Los agentes de la DEA se habían mantenido en la parte de delante del edificio, en lugar de la de detrás, pero no era eso lo importante. Los terroristas no son, precisamente, gente predecible, y los informes siempre se encuentran sujetos a cambios de última hora. Max lo sabía, estaba acostumbrado a ello.
Pero lo que nunca le había sucedido era encontrarse con todos los caminos de huida cortados de forma tan inesperada, y se le ocurría que quizás alguien de dentro no tenía ningún interés en que sobreviviera en esa ocasión.
Max se lavó los restos de sangre y se cubrió el corte de la frente con esparadrapo quirúrgico. Con el hielo envuelto en la toalla en una mano y el ron en la otra, volvió a la cocina. Sólo existía una persona del comando de operaciones especiales en quien confiara completamente: el jefe del estado mayor, el general Richard Winter, un fumador empedernido, malhablado y un excelente tirador que había servido en Vietnam y en la operación Tormenta del Desierto, alguien que conocía la vida en las trincheras y sabía lo que era encontrarse entre la espada y la pared.
El general era un tipo duro pero justo. Sabía qué era operar en la clandestinidad, qué comportaba y qué significaba. Pero Max no podía arriesgarse a contactar con él todavía. No a través de una línea insegura. No si la transmisión podía ser interferida por cualquiera que se encontrara en un radio de cincuenta metros. No mientras fuera un objetivo tan fácil.
Max dio vueltas por el yate otra vez en busca de un arma. Hurgó en los armarios del camarote, de la cocina y del salón, pero no encontró nada mejor que unas espaditas de plástico para cócteles y un juego de cuchillos de mesa.
Se vació el frasco de pastillas de Motrin en el bolsillo y abrió el bolso que encontró encima de la mesa del pequeño comedor. Desparramó el contenido encima de la mesa, buscando algún tipo de analgésico como codeína o Darvocet, pero no había nada excepto una caja de Tylenol. El bolso contenía algunos cosméticos y golosinas para perro, un cepillo de dientes y uno para el pelo y fichas de casino. Abrió el billetero y observó el permiso de conducir de Carolina del Norte. Con una mano se aplicó el hielo a la cara mientras con la otra se acercaba el permiso de conducir al ojo bueno. Por un momento pensó que el rostro le resultaba familiar, pero no fue hasta que leyó el nombre cuando reconoció a la mujer.
Lola Carlyle. Lola Carlyle, la famosa modelo de ropa interior y bañadores. Quizá la más famosa de todas. Su nombre evocaba la imagen de una mujer casi totalmente desnuda, rodando sobre la arena o deslizándose entre sábanas de satén, una mujer de piernas largas, pechos grandes y sexo caliente. Sus fotos en el Sports Illustrated habían sido las favoritas de los chicos de Little Creek.
Max tiró el billetero sobre la mesa. Maldición. La situación acababa de complicarse un poco. Para el Gobierno, eso iba a resultar un poco más difícil de ocultar. Además, si volvían a capturarlo antes de que llegase a Estados Unidos, la consentida mujer que se encontraba en el puente no tendría ninguna oportunidad. Sólo unos minutos antes habría jurado que su situación no podía ser peor, pero en esos momentos había empeorado, y mucho.
Con el ron y con el hielo envuelto en la toalla, y una expresión de amargura en el rostro, Max se dirigió al puente. Quizás esa mujer no fuera Lola Carlyle. Que el bolso de Lola Carlyle se encontrara en la cocina no significaba necesariamente que la mujer alta y rubia a quien había maniatado fuera Lola Carlyle. Bueno, quizá sí, y quizá también era posible que a Max le crecieran alas y pudiera ir volando a casa.
Subir las escaleras no le dolió menos que antes bajarlas. Tuvo que pararse por dos veces y agarrarse el costado a causa del fuerte dolor antes de poder continuar. En una ocasión, Max se había roto casi todos los huesos del cuerpo, de modo que sabía por experiencia que las costillas eran la peor. Básicamente porque dolían incluso al respirar.
