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Marion Lennox: El Castillo del Amor

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Marion Lennox El Castillo del Amor

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Si quería casarse con ella… tendría que demostrarle que la amaba. Como viuda y con una hija, era lógico que Susie desconfiara del hombre al que acababa de conocer y que además era el heredero del casillo en el que ella vivía con su pequeña. Seguramente el importante financiero neoyorquino Hamish Douglas querría venderlo. Hamish había pensado convertir el castillo australiano en un hotel de lujo… hasta que conoció a la bella Susie. Por muy seguro que estuviera del éxito de aquel negocio, no podía negar la atracción que había entre ellos. Como tampoco podía echarla a ella y a su bebé de la casa que tanto querían. Sólo había una solución sensata para Hamish… casarse con ella. Pero Susie era la última persona en el mundo que aceptaría un matrimonio de conveniencia…

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– Es un castillo falso -protestó Hamish.

– Un castillo es un castillo -declaró Jodie-. Que no tenga seiscientos años no significa que no sea un castillo de verdad. Y la idea de Marcia de ponerlo a la venta sin verlo siquiera es completamente ridícula. He estado hablando con Nick y…

– ¿Nick?

– Mi pareja -contestó ella, con exagerada paciencia-. El hombre con el que comparto mi vida. Es carpintero. Antes era asistente social y trabajaba con niños discapacitados, pero el trabajo lo dejaba agotado y deprimido. Le encantaba, pero era muy duro para él. Es casi tan guapo como usted y le hablo de él todo el tiempo. Pero, claro, usted no me escucha nunca.

Hamish parpadeó. Luego miró su reloj, sin saber qué hacer. Pero enseguida dejó los papeles sobre la mesa. Jodie era una secretaria estupenda, aunque poco convencional, y sería más conveniente pasar unos minutos con ella intentando convencerla para que se quedara que contratar a otra y tener que enseñarle…

– No me haga esto -le suplicó Jodie entonces-. Estoy intentando cambiar su vida, no el horario de una reunión.

– ¿Perdona?

– Usted no ve nada más que el trabajo. La gente dice que del amor no sabe nada. Eso explicaría su relación con Marcia, claro, pero yo no quiero meterme en cosas que no me atañen. Lo único que sé es que no ve la vida. Le han dado una oportunidad fantástica y va a tirarla por la ventana.

Hamish se sentó.

– Eso es…

– Una impertinencia, ya lo sé. Pero alguien tenía que decírselo. Nick acaba de conseguir un contrato para reconstruir el coro de una vieja iglesia en Nueva Inglaterra y me voy con él, por eso tengo que dejar el trabajo. Pero antes de irme he decidido intentar salvarle a usted. Pasarse la vida entera ganando dinero es una soberana estupidez, señor Douglas. Tener un castillo y no ir siquiera a verlo es una locura, así que he cancelado todas las reuniones que tenía planificadas para las siguientes tres semanas. A partir del lunes que viene ya no estaré aquí y, si tiene dos dedos de frente, tampoco estará usted.

– No puedo hacer eso.

– Claro que puede… lord Douglas.

– Jodie…

– ¿Sí? -sonrió ella, encantada con su papel de Santa Claus-. He reservado un billete de avión desde el aeropuerto Kennedy hasta Sidney. Y habrá un coche esperándolo allí para llevado a Dolphin Bay. He reservado dos asientos, por si quiere llevar a Marcia, pero les he dicho que seguramente cancelaría uno de ellos.

– Marcia no vendrá.

– No, pero usted sí. Lleva en este trabajo casi diez años y nadie recuerda que se haya tomado nunca unas vacaciones. Sí, claro, ha estado en reuniones en Suiza y en la Costa Azul, pero trabajando. Y ya es hora de que viva un poco la vida antes de casarse con Marcia.

– No puedo hacer eso -insistió él, aunque ya no estaba tan convencido.

– Los demás socios saben que se va de vacaciones y saben por qué. Ha heredado un castillo y todos han pedido que traiga fotos. Así que, si decide quedarse, quedará como un memo.

– ¿Perdona?

– Así es como se habla en la calle, señor Douglas. Algo que usted necesita aprender. Si va a pasar de corredor de Bolsa a aristócrata, a lo mejor necesita un poquito de experiencia vital entre una cosa y otra.

– Mira, gusano estúpido, si no sales de ahí te cubriré de cemento.

El pelo de Susie intentaba escapar de la cinta y se le metía en los ojos. Pero al intentar apartarlo se manchó la cara de barro. Genial.

