– No hace falta que vayas demasiado temprano al Key Arena -le dijo él, refiriéndose a las entradas para el hockey que le había dado antes-. Para Lexie será suficiente con ver el partido sin las actuaciones previas. -Estaba sentado sobre el borde de la cama mientras se ponía los calcetines y los zapatos-. Id abrigadas. -Cuando acabó, se levantó y la cogió entre sus brazos. Se la puso en el regazo y la besó-. Te amo, Georgeanne.
Ella pensó que nunca se cansaría de oírle decir esas palabras.
– Yo también te amo.
– Te veré después del partido -le dijo, dándole un último beso. Luego se marchó, dejándola sola con la advertencia de Virgil inundando su mente y amenazando con destruir su felicidad.
John la amaba. Ella lo amaba. ¿La amaba lo suficiente como para renunciar al equipo? ¿Y cómo podría vivir ella consigo misma si lo hacía?
Los reflectores azules y verdes rodeaban el hielo como un caldero mareante de luces, mientras media docena de animadoras ligeras de ropa bailaban al ritmo de la estridente música rock que bombeaban los altavoces del Key Arena. Georgeanne podía sentir cómo los bajos le retumbaban en el pecho y se preguntaba cómo lo aguantaba Ernie. Observó al abuelo de John por encima de la cabeza de Lexie que tenía las manos en las orejas. No parecía que el fuerte ruido le molestara.
Ernie Maxwell estaba igual que siete años atrás, con su pelo blanco pelado al rape y su voz grave seguía pareciéndose a Burgess Meredith. En realidad, la única diferencia que encontró era que ahora llevaba un par de gafas de montura negra y un audífono en la oreja izquierda.
Cuando Georgeanne y Lexie encontraron sus asientos, la había sorprendido verlo allí esperándolas. No sabía qué esperar del abuelo de John, pero él la tranquilizó rápidamente.
– Hola, Georgeanne. Estás aún más guapa de lo que recordaba -le había dicho mientras les echaba una mano con las cazadoras.
– Y usted, señor Maxwell, está mucho mejor de lo que recuerdo -había declarado ella con una de sus encantadoras sonrisas.
Él se había reído.
– Siempre me han gustado las chicas sureñas.
La música se acalló de repente y las luces del Key Arena se apagaron, salvo los dos enormes logotipos de los Chinooks que permanecieron iluminados a ambos extremos de la pista.
– Señoras y caballeros, los Chinooks de Seattle. -La voz masculina resonó cada vez con más volumen en el recinto. Los seguidores se volvieron locos y, en medio de gritos y vítores, el equipo local salió patinado a la pista. Sus camisetas de punto blancas destellaban en la oscuridad. Desde su posición, varias filas por encima de la pista, Georgeanne escudriñó el dorsal de cada camiseta hasta que encontró «Kowalsky» escrito con letras mayúsculas azules encima del número once. Su corazón revoloteó con orgullo y amor. Ese enorme hombre con un casco blanco sobre la frente era suyo. Era todo tan reciente que aún le costaba trabajo creer que él la amaba. No había hablado con él desde que la había besado para despedirse y, desde entonces, había experimentado horribles momentos en los que temió haberlo soñado todo.
Aun desde lejos podía ver que llevaba las hombreras debajo de la camiseta y las espinilleras debajo de los calcetines acanalados que cubrían sus piernas y que desaparecían bajo los pantalones cortos. Sujetaba el palo de hockey con los grandes guantes acolchados que le cubrían las manos. Parecía tan impenetrable como el apodo que había recibido, tan firme como un muro.
Los Chinooks patinaron de portería a portería, luego finalmente se detuvieron formando una línea recta en medio de la pista. Las luces subieron de intensidad y anunciaron a los Coyotes de Phoenix. Pero cuando patinaron sobre la pista de hielo fueron abucheados por los admiradores de los Chinooks que abarrotaban el Key Arena. Georgeanne sintió tanta lástima por ellos que, si no hubiera temido por su seguridad, los hubiera vitoreado.
