Marion Lennox - En un lugar del corazón

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A Luke Grey lo acababan de dejar al cuidado de una hermanastra que ni siquiera sabía que existiera. Un ejecutivo soltero como él no podía hacerse cargo de una niña tan pequeña, así que… ¿a quién se lo podía pedir?
En el orfanato de Bay Beach llegó a un trato con Wendy Mather: ella cuidaría a la pequeña si él les proporcionaba un hogar donde pudiera cuidar también de otra niña. ¡La casa de Luke era perfecta para tal propósito! Siempre y cuando él no se acostumbrara a tener una familia tan perfecta…

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– ¡El mar! -dijo, exultante-. ¡Mira, Gabbie, el mar! -más allá de la amplia terraza y de un prado donde pastaban plácidamente las vacas, se extendía el océano. Desde allí parecía verse una playa de arena. Quizá incluso pudieran nadar. ¡Era maravilloso!-. ¡El mar, el mar, el mar! -Wendy alzó a Gabbie y dio vueltas con ella en brazos. El placer brillaba en sus ojos. Aquello parecía un sueño-. Nos va a encantar vivir junto al mar, Gabbie, cariño. Cuando tu madre no te quiera, vivirás aquí conmigo. Junto al mar. En esta casa, que va a ser el lugar más maravilloso de la tierra -luego, sonriendo, dejó a Gabbie en el suelo, se arremangó y observó a Luke con mirada especulativa-. Solo hace falta un poco de trabajo.

– Eh, yo soy agente de bolsa -dijo Luke, alarmado, adivinando lo que ella tramaba-. No limpiador.

– Y yo soy trabajadora social, y Gabbie es una niña de cinco años bajo custodia del estado. Pero, desde este momento, todos somos limpiadores. La necesidad manda, señor Grey. Gabbie, vamos a elegir una habitación para ti, y la limpiaremos de arriba abajo. Porque la habitación de Gabbie es la más importante de la casa.

– ¡Eh!

– ¿Sí? -Wendy alzó las cejas amablemente-. ¿No le parece bien?

– Podemos pagar a alguien para que venga a limpiarla.

– Esta noche, no. Nosotros somos los limpiadores. Si quiere que convirtamos esto en un hogar, tendrá que esforzarse un poco.

– No voy vestido para limpiar -miró su chaqueta de cuero y sus pantalones inmaculados.

Wendy sonrió.

– ¿Y tiene ropa de limpiar en su casa? Vamos, Luke Grey. Sorpréndame. Dígame que tiene monos viejos manchados de pintura en el garaje… para esas chapuciIlas que hace los fines de semana.

El puso una media sonrisa.

– Bueno, tal vez no.

– Y esa ropa que lleva no es la mejor que tiene, ¿a que no?

Luke pensó en sus trajes de diseño.

– ¡Demonios, claro que no!

– ¿Lo ve? Podría haber sido peor -dijo ella alegremente, colocando con cuidado el capazo de Grace sobre un butacón cubierto de polvo y cubriéndolo con un chal-. Bueno, ya está. Su hermanita está plácidamente dormida, y a los demás nos toca trabajar. La habitación de Gabbie, lo primero.

– Pensaba que… -Luke estaba tan asombrado que apenas podía hablar-… la cocina, tal vez…

– Tenemos dos niñas, Luke Grey -dijo ella suavemente-. Hay que establecer las prioridades. Hay que hacer fuego… fuera, creo, porque apuesto a que la chimenea está bloqueada, y necesitamos agua caliente. Hará falta uña persona valiente para encender el fogón de la cocina, y quizá yo no sea la persona adecuada. Al menos, esta noche no. Y si yo no tengo suficiente valor, estoy segura de qué usted tampoco. ¡Irnos a un hotel! Cielos, qué estupidez. Bueno, Luke. Bueno, Gabbie. Hagamos de esta casa un lugar habitable.

Si alguien le hubiera dicho a Luke cuando se había despertado aquella mañana que, en lugar de volar a Nueva York, se pasaría la tarde de rodillas con un cepillo de raíz en la mano y la nariz en el polvo, le habría contestado que estaba soñando.

Pero eso era justamente lo que había ocurrido. Wendy no lo dejó parar ni un momento. Mientras Grace dormitaba, lo puso a trabajar como si no hubiera más días y, con la etiqueta de «estúpido» zumbándole en las orejas, él apretó los dientes y obedeció.

La habitación que Gabbie había elegido era un cuartito diminuto adosado a un extremo de la casa. Las ventanas daban sobre el océano, pero la niña no lo había elegido por eso.