Aquélla era su ocupación favorita, hacer agujeros en el barro. Estaba construyendo un camino desde la cocina hasta el invernadero, pero el suelo se había hundido con las lluvias del último mes y tenía que alisarlo para echar cemento antes de colocar las losas.

Rose dormía plácidamente en el salón, el sol le daba en la cara y Susie se sentía estupendamente bien.

Pero tenía que sacar a aquellos gusanos del barro.

– Voy a llevaros a la caja de abono -les dijo-. El abono es como el cielo para los gusanos. Ah, mira éste qué gordito…

Entonces alguien puso una mano en su hombro.

Susie, que llevaba puestos los cascos, y no había oído nada, lanzó un grito, se incorporó a toda prisa y dio un paso atrás.

El extraño la estaba mirando con expresión burlona.

Y era un extraño que parecía recién salido de un yate de lujo o algo parecido. Llevaba unos pantalones de color claro, un polo blanco y una chaqueta de ante colgada al hombro.

Y unos zapatos de ante color crema.

Zapatos de ante color crema. Allí.

Era un hombre alto, atlético, con el pelo negro, bonita piel, una sonrisa preciosa…

Había un coche negro aparcado en el patio, se fijó entonces. Estaba tan concentrada en sus gusanos que no se había dado cuenta de nada.

Podría haber sido un asesino, pensó entonces, angustiada.

Aunque… quizá lo estaba esperando. Aquel hombre tenía que ser el nuevo barón de Loganaich.

Quizá debería haber organizado una guardia de honor o una salva de cañonazos.

– ¿Es usted la jardinera? -le preguntó, mientras ella intentaba limpiarse la cara de barro.

– Sí, soy la jardinera -contestó Susie-. Y todo demás. Ama de llaves, cocinera y encargada del castillo de Loganaich. ¿Quién es usted?

Pero él estaba mirando hacia otro sitio, hacia una enorme bola dorada a un lado del jardín.

– ¿Qué es eso?

– Una calabaza -contestó ella, orgullosa-. Se llama Priscilla. ¿A que es estupenda?

– No me lo puedo creer.

– Pues será mejor que se lo crea. Es una Dills Atlantic gigante. Este año decidimos cultivar éstas en lugar de las Queensland Blues … nos hemos pasado siglos en Internet buscando algún sitio para comprar las semillas. Claro que no están tan sabrosas como las otras. En realidad, sólo sirven para dar de comer al ganado… pero, ¿qué más da?

– Ya, claro -murmuró él, confuso.

– El único problema es que necesitamos a cinco levantadores de peso para moverla. Nuestro mayor competidor también ha cultivado Dills esta temporada, pero no tiene tanta experiencia como nosotros. Este año el trofeo a la calabaza más grande de Dolphin Bay es nuestro, seguro.

– Seguro -repitió él, perplejo.

Aquella conversación no iba a ninguna parte, evidentemente.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó, señalando el castillo.

– Yo estoy en casa. Rose y yo.

– ¿Rose?

– Mi hija. ¿Es usted…?

– Hamish Douglas. Estoy buscando a Susie Douglas.

– Ah.

Entonces, era el nuevo barón.

Pensaba que se parecería a Rory.

Pero no se parecía a ninguno de los Douglas que ella había conocido. Era más alto, de huesos más largos, mas atlético. Era un Porsche comparado con el Land Rover que había sido Rory, decidió, acercándose y cojeando ligeramente al hacerlo, para estrechar su mano. Aún le dolían un poco las piernas desde el accidente en el que murió su marido y era peor cuando estaba en cuclillas mucho tiempo.

– Susie Douglas soy yo. Hola.

– Hola -sonrió él, estrechando su mano… y mirándosela después.

– Está casi limpia -le espetó ella, indignada-. Además, es sólo tierra. Con unos cuantos gusanos.

– ¿Gusanos?

– Lombrices de tierra, ya sabe. Para su información, esas lombrices son las responsables de que Priscilla haya crecido tanto. Pero voy a meterlas en la caja del abono, no se preocupe. Quiero poner unas losas desde la cocina al invernadero y no me gustaría nada ahogar a un montón de lombricillas bajo kilos de cemento. ¿Quiere que le enseñe el invernadero?

– Esto… sí, claro -contestó Hamish, completamente despistado.

– Será mejor que se lo enseñe, ya que está aquí. Ha heredado usted todo esto y el invernadero es maravilloso. Estaba hecho un asco cuando yo llegué, pero lo he reconstruido. Es casi como las rosaledas que hay en Inglaterra.

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