Rachel Gibson - Debe Ser Amor

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La mala suerte del policía infiltrado Joe Shanahan tocó fondo desde el mismo momento en que posó sus ojos en la preciosa sospechosa Gabrielle Breedlove. Ella había conseguido destruir su tapadera -derribándolo con un bote de laca- y ahora su nueva misión consiste en hacerse pasar por su novio. Pero pasar el mayor tiempo posible con esa belleza sólo le va a traer problemas. Y, para complicar más las cosas, Joe tiene que aguantar a sus dos hermanas mayores que están como locas por buscarle pareja.
Puede que el espléndido aspecto y la musculatura de Joe sean un espectáculo para la vista. Pero, ¿cómo es posible que se sienta atraída por ese detective puritano que sólo quiere encontrar pruebas que la incriminen? Lo que está claro es que, desde que lo conoció, no puede dejar de pensar en él, y tras compartir una increíble experiencia sexual Gabriel empieza a temerse que todo lo que siente sólo puede tener un nombre… AMOR.

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Winston Densley y su pareja avanzaron hasta la barra al lado de Joe y los dos hablaron y discutieron sobre las características más interesantes del cuarto de baño de los Hillard, como el inodoro de oro con el asiento caliente. Joe se sorprendió a sí mismo al tener la paciencia de esperar unos cinco minutos antes de colocar la cerveza en la barra y avanzar hacia la abarrotada pista de baile. Una música al estilo Kenny G., que Joe normalmente evitaba como una enfermedad cardiaca, terminó justo cuando posó la mano en el hombro del detective Parker.

– Mi turno.

– Más tarde.

– Ahora.

– Eso depende de Gabrielle.

A través del espacio oscuro que los separaba, su mirada quedó atrapada en la de Joe y dijo:

– Está bien, Dale. Escucharé lo que tenga que decir y luego me dejará en paz el resto de la noche.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Dale miró a Joe y sacudió la cabeza.

– Eres un cabrón, Shanahan.

– Sí, pues demándame.

La música comenzó de nuevo y Joe la cogió de la mano y le rodeó la cintura con el otro brazo. Ella se mantuvo tiesa como una vara dentro de su abrazo, pero tenerla así otra vez era como regresar a casa después de una larga ausencia.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella en su oído.

A ti, pensó él, pero creyó que a ella no le gustaría oír esa respuesta en aquel momento. Necesitaban aclarar las cosas entre ellos antes de decirle lo que sentía por ella.

– Dejé de ver a Ann hace una semana.

– ¿Qué pasó, te dejó?

Estaba muy dolida. La resarciría. La apretó contra el pecho. Sus senos le rozaron las solapas de la chaqueta y él deslizó la palma de la mano por la espalda desnuda. Un dolor familiar se asentó en la boca de su estómago y se extendió a su ingle.

– No, Ann nunca fue mi novia.

– Vaya, ¿fingías también con ella?

Estaba enojada. Se lo merecía.

– No. Ella nunca fue mi colaboradora como tú. La conozco desde que éramos niños. -Movió la mano por su piel suave y enterró la nariz en su pelo. Cerró los ojos y aspiró el perfume. Su olor le recordó el día que la había visto flotando en la pequeña piscina-. Salía con su hermana.

– ¿Y su hermana era una novia real o ficticia?

Joe suspiró y abrió los ojos.

– Estás cabreada conmigo y te da igual lo que diga.

– No estoy cabreada.

– Lo estás.

Ella se echó hacia atrás y lo miró, él estaba en lo cierto. Sus ojos ardían, ya no eran fríos e indiferentes. Lo cual, pensó, podía ser bueno o malo según se mirase.

– Dime por qué estás tan cabreada -la provocó, esperando oír cuánto le habían dolido las palabras que le dijo aquella noche en el porche. Después de que lo escupiera todo, podría arreglar las cosas.

– ¡Me trajiste una magdalena del bar de tu novia la mañana que hicimos el amor!

Eso no era lo que él había esperado oír. De hecho, nada era como había esperado.

– ¿Qué?

Ella miró a algún punto por encima del hombro izquierdo de Joe, como si mirarlo la lastimara demasiado.

– Me trajiste…

– Ya te he oído -la interrumpió y rápidamente echó un vistazo alrededor para ver si las otras parejas la habían oído también.

Ella no lo había dicho precisamente en voz baja. No sabía que tenía que ver haber comprado una magdalena con la mañana que habían hecho el amor. También le había llevado un bocadillo de pavo del bar de Ann. Menuda cosa. Pero no mencionó el bocadillo porque reconocía que era una de esas conversaciones que nunca entendería y que jamás ganaría. En vez de eso se llevó la mano de Gabrielle a los labios y le besó los nudillos.

