Rachel Gibson - Simplemente Irresistible

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Georgeanne Howard, una encantadora belleza sureña, deja a su prometido plantado en el altar cuando se da cuenta de que no es capaz de casarse con un hombre que podría ser su abuelo… por mucho dinero que éste tenga. John Kowalsky, inconscientemente, la ayuda a escapar… hasta que se percata de que se está fugando con la novia de su ¡¡¡jefe!!!… pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás.
En lo más alto de su carrera, esta rebelde estrella del hockey no quiere ser el salvador de nadie -salvo de sí mismo- y no importa lo bella que la dama en cuestión pueda ser. Lo malo es que les espera una larga noche por delante -una noche demasiado ardiente como para resistirse a la tentación.
Años más tarde, Georgeanne y John vuelven a encontrarse. Ella está tratando de convertirse en una encantadora ama de casa de Seattle y él ha dejado atrás sus días de juerga. Pero se queda completamente asombrado cuando se entera de que esa noche inolvidable con ella tuvo como fruto una niña -su hija-, y está decidido a formar parte de su vida.
Georgeanne ha amado a John desde el momento en que se metió en su Corvette rojo siete años atrás, pero no quiere volver a arriesgar su corazón en el intento. ¿Realmente se ha convertido en un hombre nuevo? ¿Será capaz de enfrentarse a la furia de su jefe, perdiendo su última oportunidad de alcanzar la gloria, para demostrar que esta vez su amor será para siempre?

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– No te preocupes por él. -La miró y luego levantó la vista para observar al anciano. Su mirada se encontró con la de Dmitri y la de media docena de hombres que estaban mirándole el busto a Georgeanne. Luego bajó la cara y sus labios se amoldaron a los de ella. La poseyó con la boca y la lengua, mientras le deslizaba la mano por la espalda. El beso fue deliberado, largo y duro. Ella se derritió contra él y, cuando finalmente abandonó su boca, estaba jadeante.

– Me voy a arrepentir -susurró ella.

– Ahora, dime una cosa sobre Charles. -Tenía la mirada algo empañada y aturdida. La pasión que vio en sus ojos lo hizo pensar en sábanas enmarañadas y piel desnuda.

– ¿Qué quieres saber de Charles?

– Lexie me ha dicho que piensas casarte con él.

– Le dije que no.

John sintió un gran alivio. La envolvió con fuerza entre sus brazos y sonrió contra su pelo.

– Esta noche estás preciosa -le dijo al oído. Luego se echó un poco hacia atrás para mirarle la cara y esa deliciosa boca, entonces le dijo-: ¿Por qué no buscamos algún sitio donde pueda aprovecharme de ti? ¿Es lo suficientemente grande el tocador del baño de señoras?

Él llegó a ver la chispa de interés en los ojos de ella antes de que volviese la cabeza e intentase ocultar una sonrisa.

– ¿Estás drogado, John Kowalsky?

– Esta noche no -se rió él-. He escuchado el «Sólo di: No» de Nancy Reagan. ¿Y tú?

– Por supuesto que no -se mofó ella.

Terminó la música y comenzó una canción más rápida.

– ¿Dónde está Lexie? -preguntó ella por encima del ruido.

John miró a la mesa donde la había dejado y la señaló. Tenía la mejilla apoyada contra la palma de la mano y los párpados a medio cerrar.

– Parece que está a punto de dormirse.

– Será mejor que la lleve a casa.

John le deslizó las manos por la espalda hasta los hombros.

– La llevaré en brazos hasta el coche.

Georgeanne meditó su ofrecimiento unos instantes, luego decidió aceptarlo.

– Muchas gracias. Iré a buscar el bolso y ya nos vemos fuera. -Él la apretó durante unos segundos y luego la soltó. Ella lo observó caminar hacia Lexie, luego buscó a Mae.

Definitivamente había algo diferente en sus caricias esa noche. Algo en la manera en que la abrazaba y la besaba. Algo caliente y posesivo como si se resistiera a dejarla marchar. Se advirtió que no debía darle demasiada importancia, pero una cálida llamita encendió su corazón.

Recuperó su bolso con rapidez, buscó a Mae y se despidió de Hugh. Cuando salió fuera ya era de noche y el aparcamiento estaba iluminado por unas farolas. Divisó a John apoyado sobre el maletero del coche. Había envuelto a Lexie en su chaqueta y la apretaba contra su pecho. Su camisa blanca resplandecía en la oscuridad del aparcamiento.

– No es así -oyó que le decía a Lexie-. No puedes ponerte tú misma un apodo. Otra persona tiene que empezar a llamarte así y el nombre simplemente se te queda. ¿O acaso crees que Ed Jovanovski se llamó a sí mismo «Ed especial»?

– Pero yo quiero ser «El Gato».

– No puedes ser «El Gato». -Vio que Georgeanne se acercaba y se separó del coche.

