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Rachel Gibson: Lola Lo Revela Todo

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Rachel Gibson Lola Lo Revela Todo

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Cuando la ex modelo Lola Carlyle se entera de que unas fotos suyas muy privadas están colgadas en Internet, decide esconderse en un lugar soleado y?eso cree? seguro, hasta que las habladurías se apaguen. Todo va bien en el yate en el que Lola intenta relajarse, hasta que un hombre que asegura llamarse Max Zamora y trabajar como agente secreto del gobierno se apodera de la embarcación. Su cobertura ha fracasado y debe ocultarse de los hombres que lo persiguen. Lola no le es desconocida: la ha visto, casi desnuda, en las portadas de las revistas de moda. Es más hermosa y sexy en persona, pero el problema es que cuando se enfada resulta insoportable… Esta extraña pareja se encontrará a la deriva en medio del océano, mientras la temperatura sube sin control…

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Max sintió, más que vio, que la mujer se movía y, antes de que pudiera dar un paso, la agarró por el brazo.

– Ni se le ocurra hacer una tontería.

Ella chilló e intentó zafarse de él. El perro también chilló, para a continuación saltar a cubierta y cerrar las fauces sobre el pantalón de Max.

– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó la mujer, y le dio un golpe casi al mismo tiempo que él sentía un pinchazo en la cabeza.

– ¡Joder! -Max sujetó a la mujer contra su pecho.

Tuvo que apretar las mandíbulas para aguantar el dolor que sentía en las costillas mientras intentaba agarrarla por las muñecas. La mujer se debatió, pero era débil y muy femenina, así que no era un contrincante para Max. Con facilidad consiguió sujetarle las muñecas cruzadas sobre el pecho y la apretó contra sí evitando sus codazos. El pelo de la mujer, arremolinado sobre la cabeza, le hacía cosquillas en la mejilla. Max le explicó en qué consistía su indefensa situación:

– Sea una buena chica y, quién sabe, a lo mejor consigue vivir para ver cómo sale el sol.

Ella se tranquilizó de inmediato.

– No me haga daño.

Era obvio que ella le había entendido mal, pero Max no se tomó la molestia de corregirla. No era a él a quien debía temer. No tenía ninguna intención de hacerle daño, a no ser que ella le pegara otra vez. En esos momentos, la suerte estaba echada.

El velero se aproximaba deslizándose sobre las tranquilas aguas, que no eran más que una mancha borrosa para Max, lo cual le hacía recordar su posición de debilidad. Era incapaz de ver nada con nitidez. En ese momento, la oscuridad resultaba mejor para su vista que la luz, lo que ofrecía ventajas y desventajas por igual. No necesitaba consultar aun médico para saber que tenía las costillas rotas y, por otro lado, estaba convencido de que encontraría sangre en la orina durante al menos una semana. Lo peor de todo era que Cosella y sus hombres le habían quitado todos sus juguetes: sus armas y sus aparatos de comunicación. Se habían llevado incluso su reloj. No tenía ninguna herramienta con que defenderse, y si lo encontraban, Max no sería otra cosa que un cerdo para el matadero. Peor que un cerdo para el matadero. La mala suerte le había enviado a una débil mujer, una civil, con su irritante perro. Max sacudió la pierna y el bicho salió patinando por el suelo.

– Suélteme y me sentaré, como usted me pidió.

Max no la creyó. No confiaba en que ella no intentaría cualquier cosa y, en su estado actual, ni siquiera la vería venir. Había pasado por demasiadas cosas esa noche como para permitir que ella le diese el tiro de gracia. Entornó los ojos y consiguió que el doble mundo que le rodeaba se unificara en una sola imagen. La luz de popa del velero pasó de largo sin ningún incidente y, para increíble sosiego de Max, el mundo no volvió a desdoblarse.

– ¿Quién es usted? -le preguntó la mujer.

– Soy uno de los chicos buenos de la película.

– Bien -dijo ella, pero no parecía muy convencida. Más bien intentaba apaciguarlo.

– Le estoy diciendo la verdad.

– Un chico bueno no va por ahí robando barcos y secuestrando mujeres.

Eso tenía sentido, pero estaba totalmente equivocada. A veces, la diferencia entre un chico bueno y un chico malo era tan borrosa como su vista.

– No he robado este barco. Lo he requisado. Y no la he secuestrado.

– Entonces, lléveme de nuevo al puerto.

– No.

