– Desde luego tú no.
Él le ahuecó la barbilla con la palma de su mano.
– Mentirosa. Temes que papá no te quiera.
Ella se quedó sin respiración.
– Eso ha sido demasiado cruel.
– Tal vez, pero es la verdad. -Le acarició la boca cerrada con el pulgar y le cogió la muñeca con la mano libre-. Te da miedo extender la mano y tomar lo que quieres, pero a mí no. Sé lo que quiero. -Él deslizó la palma de la mano de Georgeanne por su duro tórax y abrió los botones de su camisa-. ¿Todavía intentas ser una buena chica para que papá te haga caso? Bueno, adivina qué, nena -susurró, moviendo la mano de Georgeanne a la bragueta y apretándola contra la gruesa erección-. Te hago caso.
– Detente -dijo ella, y perdió el control de las lágrimas. Lo odiaba. Lo amaba. Quería tanto que se quedara como que se fuera. Había sido rudo y cruel, pero tenía razón. Estaba aterrorizada de que la tocara y asustada de que no lo hiciera. Le daba miedo tomar lo que quería y que la hiciera sentirse desgraciada e infeliz. Pero ya era desgraciada e infeliz. No tenía nada que perder. Él era como una droga, una adicción, y ella estaba enganchada-. No me hagas esto.
John le secó con el dedo la lágrima que se le deslizaba por la mejilla y le soltó la mano.
– Te deseo y no me importa jugar sucio.
Tenía que alejarse de John, desengancharse. Rehabilitarse. No más cálidos besos, ni caricias, ni miradas hambrientas. Tenía que endurecerse.
– Tú sólo quieres un pedazo de… de…
John negó con la cabeza y sonrió.
– No quiero sólo un pedazo. Lo quiero todo.
John escrutó los ojos de Georgeanne y se rió por lo bajo. Estaba tratando de ser ruda pero era incapaz de pronunciar la palabra.
– … carne
Era sólo una de las cosas que le fascinaban de ella.
– Deseo tu corazón, tu mente y tu cuerpo. -John inclinó la cabeza y le rozó los labios con los de él-. Lo deseo todo de ti, para siempre -susurró, rodeándole la cintura con el brazo.
Ella tenía las palmas de las manos aplastadas contra su tórax como si tuviera intención de empujarlo, pero entonces abrió su suave boca y él sintió un triunfo tan dulce que casi lo hizo caer de rodillas. La deseaba ardientemente en cuerpo y alma y la levantó poniéndola de puntillas para saciar su hambre. Al cabo de unos segundos, el beso se convirtió en un frenesí carnal de bocas, lenguas y placer caliente, ardiente. John abrió la cremallera de la espalda del vestido, bajándoselo desde los hombros. Después deslizó el vestido y los finos tirantes del sujetador para desnudarla hasta la cintura. Le sujetó los brazos a los lados y luego paseó la mirada por su cuerpo hacia esos senos desnudos que se ofrecían a él y que eran su visión particular del paraíso. Le rodeó la cintura con un brazo mientras volvía a mirarla a la cara y le dio un beso suave en la mismísima cima del pecho izquierdo. Le lamió con la lengua la punta arrugada y ella gimió. Se arqueó hacia él que le succionó el pezón con la boca. Georgeanne intentó liberar los brazos, pero él la sujetaba con fuerza.
– John -gimió-. Quiero tocarte.
Él aflojó las manos y se movió para succionar el pecho derecho. Ya estaba a punto de estallar. Llevaba así varios meses. El pálpito de su ingle lo apuraba a empujarla contra la pared, levantarle el vestido hasta la cintura, y sepultarse profundamente en el interior de ese cuerpo caliente y acogedor. Ahora.
Ella liberó los brazos del enredo de tirantes y le sacó la camisa de los pantalones. John se enderezó y la observó con los ojos entrecerrados. Antes de ceder a su deseo y tomarla allí mismo junto a la puerta principal, la cogió de la mano y la condujo a la parte posterior de la casa.
– ¿Dónde está tu dormitorio? -le preguntó mientras recorrían el pasillo-. Sé qué está por aquí.
