Molly miró su reloj. Tenía unas cuantas horas antes de que Dylan regresara a casa. Le había hablado de una biblioteca en el otro extremo del edificio. Un buen libro sería una gran distracción, pero primero tenía que hacer unas cuantas llamadas de teléfono. Después de sacar su tarjeta telefónica de la cartera, se acomodó sobre la cama y colocó el teléfono en su regazo. Tecleó el número de su casa, luego introdujo el número de su tarjeta y, cuando oyó saltar el contestador, marcó el código de dos dígitos que le permitía escuchar los mensajes. El rápido pitido le indicó que no había ninguno.
En realidad, era demasiado pronto para esperar una respuesta, se dijo en silencio, desechando cualquier sentimiento de decepción. Pero era tan difícil no albergar esperanzas, no desear un milagro… sólo uno más. ¿Acaso era pedir demasiado?
Al ver que no había respuesta, marcó otro número. Descolgaron el teléfono al segundo timbrazo.
– ¿Sí?
– Hola, soy yo.
– ¡Molly! -la voz de Janet era afectuosa y alegre-. ¿Cómo estás? O mejor dicho, ¿dónde estás? Ya te has ido, ¿verdad?
– Sí. Estoy… -Molly se quedó mirando la hermosa habitación de invitados y sonrió-. Nunca adivinarías dónde estoy.
– Detesto las adivinanzas -rió su hermana-. Se me dan fatal, ya lo sabes. De acuerdo. Estás en Nueva York.
– No, un segundo intento, y después te lo diré. Pero te daré una pista. Hace calor y hay unas vistas increíbles.
– Ah, eso es fácil, Hawai. ¡Qué maravilla!
– Lo siento, Janet -rió Molly-, ni siquiera te has acercado. Estoy en la habitación de invitados de Dylan Black.
Se produjo un absoluto silencio. Molly podía imaginar a su hermana quedándose boquiabierta. Estaría tratando de vocalizar sin decir palabra durante treinta segundos.
– ¿Que estás dónde?
– Lo sé, lo sé, parece muy extraño, ¿pero te acuerdas del anillo del que te hablé?
– Claro. En realidad, era mi anillo.
– Le diste calabazas -le recordó Molly-. Cuando lo encontré, recordé que me había prometido que correríamos juntos una aventura. No podía pensar en ningún otro lugar al que ir, así que aquí estoy.
– Cielo, ¿te encuentras bien? -Janet habló en voz baja impregnada de preocupación-. Sé que fue tu amor platónico y todo eso, pero han pasado años. Ya no lo conoces. ¿Estás segura de estar a salvo?
Molly reflexionó por un momento.
– No me dices nada que no me haya dicho ya a mí misma. Sé que parece una locura, y en cierto sentido lo es, pero no sabía qué hacer. Al menos, Dylan es una distracción fabulosa, y eso es lo que necesito ahora mismo.
– No es un asesino en serie, ¿verdad? Aunque no te lo diría si lo fuera.
– No creo que los asesinatos den para tanto -dijo Molly mirando a su alrededor-. Tiene una empresa muy próspera. Su casa es fantástica. Es gigantesca, y está en lo alto de la colina… -a Molly se le pasó una idea por la cabeza-. Janet, ¿estás enfadada porque esté aquí? ¿Te molesta?
– Si lo que me preguntas es si todavía siento algo por él, por favor, no te preocupes. Hace años que lo he olvidado. Ya sabes que quiero a Thomas. Han pasado diez años y seguimos igual de enamorados. Dylan fue mi primer novio serio y siempre tendré recuerdos gratos de él, pero no habría funcionado. Los dos lo sabíamos -Janet inspiró hondo-. Estoy segura de que le va bien el negocio, pero él no ha cambiado, Molly. Sigue siendo un hombre peligroso. Me parece que no está casado, y no creo que sea capaz de aceptar esa clase de compromiso.
– Vamos a hacer un viaje juntos -dijo Molly mirando el teléfono fijamente-, no a tener una relación.
– Esas cosas pasan. Sólo quiero que tengas cuidado, ahora mismo eres vulnerable y no quiero que te haga daño.
