Corrió después por delante de uno de los institutos de Boise y dio cuatro vueltas alrededor de la pista de la escuela antes de regresar otra vez en dirección a casa. De vuelta a una casa repleta de las flores que Joe había enviado. De regreso a la confusión que había sentido desde el día que lo conoció. En ese momento estaba más confusa que nunca. El aire fresco no había ayudado en absoluto a despejarle la cabeza, aunque sí sabía una cosa con seguridad. Si Joe llamaba, le diría que tenía que dejarla en paz. Nada de llamadas, ni flores. No quería verle.
Creía que las posibilidades de que se encontraran accidentalmente eran escasas. Era un detective que investigaba robos, y no preveía que le fueran a robar en el futuro. Pensaba abrir una tienda de aceites esenciales y no se imaginaba a Joe como cliente potencial. No había ninguna posibilidad de que se encontraran otra vez.
Pero él la estaba esperando en el porche sentado en las escaleras con los pies plantados un escalón más abajo que el cuerpo y los brazos apoyados en los muslos, balanceando las gafas de sol con la mano que coleaba entre sus rodillas. La vio acercarse y se levantó lentamente. No importaba lo que se dijera a sí misma, ese corazón tan traidor que tenía se empapó de su imagen. Luego, como si creyese que ella iba a decir algo que no quería oír, levantó una mano para detenerla. Pero en realidad Gabrielle no sabía qué decir, aún no había pensado nada coherente.
– Antes de que me eches -comenzó-, tengo algo que decirte.
Él se había puesto unos pantalones caquis y una camisa de algodón que había remangado hasta los codos. Estaba tan bueno que quiso extender la mano para tocarlo, pero por supuesto no lo hizo.
– Ya oí anoche lo que tenías que decir -dijo ella.
– No sé qué pasó anoche, pero definitivamente no dije todo lo que tenía que decirte. -Cambió el peso de un pie a otro-. ¿Vas a invitarme a entrar?
– No.
Él clavó los ojos en ella durante un momento.
– ¿Recibiste las rosas?
– Sí.
– Ah… Bien… Er… -Él abrió la boca, la cerró, luego volvió a intentarlo-. No sé por dónde empezar. Supongo que metiendo la pata de nuevo. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siento haberte lastimado.
Ella no fue capaz de mirarlo y bajó la vista a los pies.
– ¿Por eso me mandaste las flores?
– Sí.
En cuanto escuchó su respuesta se dio cuenta de que no debería haber preguntado. También se percató de que una diminuta parte de su masoquista corazón tenía la esperanza de que él hubiera enviado las flores porque la amaba de la misma manera que ella lo amaba.
– Se acabó. No quiero saber nada más.
– No te creo.
– Cree lo que quieras. -Pasó por su lado para alcanzar la seguridad de su casa antes de echarse a llorar. Lo último que quería era que Joe la viera llorar.
Él extendió la mano y la cogió del brazo.
– Por favor, no te alejes de mí otra vez. Sé que te hice daño cuando me marché la noche que me dijiste que me amabas, pero Gabrielle, con ésta son ya dos veces las que te has alejado de mí.
Ella se detuvo. No porque la sujetara del brazo sino porque algo en su voz captó su atención y la obligó a detenerse. Algo que nunca antes había percibido. Algo en la manera en que él había dicho su nombre.
– ¿Cuándo me alejé de ti?
– Anoche, y cada paso que te distanciaba de mí me hizo sentir como un perro. Como ya te dije, sé que te hice daño, ¿pero no crees que podemos hacer una tregua? ¿No crees que aún estamos a tiempo? -Le deslizó la palma de la mano bajo el brazo y la cogió de la mano-. ¿No crees que va siendo hora de que me dejes resarcirte? -Sacó algo del bolsillo y le apretó un disco de metal contra la palma de la mano-. Soy la mitad de tu alma -dijo-. Y tú eres la mitad de la mía. Juntos estamos completos.
Gabrielle abrió la mano y miró al colgante blanco y negro que colgaba de una cadena de plata. Ying y yang. Joe lo había comprendido.
