerta de la cocina cuando oyó la voz de Susie. La cocina parecía hecha para un ejército. Tenía vigas de madera en el techo, un maravilloso suelo de piedra y una antigua cocina de leña, además de una moderna cocina de gas.

– ¿Cómo le gusta la carne?

– En su punto -contestó Hamish.

– En su punto, ¿eh? -sonrió ella. Había dejado de llorar, afortunadamente.

– ¿Eso es un problema?

– Podría serlo.

– ¿Por qué?

– Depende de cómo salgan. Antes de que usted llegara había pensado hacerme un sándwich de pavo.

– Un sándwich, ¿eh? Eso no es mucha cena.

– No se meta conmigo. Ya lo hace Kirsty.

– ¿Kirsty?

– Mi hermana. Ella y su marido son los médicos de la localidad. Kirsty me dijo que debería preparar algo bueno para celebrar su llegada y me ha traído estos filetes hace unos minutos. Se habría quedado para saludarlo, pero tenía una emergencia.

– Ah, ya veo.

– Pero me ha dejado a Boris , por si acaso usted se metía conmigo.

Boris era un perrucho marrón que estaba tumbado debajo de una silla. Una niña de un año, más o menos, movía una galleta sobre su cabeza y el perrillo la miraba esperando con eterna paciencia a que se le cayera.

– ¿Qué haría Boris si me metiera con usted?

– Ya se le ocurriría algo -contestó Susie-. Es un perro lleno de recursos.

Los filetes estaban colocados sobre la mesa. Tenían un aspecto magnífico.

– ¿Cómo piensa hacerlos?

– Voy a freírlos -contestó ella-. Eso no suena muy difícil.

– ¿También piensa hacer patatas fritas?

– Sí… bueno, son congeladas. Kirsty las ha traído. Se meten en el horno y están hechas en tres minutos.

– Dígame que no es usted responsable del retrato de la reina Victoria -sonrió Hamish, pensando en Jodie. A Jodie le encantaría aquel castillo.

– No, la tía Deirdre es quien colgó ese retrato. Angus le dio carta blanca para decorar el castillo… pero también le dio un presupuesto muy pequeño. En fin, no lo hizo tan mal.

– Sí, bueno…

Susie pasó a su lado para abrir la nevera y Hamish empezó a sentirse desorientado. Se había duchado desde que la vio en el jardín. Llevaba unos vaqueros limpios y una camiseta rosa. El pelo, sujeto en una coleta, parecía menos rebelde. Y olía a limón.

– Mamá… mamá…

– Cariño -sonrió Susie. Y eso fue suficiente para que Hamish volviese a la realidad. Su madre lo llamaba «cariño» cuando quería manipularlo.

Entonces dejó de pensar en lo bien que olía y en lo bien que le quedaban los vaqueros, y pensó en cambio en lo estupendo que era que Marcia y él tuvieran toda su vida bajo control, no tener que soportar una existencia llena de lágrimas.

– ¿Qué hace? -le preguntó al ver que echaba un litro de aceite en la sartén.

– Poner aceite.

– ¿Quiere ahogar a los filetes?

– Pues…

– ¿Hay un delantal por ahí?

– ¿Lo dice en serio? -sonrió Susie.

– Me temo que esto de cocinar no es lo suyo.

– ¿De verdad sabe cocinar?

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