El hecho de que Daphne no aceptara su matrimonio como algo irrevocable lo ponía furioso. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad? Él, que le había hecho el honor de casarse con ella.
En lugar de mostrarse lógica y agradecida, no paraba de pelearse con él y le hacía la vida difícil mirándolo siempre con ojos acusadores.
Mientras se tomaba otra copa de coñac, Murat se dijo que Daphne necesitaba tiempo y, si estaba embarazada, lo tendría. De no ser así, volvería a irse. No quería ni pensar en ello. No quería que Daphne se fuera. No lo iba a permitir.
El sonido de unos pasos que se acercaban lo sacó de sus pensamientos y, al levantar la mirada, se encontró con varios ancianos, jefes de las tribus, que se inclinaban ante él junto a la chimenea.
Murat los invitó a sentarse y, tras las conversaciones sin importancia de costumbre, como la carrera de camellos que iba a tener lugar al día siguiente, uno de los ancianos se atrevió a ir directamente al grano.
– Alteza, nos hemos dado cuenta de que nuestra querida princesa Daphne se ha ido.
– Así es.
– ¿Se ha puesto enferma?
– No, Daphne tiene una salud excelente – contestó Murat.
– Menos mal.
Entonces, se hizo el silencio.
– Es estadounidense -comentó otro al cabo de un rato.
– De eso ya me he dado cuenta -contestó Murat.
– Las mujeres occidentales pueden resultar de lo más testarudas y difíciles. A veces, no entienden las sutilezas de nuestras costumbres. Claro que la princesa Daphne es un ángel.
– Sí, un ángel -afirmaron los demás.
– Yo no diría tanto -murmuró Murat.
Más bien, él habría dicho que era un diablo, un diablo que lo sacaba de quicio y que, si no tenía cuidado, pronto lo tendría atrapado.
– ¿Ha probado a pegarle? -le preguntó uno de los ancianos.
Murat se irguió y lo miró con furia. El anciano dio un paso atrás.
– Mil perdones, Alteza.
Murat se puso en pie y señaló la oscuridad.
– Fuera de aquí -le ordenó al anciano-. Vete y que no vuelva a verte en mi vida.
El hombre exclamó sorprendido pues no era normal que un príncipe tratara así a un anciano. El sabio, temblando, se puso en pie y se perdió en la noche.
Murat volvió a sentarse y miró a los seis hombres que tenía ante sí.
– ¿Alguien más me sugiere que pegue a mi mujer?
Nadie contestó.
– Sé qué habéis venido a ofrecerme ayuda y consejo y os lo agradezco, pero quiero que tengáis muy claro que la princesa Daphne es mi esposa, la mujer que yo he elegido para ser la madre de mis hijos y para compartir mi vida. Tenedlo en cuenta cuando habléis de ella.
Los ancianos asintieron.
Murat se quedó mirando las llamas. Aunque era cierto que Daphne lo sacaba de quicio, jamás había pensado en pegarle. ¿De qué servía pegar a una mujer? ¿Acaso para demostrar que uno era más fuerte físicamente? Murat creía que lo único que se demostraba pegando a la compañera de vida era que se era un cobarde y que no se sabía arreglar las cosas dialogando.
– ¿Y usted sabe por qué se ha ido la princesa? -preguntó uno de los sabios tímidamente.
«Interesante pregunta», pensó Murat.
– Me ha hecho enfadar y he hablado apresuradamente -admitió.
– Podría ordenarle que volviera -sugirió otro.
Sí, Murat era consciente de que podía ordenarle a Daphne que volviera, pero ¿para qué? ¿Para tenerla allí mirándolo con ira? No, no era eso lo que Murat quería. Claro que no tenerla a su lado lo estaba matando.
– El príncipe quiere que la princesa vuelva por voluntad propia -opinó otro de los hombres.
Murat lo miró.
– Efectivamente -contestó -. Quiero que vuelva porque a ella le apetezca hacerlo.
– Pero no lo va a hacer. Las mujeres son como el jazmín, ofrecen su dulzura por la noche, cuando el mundo duerme. Otras flores dan su aroma durante el día, cuando todos están despiertos para disfrutar de ellas, pero el jazmín es una flor muy testaruda.