– Tenemos un futuro juntos -la besó en la coronilla-. Te amo.
Ella lo oyó, pero no pudo hablar por las emociones que se expandían como un globo en su pecho. Se quedó mirando el collar y lo que representaba. Si lo creía, si confiaba en él, tendría todo lo que su corazón deseaba.
– Y en el caso de que pienses decirme que salga de tu vida otra vez, hay otra cosa que deberías considerar. Simplemente piensa en todo el buen karma que puedes conseguirte cuando me reformes.
Lo miró a la cara con la vista empañada por las lágrimas.
– ¿Que quieres decir?
– Bien, puedes reformarme. Quiero decir que puedes intentarlo.
Ella sacudió la cabeza mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
– Quiero decir, ¿me amas de verdad, Joe?
– Con toda mi alma -dijo sin titubear-. Quiero pasar el resto de mi vida haciéndote feliz. -Le limpió las mejillas mojadas con el dorso de la mano y preguntó-: ¿Me amas todavía, Gabrielle?
Sonaba tan inseguro y su mirada era tan ansiosa que ella no pudo evitar sonreír.
– Sí, todavía te amo. -Un alivio absoluto suavizó sus ojos y ella añadió-: Aunque no creo que lo merezcas.
– Sé que no te merezco.
– ¿Quieres entrar de todas maneras?
Un largo suspiro escapó de su pecho.
– Sí.
La siguió a la casa y esperó hasta que ella cerró la puerta antes de abrazarla. La agarró por los hombros y la apretó contra su pecho.
– Te he echado de menos -dijo llenándole la cara y el cuello de besos.
Luego se echó hacia atrás, buscó su mirada, y sus labios descendieron sobre los de ella. Hundió la lengua con rapidez dentro de su boca y ella le rodeó el cuello con los brazos. Inmediatamente, movió las manos por todos lados. Caricias ávidas en su espalda, en su trasero, ahuecando sus senos. Le rozó los pezones con los pulgares, que se endurecieron automáticamente. Gabrielle se sintió completamente consumida. Perdida en sus brazos. En su abrazo. En él. Amándole como él la amaba a ella.
Ella se retiró para recobrar el aliento.
– Estoy sudorosa. Tengo que darme una ducha.
– No me importa.
– A mí sí.
Él respiró hondo y dejó caer los brazos.
– De acuerdo, no vine para obligarte a hacer algo que no quisieras. Sé que te hice daño y que seguramente no tienes ganas de hacer el amor conmigo ahora mismo. Puedo esperar. -Soltó una bocanada de aire y se pasó los dedos por el pelo-. Bueno, te esperaré. Simplemente… -hizo una pausa y miró alrededor-, leeré una revista o algo por el estilo.
Ella intentó no reírse.
– Puedes hacer eso. O puedes acompañarme.
La mirada de Joe voló a la suya y Gabrielle lo cogió de la mano. Lo condujo al cuarto de baño y de alguna manera en el trayecto ella perdió la camiseta y él la camisa. Él se detuvo para recorrerle el cuello con la boca abierta. Ella soltó su sujetador deportivo y ofreció sus senos a sus manos ansiosas. Una profunda aura roja los rodeó a ambos. Con pasión y con algo que no había estado allí antes: el amor de Joe, que se derramó a través de ella como una ola cálida, erizándole el vello de los brazos.
– Eres la persona más bella que conozco -dijo contra su garganta-. Quiero pasarme el resto de mi vida mirándote, quiero vivir contigo y hacerte feliz.
Gabrielle lo besó profundamente, su lengua tocó y persiguió la suya. Él pasó las palmas de las manos por los excitados pezones, luego le apretó ligeramente los senos. El deseo la inundó y metió la mano por la cinturilla de los pantalones para agarrar la erección increíblemente dura. Era como piedra recubierta de piel sedosa. Lo acarició, subiendo rápidamente el pulgar sobre la ancha cabeza de su pene caliente. Palpándole, descubriendo de nuevo su forma y su textura hasta que él dio un paso atrás y le sacó la mano de sus pantalones.
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