Cuando sus compañeros se pusieron en pie, Arnie se percató de que Jack no se iba, miró a Samantha y se fue.
– Vamos muy bien -le dijo Samantha a Jack una vez a solas mientras recogía sus notas.
– Ya lo veo, formáis un buen equipo.
– Me alegro de que te lo parezca.
– ¿Sigues enfadada conmigo?
– No entiendo por qué tienes tan mal concepto de Helen. Por lo que tengo entendido, apenas la conoces. Si hubieras pasado mucho tiempo con ella y se hubiera portado mal contigo, entendería que tuvieras una mala opinión de ella, pero solamente la has visto en un par de ocasiones y la tratas como si fuera la madrastra mala de los cuentos.
Aquello hizo sonreír a Jack.
– No es porque sea mi madrastra.
– Entonces, ¿por qué es?
Jack pareció dudar.
– Es mucho más joven que mi padre y mi padre no era un buen hombre.
Samantha se puso en pie.
– Ah, entiendo. Crees que se casó con él por el dinero, ¿no? -le espetó-. Conozco a Helen desde hace años. Para que lo sepas, me cuidaba cuando era pequeña y siempre hemos tenido una gran amistad. Es como una hermana para mí. Te puedo asegurar que estaba completamente enamorada de tu padre. A lo mejor tú no te llevabas bien con él y te cuesta entenderlo, pero es la verdad. Lo considera el amor de su vida. No puedo evitar defenderla porque es como si estuvieras atacando a mi hermana.
– Pareces muy sincera -contestó Jack poniéndose en pie.
– Así es.
Jack y Samantha se quedaron mirándose intensamente hasta que, por fin, él se encogió de hombros.
– Entonces, supongo que tienes razón.
Samantha se quedó estupefacta.
– ¿Cómo?
– Nunca me has mentido. Te conozco hace tiempo y sé que me puedo fiar de tus juicios, así que respeto tu opinión sobre Helen.
– ¿Y eso qué quiere decir exactamente?
– Que la respeto como persona. Es cierto que no he pasado mucho tiempo con ella, en eso tienes razón. Lo cierto es que no la conozco de nada. A lo mejor no es como yo creía.
¿Así de fácil? Samantha no se lo podía creer. Samantha recordó que Jack tampoco mentía nunca y se dijo que podía fiarse de él.
– Bueno, estupendo.
– ¿Ya no estamos enfadados? -preguntó Jack.
– Supongo que no.
– Parece que te fastidia.
– Será porque tengo un montón de energía dentro y no sé cómo quemarla -contestó Samantha.
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, se dio cuenta de que se le tensaba todo el cuerpo, de que toda la sala de reuniones se llenaba de electricidad y no era porque no se llevaran bien sino porque Samantha no podía dejar de sentirse atraída por el hombre que tenía frente a sí.
Su mente le dijo que saliera corriendo de allí a toda velocidad, pero su cuerpo le suplicó que se quedara y disfrutara de la situación.
Al final, Jack rompió el hechizo al mirar el reloj.
– Tengo que preparar la reunión de mañana.
– ¿Viene todo el mundo?
– Sí, más o menos. Un par de personas entrarán por videoconferencia o por teléfono. No va a ser nada agradable.
– He leído la prensa esta mañana y no decía nada.
Jack se encogió de hombros.
– Eso es porque a las ocho de la tarde de ayer solamente lo sabíamos tú y yo.
– Ah -contestó Samantha, que había creído que lo sabría más gente-. Yo no le he dicho nada a nadie.
– Ya lo sé -contestó Jack despidiéndose y yéndose.
Samantha se volvió a sentar y esperó a que el deseo que se había apoderado de todo su ser desapareciera.
¿Por qué aquel hombre le atraía tanto si tenía un montón de cosas que no le gustaban? Era orgulloso, controlador y poderoso y, sin embargo, acababa de reconocer con total naturalidad que se había equivocado con Helen.
En todos los años que había estado casada con Vance jamás le había visto hacer algo parecido. El pobre tipo se creía perfecto.