– Dime dónde vas a dormir tú -le había pedido a Wendy, y esta había asentido y había elegido cuidadosamente la habitación cuya puerta interior daba a aquel cuartito.

– Así podremos dormir con las puertas abiertas y hablar -le había susurrado a Gabbie, y Luke se había preguntado, no por primera vez, qué había detrás del terror de aquella niña.

Aunque no había tenido mucho tiempo para hacerse preguntas.

– No nos iremos a la cama hasta que la habitación de Gabbie quede perfecta -decretó Wendy, y, mientras él fregaba, ella salió al exterior llevando sábanas, mantas, alfombras y cortinas para colgarlas en el viejo tendedero. Armó a Gabbie con una escoba, se buscó una más grande para ella, y las dos juntas comenzaron a librar a toda aquella ropa de generaciones y generaciones de polvo.

Después de airear las mantas a la brisa del mar y de inspeccionar el trabajo de Luke, Wendy decretó la recogida de la ropa. Tuvo a Gabbie entrando y saliendo con almohadas sobre la cabeza, y puso a fregar a Luke como si su vida dependiera de ello.

Aquella no era una relación jefe-empleada, se dijo Luke amargamente. Y, si lo era, estaba claro quién era el jefe. Y, desde luego, no era él.

Finalmente, sin embargo, Wendy ordenó parar.

– Bien. Tenemos una habitación y un cuarto de estar limpios. Más o menos. Ahora, hay que cenar.

– Cenar… -Luke se sentó en el suelo y contempló el resultado de sus esfuerzos con una especie de orgullo desinteresado.

La habitación de Gabbie tenía buen aspecto. Habían desencajado las dos ventanas intactas y desde ellas se veía el mar. Luke tenía la impresión de haber retrocedido veinte años. Había dormido muchas veces en aquella habitación, recordó. Su habitación oficial era una de las grandes de la parte frontal de la casa, pero la habitación contigua a aquella había sido la de su madre y, a veces, él dormía en aquel cuartito cuando estaba enfermo, o cuando lo estaba su madre y él tenía miedo, o en los días anteriores a su partida hacia el internado. Le gustaba aquella habitación porque podía hablar con su madre hasta que se quedaba dormido. Eso era lo mejor…

La cama estaba cubierta otra vez con una colcha bordada que recordaba haber visto hacer a su madre y a su abuela, y había un cuadro en la pared que su abuelo había comprado. Al abuelo le habría gustado que Gabbie durmiera bajo aquel cuadro, decidió Luke, y sorprendió a Wendy mirándolo con una expresión extraña. Como si;adivinara lo que estaba pensando.

Pero ella no dijo nada. En lugar de eso, le dirigió una sonrisa burlona.

– ¿Durmiéndose en los laureles, señor Grey?

– No sé por qué no -respondió él, molesto-. Creo que me lo merezco -levantó las manos-. Mire. ¡Ampollas! Tengo las manos de una fregona, señorita. Y…

– ¿Y?

– Tengo hambre.

En realidad, estaba muerto de hambre. Pero no había comida en la casa.

– Todo está arreglado -Wendy sonrió más ampliamente, y él la miró, sorprendido. Realmente, era una mujer extraordinaria-. Me he tomado la libertad…

– ¡Otra libertad! -gruñó él, poniéndose en pie y mirándose las manos con horror-. Mujer, si se toma alguna más…

– El taxista que ha traído mi equipaje volverá a las siete y media -dijo ella, imperturbable, y miró el reloj-. Solo quedan diez minutos. Va a traer un montón de comida. Le di una lista. Incluyendo comida para niños, pañales… ¡y pizza!

– ¡Pizza! ¿Vamos a tener una pizza dentro diez minutos?

– Primero nos lavaremos y luego comeremos -dijo ella-. He encontrado jabón y he sacudido algunas toallas. llas. Cenaremos fuera, junto al fuego, señor Grey. Lávese y podrá reunirse con nosotras.

¿Cómo iba él a resistirse a semejante invitación? Se dirigió al cuarto de baño, que, aunque deteriorado por el tiempo, aún olía extrañamente a su madre y a su abuela. Se lavó con agua fría y luego se quedó un buen rato mirándose al espejo polvoriento.

La última vez que se había mirado en aquel espejo, era un niño. Había vuelto del internado para pasar el fin de semana en casa y su abuela había sufrido un ataque al corazón.

– Ve a lavarte, chico -le había dicho un vecino, compadeciéndose de él. La ambulancia se había ido, y el niño no podía quedarse allí, solo-. Te llevaremos de vuelta a la escuela.

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