Marion Lennox - El Castillo del Amor

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Si quería casarse con ella… tendría que demostrarle que la amaba.
Como viuda y con una hija, era lógico que Susie desconfiara del hombre al que acababa de conocer y que además era el heredero del casillo en el que ella vivía con su pequeña. Seguramente el importante financiero neoyorquino Hamish Douglas querría venderlo.
Hamish había pensado convertir el castillo australiano en un hotel de lujo… hasta que conoció a la bella Susie. Por muy seguro que estuviera del éxito de aquel negocio, no podía negar la atracción que había entre ellos. Como tampoco podía echarla a ella y a su bebé de la casa que tanto querían. Sólo había una solución sensata para Hamish… casarse con ella.
Pero Susie era la última persona en el mundo que aceptaría un matrimonio de conveniencia…

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– Puedo hacer unos filetes.

– ¿Le gustaría hacer también una ensalada? Yo puedo mezclar lechuga y tomate… algo más sería problemático.

– Sí, puedo hacer una ensalada -suspiró él-. Pero necesito un delantal.

– Un delantal… -murmuró Susie, mirando alrededor-. Es que yo no uso, pero seguro que Deirdre tenía alguno por aquí -añadió, abriendo un cajón-. Ah, aquí están. Éste le quedará estupendo.

Sí, genial. Un delantal de color rosa con un lazo. Hamish podía ver la portada del Financial Review . Había gente en Nueva York que mataría por verlo con ese delantal.

– ¿Hay una lavadora en el castillo?

– Sí.

– Entonces prefiero no ponerme el delantal. Si me mancho la camisa la lavaré mañana. Las patatas…

– Ah, sí -sonrió Susie, metiéndolas en el horno. Vamos a llevarnos bien. Usted sabe cocinar, yo no. Somos una pareja de cine.

Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se puso colorada. El rubor empezó en su frente y siguió hacia abajo… Encantadora, pensó Hamish. Guapísima.

Pero tenía que concentrarse en otra cosa, pensó, mirando a Rose, que sólo llevaba el pañal y una camisetita blanca. Tenía el pelo rojizo, lleno de rizos, como su madre. Y miraba con sus enormes ojos verdes como si esperase que la distrajera.

Hamish se sintió incómodo. Nunca lo habían mirado así.

En realidad, él nunca había estado con una niña tan pequeña.

La situación se le estaba escapando de las manos.

Rose soltó una risita y empezó a mover la mano con la que sujetaba la galleta. Se le cayó. En el suelo, Boris se levantó de un salto y atrapó la galleta, que desapareció en una milésima de segundo dentro de su boca.

Rose y su madre, y Hamish, lo miraron. Boris miraba a Rose con adoración.

Hamish soltó una carcajada.

Susie lo miró.

– ¿Qué? -preguntó él, desconcertado.

– Nada.

– ¿Por qué me mira así?

– Es que… por un momento… los Douglas. Angus y Rory tenían la misma risa. Una risa ronca, masculina. Y está aquí otra vez. En esta cocina. Donde debe estar.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. ¿Sabría aquella mujer el poder que tenía para conmover?, se preguntó.

Él nunca había conocido a su padre. Tenía un vago recuerdo de él, una presencia gris, casi fantasmal, pero eso era todo. Había visto fotografías de un hombre que no se parecía a él en absoluto. No había, conexión alguna entre los dos.

Y, de repente, la había.

Pero a él no le gustaban las emociones.

– Yo no me parezco nada a los Douglas -dijo, con más brusquedad de la que pretendía-. Mi padre murió cuando yo tenía tres años y no he tenido contacto con nadie de mi familia.

– Pero es usted un Douglas.

– Sólo por el apellido.

– ¿No quiere ser un Douglas?

No si eso significaba experimentar tantas emociones, pensó Hamish.

– Bueno, es hora de hacer los filetes. Cuatro minutos por cada lado… sin tanto aceite. No tenemos tiempo de seguir charlando.

– ¿No le gusta charlar mientras cocina?

– No.

– Bueno, entonces yo me dedicaré a las patatas -murmuró Susie-. Sé cuándo callarme, no se preocupe.

– No he querido ser grosero.

– Ni yo tampoco. Pero a lo mejor es así como tiene que ser. Usted no quiere ser un Douglas y a mí me resulta difícil estar cerca de uno de ellos. Así que vamos a pasar la noche lo mejor que podamos y luego cada uno irá por su camino.