– Vuelve a casa conmigo. Podemos hablar allí. Te he echado de menos.

– Puedo sentir cuánto me añoras por cómo te presionas contra mi muslo -dijo ella, pero seguía sin mirarlo.

Si ella pensaba que el obvio deseo que sentía iba a hacer que se avergonzara, iba a tener que esperar sentada.

– No me avergüenza desearte. Y sí, he añorado tocarte y abrazarte, y quiero hacerlo otra vez. Pero eso no es todo lo que he sentido desde que dejaste la ciudad. -Le tomó la cara entre las manos, obligándola a mirarlo de nuevo-. He echado de menos la manera que miras alrededor cuando crees que tu karma va a atraparte. He añorado observarte caminar y la forma en que te metes el pelo detrás de las orejas. He añorado el sonido de tu voz y tus intentos de ser una vegetariana de verdad. He echado de menos que creas que eres pacifista mientras me golpeas el brazo. Te he echado de menos, Gabrielle.

Ella parpadeó dos veces y él creyó que iba a ablandarse.

– Cuando estuve fuera, ¿sabías dónde estaba?

– Sí.

Ella se apartó de su abrazo.

– Entonces no me añorabas tanto, ¿no?

Él no tenía una respuesta sencilla para eso.

– Mantente fuera de mi vida -dijo ella, luego salió de la pista de baile.

Él no la siguió. Verla alejarse de él lo sumía en el infierno más absoluto, pero hacía ocho años que era detective y había aprendido cuándo detenerse en una persecución y esperar a que las cosas se enfriaran.

Pero no esperaría demasiado. Ya había desperdiciado bastante tiempo negándose a sí mismo la mujer que quería y necesitaba en su vida. Cenar cada noche a las seis y tener los calcetines emparejados no iba a hacerle feliz, pero Gabrielle sí le haría feliz. Ahora comprendía lo que le había dicho esa noche en el porche. Ella era su alma gemela. Él era su alma gemela. Él la amaba y ella lo amaba. Algo así no desaparecía, y menos en un mes.

Joe no era un hombre paciente, pero lo que le faltaba de paciencia lo suplía con tenacidad. Mientras esperaba, la cortejaría. Bueno, no tenía demasiada experiencia en ese campo, pero a las mujeres les encantaban ese tipo de cosas. Estaba seguro de que sabría cómo hacerlo.

Estaba seguro de que podría cortejar a Gabrielle Breedlove hasta en el infierno.

Capítulo 18

A las nueve en punto del día siguiente llegó la primera docena de rosas. Eran preciosas, puras y blancas, y eran de Joe. Había garabateado su nombre en una tarjeta, por eso sabía que eran de él. Sólo su nombre. Gabrielle no sabía qué significaban, pero no estaba por la labor de leer entre líneas. Ya lo había hecho una vez. Había imaginado demasiadas cosas por la forma en que la había besado y por cómo le había hecho el amor, y había terminado pagándolo.

La segunda docena eran rojas. La tercera, rosas. Su fragancia llenaba la casa. Aun así, se negaba en redondo a imaginarse qué querían decir. Pero cuando se percató de que de nuevo esperaba su llamada como el día del arresto de Kevin, se puso una camiseta y unos pantalones cortos y salió a correr.

No iba a esperar. Necesitaba aclarar las ideas. Necesitaba decidir qué iba a hacer porque creía que no podría pasar otra noche como la anterior. Verlo le dolía demasiado. Había creído ser lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la otra mitad de su alma, pero no lo era. No podía mirar a los ojos al hombre que amaba sabiendo que él no la correspondía. Especialmente ahora que se había enterado de que la mañana que había hecho el amor con ella, había visitado antes a su novia. Saber que existía la mujer del bar había sido una puñalada más en su corazón herido. A la propietaria de un bar le gustaría cocinar. Estaba segura de que no le importaría limpiar la casa y hacer de lavandera para Joe. Ese tipo de cosas que él había dicho que eran tan importantes aquel día en el almacén cuando la había empujado contra la pared y la había besado hasta que apenas pudo respirar.

Gabrielle pasó por delante de St. John's, a algunas manzanas de su casa. Las puertas estaban abiertas y la música de órgano salía a través de la entrada de madera de la vieja catedral. Gabrielle se preguntó si Joe era católico, protestante o ateo. Luego se acordó de que había dicho que había asistido a una escuela parroquial, por lo que quizá fuera católico. De todas maneras ya no tenía importancia.

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