– Félix Potvin es «El Gato».

– ¿Puedo ser un perro? -preguntó Lexie, apoyando la frente en su hombro.

– No creo que quieras de verdad que la gente te llame Lexie «El Perro» Kowalsky, ¿no?

Lexie rió tontamente contra su cuello.

– No, pero quiero tener un apodo como tú.

– Si quieres ser un gato, ¿Qué te parece «Leopardito»? Lexie «Leopardito» Kowalsky.

– De acuerdo -dijo con un bostezo-. Papá, ¿sabes por qué los animales no juegan a las cartas en la selva?

Georgeanne puso los ojos en blanco e introdujo la llave en la cerradura del coche.

– Porque allí hay demasiados leoparditos -contestó él-. Ya me has contado ese chiste por lo menos cincuenta veces.

– Ah, lo olvidé.

– No creo que te hayas olvidado nunca de nada. -John se rió entre dientes y dejó a Lexie en el asiento del acompañante sobre el elevador de seguridad. La luz del techo del vehículo arrancó brillos a su pelo oscuro e iluminó los tirantes azulgrana de cachemira.

– Te veré en el partido de hockey mañana por la noche.

Lexie cogió el cinturón de seguridad y lo abrochó.

– Dame un beso, papi. -Frunció los labios y esperó.

Georgeanne sonrió y se dirigió hacia el asiento del conductor. La tierna manera en que John trataba a Lexie le ablandaba el corazón. Era un padre genial y, pasase lo que pasase entre Georgeanne y John, siempre le querría por amar a Lexie.

– Oye, ¿Georgie? -la llamó en voz alta, sintiendo que su voz era una cálida caricia en el frío aire de la noche.

Ella lo miró por encima del techo del coche; la cara de John quedaba oculta por las sombras de la noche.

– ¿A dónde vas? -preguntó él.

– A casa, por supuesto.

Una risa ronca retumbó dentro de su pecho.

– ¿No quieres darle un beso a papi?

La tentación atacó su débil voluntad y su autocontrol. Caramba, ¿a quién pretendía engañar? Cuando John andaba de por medio, no tenía ningún tipo de autocontrol. Especialmente después de ese beso que le había dado en la pista de baile. Abrió con rapidez la puerta antes de considerar tan atrayente proposición.

– Esta noche no, playboy.

– ¿Me has llamado playboy?

Ella colocó un pie en el chasis de la puerta.

– Es una gran mejoría respecto a lo que te llamaba el mes pasado -dijo, y se metió dentro del coche. Puso el motor en marcha y con la risa de John llenando la noche sacó el coche del aparcamiento.

Camino de casa pensó en lo diferente que estaba John. Su corazón quería creer que eso implicaba algo maravilloso; a lo mejor le había golpeado la cabeza un disco de caucho y se había dado cuenta de repente de que estaba enamorado y no podía vivir sin ella. Pero la experiencia con John le había demostrado algo diferente. Era mejor no proyectar sus sentimientos sobre él y dejar de buscar motivos ocultos. Intentar interpretar cada palabra o caricia de John era tarea de locos. Cada vez que cedía y esperaba algo de él, acababa saliendo herida.

Tras acostar a Lexie, Georgeanne colgó la chaqueta de John en el respaldo de una silla de la cocina y se descalzó. Una fina lluvia golpeaba las ventanas mientras se hacía un té de hierbas. Se acercó a la silla y alisó con los dedos la costura del hombro de la chaqueta de John, recordando con exactitud la imagen de él al otro lado del pasillo de la iglesia, mientras la miraba profundamente con esos ojos azules. Recordó el olor de su colonia y el sonido de su voz. «¿Por qué no buscamos algún lugar dónde pueda aprovecharme de ti?», le había dicho y ella se había sentido demasiado tentada.

Pongo soltó la cuerda que estaba mordiendo y comenzó a emitir pequeños ladridos, segundos antes de que sonara el timbre de la puerta. Georgeanne dejó caer la mano y tomó al perro en brazos para acudir a la entrada. No la sorprendió demasiado encontrar a John en la puerta, las gotas de lluvia refulgían en el pelo oscuro.

– Olvidé darte las entradas para el partido de mañana -dijo, dándole un sobre.

Georgeanne tomó las entradas e ignorando cualquier asomo de buen juicio lo invitó a entrar.

– Estoy haciendo té. ¿Quieres un poco?

– ¿Caliente?

– Sí.

– ¿No tienes té helado?

– Por supuesto, soy de Texas. -Volvió con Pongo a la cocina y lo depositó en el suelo. El perro se acercó a John y lamió su zapato.

– Pongo se está convirtiendo en un perro guardián bastante bueno -le dijo, abriendo la nevera para coger una jarra de té.

– Sí. Ya lo veo. ¿Qué haría si entrara alguien a robar? ¿Lamerle los pies?

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