– ¿Y ahora qué hago? -quiso saber Murat.
– Ignórela -le aconsejo uno de los ancianos-. Lo mejor será que la deje sola un tiempo para que, cuando lo vuelva a ver, se sienta agradecida y feliz y se pliegue a sus deseos.
Murat se dijo que aquel hombre no conocía a Daphne, una mujer que no se plegaba a los deseos de nadie.
– Podría tomar una amante -sugirió otro-. Hay varias chicas jóvenes muy guapas en la caravana. Un hombre no echa de menos el plato principal si hay dulces variados sobre la mesa.
Murat negó con la cabeza. No le interesaba ninguna otra mujer y, además, había dado su palabra de serle fiel a Daphne y la cumpliría hasta la muerte.
– Una flor necesita que la atiendan -opinó el más sensible de todos ellos-. Si se la deja sola, crece salvaje o se seca y muere.
Los demás ancianos lo miraron.
– ¿Estás diciendo que el príncipe Murat debería ir tras ella?
Murat también lo miraba sorprendido.
– Te recuerdo que soy el príncipe heredero Murat de Bahania.
El sabio sonrió en la oscuridad.
– Yo creo que la princesa Daphne eso lo tiene muy claro.
Daphne había dicho exactamente lo mismo.
– El jardinero se ocupa de sus flores -continuó el sabio-. Se arrodilla ante ellas y mete las manos en la tierra. Como recompensa a su trabajo, obtiene la belleza y la fuerza que aguanta a las peores tormentas.
– ¿De verdad quieres que vaya a buscarla?
– Sí, Su Alteza debería ir a buscarla. Déle un suelo fértil y ella florecerá para usted.
Murat pensó que, más bien, a Daphne le saldrían espinas y él se pincharía. ¿Ir tras ella? ¿Ceder? ¿Él? ¿El príncipe heredero?
Murat se puso en pie y se fue a su dormitorio sin decir palabra. Una vez allí, percibió el perfume de Daphne y pensó en cuánto la echaba de menos.
«Su Alteza debería ir a buscarla», le había aconsejado el sabio.
¿Y luego qué?
A Daphne le costó un gran esfuerzo que los criados la ayudaran a bajar sus herramientas de trabajo al jardín del harén, pero, por fin, lo consiguió.
Llevaba tres noches sin dormir y sabía que lo único que la tranquilizaría sería modelar la arcilla, así que estuvo todo el día trabajando.
Al atardecer, se sentó en un banco y admiró su obra.
– Tenías prohibido volver aquí -gritó un hombre a sus espaldas.
Daphne se giró y comprobó que se trataba de Murat.
– Tranquilo, sólo he vuelto para trabajar -contestó Daphne.
Murat la miró sorprendido.
– ¿Eso quiere decir que sigues viviendo en la suite conmigo?
– Sí, pero me estoy pensando muy seriamente cambiar de opinión -contestó Daphne limpiándose las manos en una toalla y yéndose.
Murat se quedó observándola. En el helicóptero que lo había llevado hasta allí, había pensado en todas las palabras bonitas que le iba a decir, pero, al entrar en su suite y no verla, se había enfurecido.
Al salir del harén para ir en su busca, se encontró con su padre.
– Me acabo de encontrar con tu esposa y no parecía muy contenta.
– Ya lo sé.
El rey Hassan suspiró.
– Murat, eres mi primogénito y no podría pedir un heredero mejor, pero, en lo que se refiere a Daphne, lo estás haciendo fatal. A ver si te espabilas un poco porque me ha costado mucho volverla a traer a Bahania para que ahora lo estropees todo.
Daphne entró en la suite que compartía con Murat y se dio cuenta de que no sabía qué hacer.
Tras recorrer la espaciosa estancia dos veces, se paró junto al sofá en el que estaba durmiendo uno de los gatos del rey y recordó que hacerle caricias a una mascota aliviaba, así que tomó al gato en brazos.
Aun así, sentía que la sangre le bullía en las venas.
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