En eso, desde luego, ambos hombres eran completamente diferentes, pero no era suficiente. Samantha se dijo que no podía arriesgarse a cometer otro error como el de la última vez porque, si lo hacía, podría salir muy mal parada.
Tres de los miembros del Consejo de Administración vivían en Chicago, otros habían llegado en avión y otros dos iban a asistir a la reunión por teléfono.
Jack entró en la sala de reuniones exactamente a las once y media de la mañana y los allí reunidos tomaron asiento y escucharon las malas nuevas que tenía que comunicarles.
Por supuesto, todos estuvieron de acuerdo en preparar una nota de prensa para hacer público lo que había sucedido.
– Yo creo que lo mejor sería que te quedaras ocupando el puesto de tu padre de manera permanente -sugirió Baynes, el miembro de más edad del consejo.
– Dije que me quedaría tres meses y me quedaré tres meses -contestó Jack.
– Por favor, Jack, sé razonable, la empresa va a pasar una crisis terrible. Piensa en los empleados y en los accionistas. Tenemos una responsabilidad hacia ellos.
– Yo, no.
– Tú eres el hijo mayor de George Hanson -le recordó la señora Keen, la única mujer del Consejo de Administración.
– Tengo dos hermanos más.
– ¿Y dónde están? No tienen ni la experiencia ni la educación ni el temperamento para este tipo de trabajo.
– Tres meses -insistió Jack-. Tienen tres meses para encontrar a un presidente o presidenta.
– Pero…
Jack se puso en pie.
– No voy a cambiar de opinión -les advirtió-. Además, ni siquiera sabemos quién tiene la mayoría de la empresa porque las acciones de mi padre están en el limbo hasta que se abra su testamento. ¿Quién sabe? A lo mejor, su último deseo fue que se vendieran al mejor postor.
Todos los miembros del consejo palidecieron ante aquella posibilidad. Mientras recobraban el color, Jack aprovechó para salir de la sala. Una vez en el pasillo, se deshizo el nudo de la corbata, pero aquello no fue suficiente.
Se sentía completamente atrapado.
– Dentro -gritó Samantha tirando la bola-. ¡Dos más para nuestro equipo! -exclamó chocando las cinco con Patty-. Ganamos por seis.
Jugar al baloncesto en el pasillo a lo mejor no era muy propio de una empresa, pero a Samantha le parecía que ayudaba mucho a un equipo a relajarse después de un día entero haciendo brainstorming.
– Ahora veréis -dijo Phil lanzando.
La bola rebotó en la canasta y se perdió por el pasillo. Cuando Jack dobló la esquina con la bola en la mano, el equipo de Samantha se quedó en silencio y la miró.
– ¿Puedo jugar? -preguntó Jack.
– Claro -contestó Samantha.
Jack se quitó la chaqueta y la corbata y se remangó la camisa mientras Phil le explicaba quién iba en cada equipo.
– ¿Se te da bien jugar al baloncesto?
– Más o menos -sonrió Jack.
Diez minutos después, Samantha y todos los demás habían comprobado que no era que se le diera bien sino que era un as de la canasta. Se movía con la velocidad de un guepardo y llegaba a todas las bolas y a todos los rebotes.
Para colmo, cada vez que saltaba, se le subía la camisa y dejaba al descubierto unas abdominales fabulosas que Samantha no podía dejar de mirar.
«A lo mejor ha llegado el momento de buscarme una aventura para pasar el rato y olvidarme de Vance», pensó Samantha decidiendo que no estaba preparada para una relación seria.
– Gracias por dejarme jugar -se despidió Jack.
– De nada -contestó Phil.
– ¿Os apetece que tomemos algo dentro de media hora en el bar de la esquina? -propuso Jack consultando el reloj.
– Estupendo -contestaron los demás volviendo a sus oficinas.
– Tú también te vienes, ¿no? -le preguntó Jack a Samantha una vez a solas.
Samantha sabía que no debería ir, que no era un movimiento inteligente por su parte, pero…
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