Los cinco suplentes de cada equipo salieron del hielo y los demás ocuparon sus posiciones en la pista. John se deslizó al círculo central, apoyó el stick en el hielo y esperó.
– Patear a esos tíos, chicos -gritó Ernie tan pronto como el disco se puso en movimiento al empezar el partido.
– ¡Abuelito Ernie! -dijo Lexie, conteniendo el aliento-. Has dicho una palabrota.
Ernie no oyó o prefirió ignorar la reprimenda de Lexie.
– ¿Tienes frío? -le preguntó Georgeanne a Lexie por encima del ruido que hacía la gente. Se habían abrigado con unos jerséis blancos de cuello vuelto, vaqueros y botas forradas.
Lexie apartó los ojos de la pista y negó con la cabeza. Señaló a John que se movía a gran velocidad sobre el hielo, dirigiéndole una mirada feroz a un jugador del equipo contrario que le había robado el disco. Lo empujó duramente contra la barrera, el plexiglás resonó y tembló, y Georgeanne pensó que lo derribarían y caería sobre el público. Oyó la jadeante respiración de ambos hombres, y no dudó de que después de aquel golpe, al otro jugador lo tendrían que arrastrar fuera de la pista. Pero ni siquiera se cayó. Los dos hombres se codearon y empujaron y, al final, el disco se deslizó hacia la portería de los Coyotes.
Observó a John patinar de lado a lado, empujando a los del equipo contrario por el hielo para quitarles el disco. Las colisiones eran a menudo encontronazos brutales, como choques de coches y, pensando en la noche anterior, esperó que no le dañaran nada vital.
El público era como una horda salvaje que llenaba el aire con groseras maldiciones. Ernie prefirió insultar casi todo el rato a los árbitros.
– A ver si abrís los jodidos ojos y prestáis atención al juego -gritó. Georgeanne nunca había oído tantos juramentos en tan corto período de tiempo, ni había oído tantos gritos en su vida. Además de maldecir y gritar, los jugadores se golpeaban y empujaban, patinaban rápido y se cebaban con los porteros. Al final del primer tiempo, ninguno de los dos equipos había anotado.
En el segundo tiempo John fue penalizado por empujar y tuvo que salir al banquillo.
– ¡Hijos de puta! -gritó Ernie a los árbitros-. Roenick se ha caído solo.
– ¡Abuelito Ernie!
Georgeanne no iba a discutirlo con Ernie, pero ella había visto cómo John deslizaba la hoja del stick bajo los patines del otro jugador y luego había tirado de él, haciéndolo caer. Y lo había hecho todo sin ningún esfuerzo aparente, luego se llevó la mano enguantada al pecho con una cara tan inocente que Georgeanne comenzó a preguntarse si quizá se habría imaginado al otro hombre deslizándose como una anguila por el hielo.
En el tercer tiempo, Dmitri consiguió marcar al fin para los Chinooks, pero diez minutos más tarde, los Coyotes igualaron el marcador. La tensión zumbaba en el aire del Key Arena, llenando las gradas y manteniendo a todos en el borde de los asientos. Lexie se puso de pie, demasiado excitada para estar sentada.
– Venga, papá -gritó, mientras John luchaba por el disco de caucho, luego salió disparado por el hielo. Inclinando la cabeza voló por encima de la línea central, luego salió de la nada uno de los jugadores de los Coyotes y se estrelló contra él. Si Georgeanne no lo hubiera visto, no habría creído que un hombre del tamaño de John pudiese dar vueltas por el aire. Aterrizó sobre el trasero y yació allí hasta que los silbidos cesaron. Todos los entrenadores de los Chinooks saltaron del banquillo y corrieron a la pista.
Lexie comenzó a llorar y Georgeanne contuvo el aliento, con una mala sensación en la boca del estómago.
– Tu padre está bien. Mira -dijo Ernie, apuntando hacia el hielo-, se está levantando.
– Pero le duele mucho -sollozó Lexie, que miraba cómo John patinaba lentamente, no hacia el banco, sino hacia el túnel por donde el equipo iba a los vestuarios.
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