En la oscura cabina Max recogió la camisa blanca. Ella se encontraba en el mismo sitio en que la había dejado; Max se dirigió hacia los mandos y depositó la botella de ron y la toalla con el hielo al lado del acelerador.
– Pronto habrá terminado todo -dijo, en un intento de tranquilizarla.
Teniendo en cuenta que ella había tratado de romperle la cabeza, no sabía por qué se preocupaba. Quizá fuera porque, de haberse encontrado él en esa situación, habría hecho lo mismo. Pero él lo habría conseguido, pensó mientras volvía a sujetarse el hielo contra la cara.
– ¿Puedes desatarme, por favor? Necesito ir al baño.
La única arma letal que había a bordo se encontraba al lado del ron, encima de los mandos, así que Max consideró la petición.
– Si la hago, ¿vas a intentar golpearme otra vez?
– No.
Max observó su silueta, buscando cualquier detalle que la identificara como a la mujer conocida en todo el mundo solamente por el nombre de pila. No conseguía decidirse en ningún sentido.
– Eso mismo dijiste la última vez.
– Por favor. De verdad que tengo que ir.
Max miró alrededor.
– ¿Dónde está el chucho?
– Aquí, dormido. No volverá a morderte. He hablado con él, y lo siente mucho.
– Ah.
Max agarró el cuchillo para pescado, cruzó la cubierta y, tratando de mantener la espalda tan recta como fuera posible, se arrodilló aliado de ella. En la oscuridad de la esquina buscó los pies y cortó con facilidad la tela que los tenía atados.
– Date la vuelta.
Cuando ella lo hubo hecho, cortó la tela que le sujetaba las manos. Max se levantó, agarrándose el costado y con mayor dificultad que cuando se agachó.
– Todo esto habría podido evitarse si hubieras hecho lo que te dije.
– Lo sé. Lo lamento.
Un sentimiento de alarma se le encendió mientras enfundaba el cuchillo y se lo colocaba en la cintura del pantalón, a la espalda. No se fiaba de esa súbita docilidad, pero quizás ella se hubiese dado cuenta de que no había nada que hacer y que le convenía más no enfrentarse de nuevo a él. Sí, quizás. O quizá Max se volvía blando con la edad.
Ella pasó por su lado con el perro en los brazos, rumbo a la puerta. En lo alto de las escaleras, la luna le iluminó la espalda y el trasero, y Max percibió el perfume que dejó tras su paso.
Max se dirigió a la silla del capitán y cogió la botella de ron. Bebió un trago y miró la luna caribeña a través del parabrisas. Observó las olas y la vastedad del océano. Al lado de un periódico doblado había unos prismáticos y se los acercó a los ojos con cuidado, pero no pudo ver nada excepto el océano negro. Se relajó un poco.
Max siempre se había encontrado con lo peor que la vida le podía deparar, pero siempre lo había superado. Había pasado por seis meses de entrenamiento en las fuerzas especiales de la Marina, había estado en la operación Tormenta del Desierto, había capturado terroristas en Afganistán, el Yemen y en el mar del sur de China, pero esa noche había sido peor que todo eso. Gracias al ansia de José Cosella por impresionar a su padre con su brutalidad y con un arma de pacotilla, ahora Max estaba vivo. No se podía decir lo mismo de José.
Todavía recordaba con todo detalle el sonido del arma encasquillada, cómo José apartó los ojos de él para examinarla y cómo Max aprovechó su turno. Cómo rompió la silla con las manos atadas y cómo un trozo del respaldo le sirvió para salvar la vida. Cómo corrió por el muelle hasta esconderse en las sombras y sacar partido de esa oportunidad.
Al dejar la botella encima del periódico, vio un destello blanco reflejado en el parabrisas.
– Haz virar el barco.
La orden de la mujer le llegó de detrás, con una voz sin aliento y con cierto acento sureño. Ella encendió las luces, que inmediatamente acuchillaron las córneas de Max.
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