– La última puerta a la izquierda.
John entró en la habitación y se detuvo en seco. La cama tenía una colcha de flores y una cenefa de encaje. Una media docena de cojines llenos de lazos estaban dispuestos contra el cabecero. También había flores en el papel de la pared y en la tela de las sillas. Había una gran corona de flores encima del tocador y dos floreros llenos. Acababa de entrar en el nido de la esencia femenina.
Georgeanne se adelantó, sujetando el vestido sobre los senos.
– ¿Qué te pasa?
Él la miró, estaba allí rodeada de flores por todos lados y tratando de ocultarse con las manos, y fracasando miserablemente.
– Nada, lo que pasa es que aún estás vestida.
– Tú también.
Él sonrió y se descalzó.
– No por mucho tiempo. -Al cabo de unos segundos, él se había deshecho de toda la ropa y cuando volvió a mirar a Georgeanne casi explotó. Ella estaba de pie fuera de su alcance, llevando puestas sólo unas minúsculas braguitas y las medias sostenidas por unos ligueros rosados. Deslizó la mirada por el tentador trozo de muslo al descubierto por encima de las medias hasta las voluptuosas caderas de Georgeanne. Sus senos eran bellos y redondos, sus hombros suaves, su cara hermosa. Se acercó y la apretó contra sí. Ella era ardiente y suave, y todo lo que había querido siempre en una mujer. Tenía la intención de ir despacio. Quería hacer el amor con ella, quería prolongar el placer. Pero no pudo. Se sintió como un niño corriendo hacia su juguete favorito, incapaz de detenerse, lo único que lo detuvo por un momento fue la indecisión sobre dónde tocar primero. Quería su boca, sus hombros y sus senos. Quería besar su vientre, sus muslos y entre sus piernas.
La empujó encima de la cama, luego comenzó a rodar con ella. La besó en la boca y le pasó las manos con suavidad sobre el trasero. Tomó sus bragas y se las deslizó con brusquedad por las piernas. Frotó su erección contra el estómago suave para que sintiera cómo crecía por ella. La tensión de su ingle era cada vez más apremiante y pensó que iba a estallar.
Quería esperar. Quería asegurarse de que ella estaba preparada. Quería ser un amante tierno. La hizo rodar sobre su espalda y terminó de quitarle las bragas. Se sentó sobre los talones y la miró, estaba desnuda con excepción de las medias y el liguero. Ella levantó los brazos hacia él, y supo que no podría esperar. La cubrió con su cuerpo, acunando las caderas entre los suaves muslos, y le colocó las manos a ambos lados de la cara.
– Te amo, Georgeanne -le susurró mientras se miraba en sus ojos verdes-. Dime que me amas.
Ella gimió y le deslizó las manos con suavidad de los costados a las nalgas.
– Te amo, John. Siempre te he amado.
Él descendió rápida y profundamente en su interior y se dio cuenta de inmediato de que se había olvidado del condón. Por primera vez en años se sintió envuelto por carne caliente y resbaladiza. Luchó con desesperación por controlarse mientras la necesidad que sentía por ella le desgarraba el vientre. Se retiró, empujó otra vez, y ambos explotaron en un clímax vertiginoso.
Eran las tres de la madrugada cuando John salió de la cama y comenzó a vestirse. Georgeanne se aseguró la sábana alrededor de los senos y se incorporó para observar cómo se ponía los pantalones. Se iba. Sabía que no tenía otra opción. Ninguno de los dos quería que Lexie supiera dónde había pasado la noche. Pero en lo más profundo de su corazón le dolía su marcha. Le había dicho que la amaba. Se lo había dicho muchas veces. Era un poco difícil de creer. Era difícil que ella confiara en la alegría que sentía en lo más profundo de su ser.
Él cogió la camisa y metió los brazos en las mangas. Las lágrimas inundaron los ojos de Georgeanne y parpadeó para que se fueran. Quiso preguntarle si lo vería otra vez al día siguiente, pero no quería parecer posesiva y ansiosa.
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