– No tienes por qué preocuparte. Tendría que estar mínimamente interesado en mí para hacerme daño y las dos sabemos que eso no va a ocurrir.
– No digas eso -le suplicó Janet-. Eres adorable. Cualquier hombre se sentiría muy afortunado de tenerte.
Molly tiró de sus vaqueros, separando la tela de sus generosos muslos.
– Es verdad, tengo tantos problemas con todos esos hombres que hacen cola delante de mi apartamento… Fue muy difícil salir de casa esta mañana, pero intento ser amable cuando los rechazo.
– Eres tonta.
– Hace un minuto has dicho que era adorable.
Janet rió.
– Molly, me vuelves loca. ¿Tenías algún mensaje?
– No -Molly perdió el humor al instante.
– Es demasiado pronto.
– Lo sé.
– Todo saldrá bien.
– También lo sé.
Lo sabía, pero no lo creía.
– Entonces, ¿a dónde pensáis ir?
– No tengo ni idea -dijo Molly-. Dylan elegirá nuestro destino.
– ¿Estás segura de lo que haces?
– No estoy segura de nada, Janet, pero si lo que me preguntas es si estoy segura de querer ir con Dylan, la respuesta es sí. No hay nada que desee más en este mundo. Necesito dejarlo todo unos días y él es la manera perfecta de hacerlo. Así que procura no preocuparte.
– No me preocuparé si me prometes mantenerte en contacto.
– Te lo prometo.
– Te quiero, hermanita -suspiró Janet-. Cuídate.
– Yo también te quiero. Dale a Thomas y a las niñas un beso de mi parte. Adiós.
Colgó el teléfono. Sin el apoyo de Janet no habría sobrevivido a los últimos diez días. Era agradable que alguien se preocupara por ella. Sin embargo, durante los próximos días no iba a pensar en nada más que en pasárselo de maravilla en aquella aventura.
Dylan apretó automáticamente el botón del control remoto que abría la puerta del garaje. Al frenar, vio el utilitario azul de Molly aparcado a un lado e hizo una pausa. No estaba acostumbrado a llegar a casa y encontrarse a alguien. Durante los dos años que llevaba viviendo allí, había tenido compañía nocturna tal vez en tres ocasiones. Cuando tenía una relación con una mujer, solía quedarse en la casa de ella. Prefería poder irse cuando quisiera y no tener que pedirle qué se fuera si quería estar solo.
Se quedó mirando el coche. Era un vehículo modesto, ni divertido ni llamativo. Pero claro, a Molly no le iba lo llamativo, al menos cuando era una adolescente. Dejó el coche en su plaza y apagó el motor. Después de tomar su cartera, cerró la puerta del garaje y entró en la vivienda.
– Estoy en casa -anunció, y luego frunció el ceño al preguntarse si alguna vez había pronunciado aquellas palabras. Era un viejo cliché televisivo: «Cariño, ya estoy en casa».
– Hola -contestó Molly. A juzgar por la procedencia de su voz, debía de estar en la biblioteca.
Dylan dejó la cartera en el mostrador de la cocina, sacó un par de cervezas de la nevera y fue en busca de su invitada. La encontró acurrucada en uno de los sillones de cuero, leyendo. Una lámpara de pie irradiaba un cálido círculo de luz sobre ella y el libro. Tenía las rodillas dobladas y los pies ocultos bajo su cuerpo, y había tenido el cuidado de dejar los zapatos a un lado del sillón.
No se había fijado en él y parecía absorta en la lectura. Por un momento, Dylan se limitó a observarla. No podía olvidar la extraña sensación de saber que había estado en su casa mientras él trabajaba. En el despacho había conseguido concentrarse en la tarea y olvidarse del almuerzo con Molly, pero de vez en cuando se había sorprendido recordando algo de lo que ella había dicho o imaginando un rápido movimiento de sus manos. Aunque no le había emocionado la idea de ir a su casa y encontrarla allí, tampoco le había asustado. En las pocas ocasiones que había permitido que alguna de sus mujeres pasara allí la noche se había sentido atrapado e incómodo. Tal vez la diferencia era que hacía muchos años que conocía a Molly. Seguramente se debiera a que no tenían una relación ni era probable que la tuvieran. Se acercó a ella.
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