– Hacía mucho tiempo que Nathan y yo no íbamos juntos a algún sitio y nos divertíamos tanto -dijo Daisy justo antes de sentarse en la silla de al lado-. Muchísimas gracias, Jack.
– No se merecen. -Jack apoyó las manos sobre el vientre y cruzó los pies a la altura de los tobillos. Intentó apartar de su mente cualquier pensamiento relacionado con los pechos de Daisy. El fuego crepitaba. Entre silencio y silencio, Daisy le habló un poco más de sus planes de vender la casa que había compartido con Steven y de montar su propio estudio fotográfico. Estaba preparada para iniciar su nueva vida, realmente se sentía ansiosa por ponerse manos a la obra.
Hablaron de Billy y de su familia, y ella le puso al corriente de las últimas novedades sobre Lily. El divorcio de su hermana se concretaría en cuestión de días. Según Daisy, Lily había ordenado por fin y definitivamente sus pensamientos. Jack tenía sus dudas, pero no dijo nada al respecto.
– Estar en Tejas otra vez me trae un montón de recuerdos -dijo Daisy-. La mayoría buenos. -Jack sintió el peso de su mirada y volvió ligeramente la cabeza hacia ella. La luz del fuego danzaba en su cabello y en su rostro-. ¿Te acuerdas de cuando Steven, tú y yo construimos aquella cápsula del tiempo con una lata de café y la enterramos de tu casa? -le preguntó.
Sí, por supuesto que se acordaba, pero negó con la cabeza y levantó la vista hacia el cielo, negro como el azabache y punteado de estrellas. Se limitó a esperar que ella se olvidase de eso y pasase a otro tema, pero ya debería conocerla mejor.
– Metimos nuestros mejores tesoros en aquella lata, y dijimos que la desenterraríamos al cabo de cincuenta años -explicó a Jack.
Daisy rió con gusto y Jack se volvió para mirarla.
– No recuerdo qué metí yo -dijo Daisy; recapacitó durante unos segundos y después chasqueó los dedos-. ¡Oh, sí! Un anillo con un diamante falso que tú ganaste para mí en una feria. También un pasador que Steven había encontrado en alguna parte y que me había regalado. Tú metiste un coche de juguete Matchbox, y Steven unos cuantos soldaditos de color verde. -Le miró fijamente y frunció el ceño-. Había algo más.
– Tu diario -dijo Jack.
– Es verdad. -Daisy se echó a reír, pero se detuvo de pronto-. ¿Cómo es posible que te acuerdes?
Jack se encogió de hombros y se puso en pie para ir a avivar el fuego.
– Supongo que tengo buena memoria -le respondió.
– ¿Desenterraste la lata? -Jack se mantuvo en silencio, y Daisy se levantó y se acercó a él-. ¿Lo hiciste? -insistió.
Él empujó uno de los troncos con la punta de la bota, y un puñado de destellos rojos se elevó en la oscuridad.
– Lo hicimos Steven y yo.
– ¿Cuándo? -preguntó ella.
– Una semana después de que la enterrásemos. Teníamos que saber qué habías escrito en tu diario. La curiosidad pudo con nosotros -confesó Jack.
Daisy se aclaró la garganta.
– Invadisteis mi intimidad. Abusasteis de mi confianza. ¡No hay derecho!
– Sí, y, por lo que recuerdo, tu diario era un auténtico tostón. Steven y yo estábamos convencidos de que leeríamos un montón de intimidades jugosas, como que estarías enamorada de alguien o que te habrías besado con algún chico. También queríamos saber qué pasaba en esas fiestas para chicas a las que solías asistir. -Jack se metió las manos en los bolsillos de sus Levi’s y se apoyó en la otra pierna-. Si mal no recuerdo, de lo único que hablabas era de tu jodido gato.
– ¿Te refieres al Señor Skittles ? -Daisy abrió la boca de par en par, cogió a Jack por el brazo y lo obligó a volverse hacia ella-. ¿Leísteis mis reflexiones privadas sobre el Señor Skittles ?
– Odiaba a ese gato. Cada vez que iba a tu casa me lo encontraba en la entrada y me dedicaba un bufido -reconoció Jack.
– Eso era porque sabía que no venías con buenas intenciones.
Jack se rió ante la ocurrencia y se quedó mirando a Daisy: el reflejo de las llamas danzaba por sus mejillas y su nariz. En lo que a Daisy respectaba, las intenciones de Jack nunca habían sido buenas. Jack cogió la mano de Daisy para apartarla de su chaqueta, pero finalmente no la soltó.