Capítulo 3

La despertó alguien cantando.

Debía estar soñando, pensó Susie, volviendo a cerrar los ojos de nuevo.

Pero no, alguien estaba cantando en el jardín. Una canción de piratas o algo parecido…

¿Hamish?

Era temprano. Muy temprano. Y no le había resultado fácil conciliar el sueño la noche anterior. Rose seguía durmiendo y no tenía que levantarse todavía. No quería levantarse.

De modo que volvió a cerrar los ojos. Pero Hamish seguía cantando.

Susie abrió un ojo y miró el despertador. Las seis de la mañana.

Aquel hombre estaba loco, decidió. Cantando en el jardín a las seis de la mañana…

Pero tenía una bonita voz.

Muy bien, echaría un vistazo, decidió, saltando de la cama…

¡Estaba cavando! ¡Cavando en el camino que llevaba de la cocina al invernadero!

– ¿Qué está haciendo? -le gritó.

Hamish se detuvo y levantó la cabeza. Llevaba unos pantalones cortos.

Nada más.

Aquél no era el cuerpo de un corredor de Bolsa, pensó Susie. No, tenía sus abdominales marcados. El torso bronceado y unos bíceps de ensueño, como si pasara la mitad de su vida trabajando en el campo y no en una oficina.

Y unas piernas tremendas.

– ¿De quién son esas botas?

– Las he encontrado en la cocina -contestó él-. He pensado que si había heredado el castillo con todo su contenido, las botas también eran mías. Son un poco grandes, pero me he puesto dos pares de calcetines. ¿Qué le parecen? -sonrió luego, levantando un pie.

Susie tuvo que sonreír también. Boris , que había estado tumbado a su lado, se levantó y lamió la bota. Sólo para probarla…

– Bonitos elefantes -dijo Hamish entonces. Susie se miró. Llevaba un pijama de pantalón corto y camiseta con elefantes amarillos.

– Gracias.

– En Manhattan sería la sensación.

– No creo que Manhattan esté preparado para este pijama. ¿Se puede saber qué está haciendo?

– Terminar de cavar.

– Pero…

– He echado la tierra cerca del abono. No sabía si debía echarla dentro… y los gusanos están en el cubo amarillo.

– Los gusanos son muy importantes.

– Por eso los he puesto en el cubo -sonrió él, burlón.

– No tiene por qué reírse de mí.

– No me estoy riendo de usted.

Los dos se quedaron en silencio.

– No se tiene un cuerpo así trabajando en una oficina -dijo Susie por fin.

– Es que voy al gimnasio. Hay uno en el edificio en el que vivo.

– Ah.

– Bueno, ¿entonces he hecho bien? Sólo quería echarle una mano.

– Sí, claro. Le estoy muy agradecida.

– ¿Qué pensaba hacer una vez que el camino estuviera limpio?

– Hay un montón de losetas bajo ese limonero -contestó ella, señalando con la mano.

Él miró e hizo una mueca.

– ¿Ésas? Deben de pesar una tonelada. ¿Pensaba hacerla usted sola?

– Pues claro.

– Pero se habría hecho daño. El abogado me dijo…

– Estoy bien.

– Pero cojea un poco.

– No cojeo mucho, estoy bien -Susie respiró profundamente-. Además, da igual. Ahora son sus losetas.

– Susie -dijo él entonces, tuteándola por primera vez-. ¿De verdad tienes que irte hoy mismo?

– Pues…

– Yo voy a estar aquí sólo tres semanas. He recibido una llamada de Estados Unidos, por eso me he levantado tan temprano. La mejor manera de vender este sitio es con la ayuda de unos especialistas en hoteles «con encanto», por lo visto. Va a venir uno para hacer una valoración y si le gusta, lo pondrá en el mercado. Llegará a Sidney la semana que viene. Marcia cree que debería convencerte para que te quedaras hasta entonces.

¿Marcia?, se preguntó Susie. Pero decidió no preguntar.

– ¿Qué quieres que diga?

– Tú conoces mejor que nadie la historia del castillo. El agente cree que eso es importante. Si la gente viene a un sitio exclusivo, quiere que haya un toque personal. Querrán saber cosas de Angus, de la familia, del castillo en Escocia. Todo eso.

– Se lo dejaré por escrito.

– Venderé el castillo por más dinero si estás aquí para hacer una visita guiada -insistió Hamish-. La viuda del sobrino de lord Angus Douglas…

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