Max se había entrenado con lo mejor que los militares podían ofrecer.

Excluyendo el fiasco de esa noche, era capaz de disparar y llevarse el botín mejor que muchos. Era capaz de trepar a cualquier instalación, conseguir lo que necesitaba y volver a tiempo para sentarse a la mesa a comer; pero sabía por experiencia que sólo una mujer histérica conseguía que una situación sólida se convirtiera en un infierno.

– No voy a hacerle ningún daño. Solamente necesito poner alguna distancia entre Nassau y yo.

– ¿Quién es usted?

Pensó en darle un nombre falso, pero como lo más probable era que lo averiguara cuando intentase que lo arrestaran por secuestro, le dijo la verdad.

– Soy el capitán de corbeta Max Zamora -explicó, pero no se trataba de toda la verdad. No mencionó que se había retirado del servicio militar y que actualmente trabajaba para un organismo del Gobierno que no existía sobre el papel.

– Suélteme -le pidió la mujer.

Max miró sus manos borrosas, que sujetaban todavía las muñecas de ella. Tenía los nudillos incrustados en el suave cojín de sus pechos y, de repente, sintió la delgada espalda de ella pegada a su tórax. El redondo trasero de la mujer se encontraba apretado contra sus testículos y el deseo se mezcló con el dolor en las costillas y en la cabeza. Se encontraba disgustado y sorprendido en igual medida por el hecho de sentir algo más que dolor. Sintió la presencia de la mujer en toda su piel, así que obligó a ese sentimiento a retroceder y lo enterró en los rincones más oscuros, donde enterraba todas sus debilidades.

– ¿Va a volver a pegarme? -le preguntó.

– No.

La soltó, y ella se alejó con tanta urgencia como si estuviera envuelta en llamas. A través de la oscuridad de la cabina, Max distinguió la figura de la mujer que desaparecía tras la esquina y, luego, volvió a centrarse en los mandos.

– Ven aquí, Baby.

Max se giró, convencido de que no había oído bien.

– ¿Qué?

Ella recogió a su perro del suelo:

– ¿Te ha hecho daño, Baby Doll?

– ¡Jesús! -masculló Max con cara de asco.

Al perro le había puesto por nombre Baby Doll. Estaba claro por qué ese chucho era tan insoportable. Volvió a centrar la atención en el GPS y apretó el botón. La pantalla se iluminó con unas líneas grises y borrosas y unos números temblorosos. Max entornó los ojos y consiguió enfocar mejor la imagen de la pantalla. En el lado de babor de la pantalla se podían distinguir las líneas de la isla Andros que se acercaban, así como la cadena de las islas Berry alejándose a estribor. Le resultaba imposible leer el aumento de longitud y latitud, pero pensó que si se dirigía hacia el noroeste durante una hora antes de poner rumbo al este llegaría a las costas de Florida por la mañana.

– Si de verdad es usted capitán, enséñeme sus credenciales.

Aunque no le hubieran quitado todos los documentos cuando lo capturaron, a ella no le habrían servido de mucho. Había llegado a Nassau con el nombre de Eduardo Rodríguez, y todos sus papeles -desde su pasaporte y carné de conducir hasta sus notas de bolsillo- eran falsos.

– Siéntese señora. Esto se habrá terminado antes de que se dé cuenta -le dijo, porque no tenía otra cosa que decirle; por lo menos, nada que ella pudiera creerse.

Los ciudadanos americanos vivían más tranquilos sin tener noticia de la existencia de hombres como Max, hombres que operaban en la sombra, que llevaban a cabo, sin dejar rastro, ciertas misiones para el gobierno de Estados Unidos y cobraban un dinero que tampoco dejaba rastro alguno. Hombres que contestaban llamadas telefónicas inexistentes en oficinas inexistentes del Pentágono. Hombres que reunían información, frustraban las acciones terroristas y quitaban de la circulación a los chicos malos permitiendo que el Gobierno pudiera negar su relación con todo ello.

– ¿A dónde vamos?

– Hacia el oeste. – Ésa era toda la información que ella necesitaba.

– Exactamente, ¿hacia dónde del oeste?

Max no necesito mirarla para saber, por el tono de su voz, que era la clase de mujer a la que le gustaba mandar. Una absoluta tocacojones. Ni siquiera en las mejores circunstacias Max permitía que nadie le tocara los cojones. Y por supuesto, no estaba dispuesto a permitir que una mujer le jodiera la noche más de lo que ya se la habían jodido.

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