– No sabes de la misa la mitad -le dijo Jack.
– Sylvia me contó que te había enseñado el trasero en quinto.
Había visto unos cuantos traseros en quinto.
– No era tan bonito como el tuyo -le dijo él, y se acercó la mano de Daisy a los labios para besarle los nudillos. Después la miró a los ojos y añadió-: Tu trasero ha sido siempre el mejor.
Daisy parpadeó y entrecerró los ojos. Tenía los labios ligeramente separados. Deseaba a Jack tanto como la deseaba él. Habría sido la mar de sencillo pasar la otra mano por la nuca de Daisy y atraerla hacia sí para besarla… El deseo se enroscaba en sus entrañas y le instaba a abrazarla con fuerza. Soltó la mano de Daisy.
– Te he echado de menos, Jack -dijo ella-. No me había dado cuenta de lo mucho que te añoraba hasta que volví por aquí. -Dio un paso hacia él y se puso de puntillas. Deslizó las palmas de las manos por su chaqueta hasta llegar a su cuello-. ¿Me has echado de menos alguna vez? -Le besó con mucha suavidad-. ¿Aunque sólo fuese un poco?
Jack seguía sin inmutarse, mirándola fijamente a los ojos. Su pecho subía y bajaba al respirar.
– ¿A pesar de que no quisieses echarme de menos? -insistió Daisy.
El nudo que el deseo había provocado en su estómago le apretaba cada vez con más fuerza, así que aferró los hombros de Daisy y la apartó de sí.
– Ya está bien, Daisy.
Daisy alzó la mirada y le dijo:
– Matt Flegel me ha pedido que salgamos juntos.
«Mierda», pensó Jack.
– ¿Vas a salir con él?
– ¿Te importa?
La miró fijamente a los ojos e, intentando disimular que lo que le apetecía era darle un buen puñetazo a ese Bicho, dijo:
– No. Por mí puedes hacer lo que te plazca.
– Entonces es probable que salga con él. -Daisy giró sobre sus talones y le dio las buenas noches mientras se marchaba como si de pronto se hubieran desvanecido los deseos de besarle que había sentido hacía escasos minutos. Jack la vio desaparecer dentro de la tienda y volvió a concentrarse en el fuego.
Daisy podía hacer lo que le viniese en gana, se dijo al sentarse. Y él también. No se había acostado con nadie desde que habían hecho el amor encima del maletero del Lancer. Tal vez fuera ése el problema. Tal vez si se acostase con otra mujer podría sacarse a Daisy de la cabeza.
Esperó a que las ascuas se convirtieran en ceniza y entró en la tienda. Cuando su visión se ajustó a la oscuridad, descubrió que Nathan había elegido el saco de dormir que estaba en un extremo, así que Daisy estaba en el medio. Jack no sabía si a Daisy le incomodaba dormir tan cerca de él, pero lo cierto es que no lo parecía, pues dormía como un tronco.
Jack se quitó las botas y la chaqueta y se metió en su saco de dormir. Colocó las manos debajo de la cabeza y se quedó mirando el techo de la tienda durante un rato. Oía respirar a Daisy. Casi distinguía el suave paso del aire entre sus labios.
Volvió la cabeza y la observó en la semipenumbra. Le daba la espalda y su cabello cubría casi toda la almohada. Había hecho el amor con ella. La había dejado embarazada, pero jamás habían pasado una noche juntos. Nunca la había visto dormir.
Sus últimos pensamientos antes de que el sueño lo venciera estuvieron dedicados a Daisy: se preguntó qué haría ella si le pasase el brazo alrededor de la cintura y la atrajese hacia su pecho.
Cuando Jack despertó, el techo de la tienda dejaba pasar la tenue luz del amanecer. Calculó que habría dormido unas cinco horas; se hizo con la chaqueta vaquera, se puso las botas y salió de la tienda. Las primeras sombras de la mañana se extendían por el campamento y llegaban hasta los bancales que rodeaban el lago. Encendió un fuego y puso café en el filtro de la cafetera. El sol empezó a asomar por encima del agua justo cuando se servía la primera taza. Nathan fue el primero en reunirse con él. Su hijo tenía el pelo tieso y llevaba una camiseta azul, vaqueros y zapatillas de lona. Nathan agarró una botella de zumo y una bolsa de Chips Ahoy y acompañó a Jack hasta la orilla.
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