– Perfecto -susurró Sabrina.
Kardal rodeó la hoguera hasta hallarse frente a ella. El manto que lo cubría estaba abierto y se ahuecaba a cada paso que daba.
– Me sorprende que te guste -dijo-. A la mayoría de los occidentales y a muchas mujeres les resulta demasiado fuerte.
– Imposible demasiado fuerte -contestó Sabrina tras dar un nuevo sorbo.
– ¿No prefieres un buen cappuccino?
– Ni en sueños -aseguró ella.
Kardal la instó a que lo acompañara hasta un extremo del campamento. Una vez allí, se puso las manos en las caderas y la miró como si fuese un gusano especialmente desagradable.
Hay que hacer algo contigo -anunció.
¿ Qué?, ¿Es que no quieres pasar el resto de tu v ida viajando conmigo por el desierto? Y yo que creía que disfrutabas atándome y haciéndome dormir sobre el suelo -contestó con sarcasmo Sabrina.
¡ Vaya! -Kardal enarcó las cejas-. Se te ves más animada que anoche.
Natural. Estoy descansada, tengo café. A pesar de lo que la gente dice, soy una criatura con necesidades y gustos sencillos.
La curva de su boca le indicó que no la creía.
Tenemos tres opciones -arrancó Kardal. Podemos matarte y dejar tu cuerpo en el desierto; podemos venderte como esclava o podemos retenerte y pedir un rescate a tu familia. Sabrina estuvo a punto de que el café se le atragantara, incapaz de creer que hablaba en serio. Aunque no cabía duda de que su tono de voz había parecido serlo.
– ¿Puedo ver qué sorpresa hay detrás de la cortina número cuatro? -respondió por fin, como si se tratara de un premio de un concurso. Al ver que no contestaba, él añadió-: Yo descartaría la opción de matarme. Y, la verdad, no creo que fuera a ser una buena esclava.
– Ya lo había pensado. Claro que una buena paliza podría cambiar las cosas.
– ¿Y por qué no mejor una mala paliza?
– Lo que tú prefieras.
– ¿Entre una paliza buena y una mala? Ninguna, gracias – Sabrina no podía creerse que estuviera manteniendo aquella discusión. No podía creerse que le estuviese pasando algo así.
– Me refería -dijo él hablándole despacio, como si considerase que Sabrina no tenía muchas luces- a que puedes elegir entre las tres opciones.
– ¿Elijo yo? ¡Qué democrático!
– Solo intento ser justo.
– Lo justo sería darme un caballo y unas cuantas provisiones e indicarme qué dirección debo seguir -replicó Sabrina.
– Ya has perdido tu caballo y tu camello. ¿Por qué iba a confiarte uno mío?
A ella no le gustó la pregunta, así que la pasó por alto. No tenía sentido discutir que el hecho de perder su caballo y su camello se había debido a la tormenta y no a un error.
– No quiero que me matéis -dijo cuando por fin aceptó la posibilidad de que de veras estuviese esperando a que eligiese su destino-. Y no me apetece ser esclava de ningún hombre -añadió. Claro que tampoco quería volver a palacio y casarse con el anciano. Por desgracia, no tenía muchas opciones.
Se preguntó si su padre se molestaría en pagar un rescate por ella. Supuso que sí, aunque solo fuera porque lo contrario quedaría feo. Eso sí. estaba segura de que si alguien secuestrara a sus amados gatos, movilizaría todas sus fuerzas hasta recuperarlos.
Era muy triste, pensó, que su padre quisiera sus hermanos y a sus gatos más que a ella. Pero Kardal no estaba al corriente de eso. Y no había otra opción. Tendría que decirle quién era y confiar en que fuese un hombre de honor, leal al rey. De ser así, no dudaría en devolverla a su padre. Y a partir de ahí ya se las arreglaría ella para deshacer la boda con el anciano.
Soy la princesa Sabrá de Bahania -anunció por fin, estirando sus ciento sesenta y dos centímetros y dándose aire importante-. No tienes derecho a hacerme prisionera ni a decidir mi destino. Te exijo que me devuelvas a palacio. De lo contrario, me veré obligada a informar a mi padre de lo que has hecho. Mi padre te dará caza como los perros que sois.
Ya – Kardal puso cara de aburrimiento.
– ¿No me crees? -preguntó ella-. Te aseguro que es la verdad.
– Pues no pareces muy regia. Si de verdad eres la princesa, ¿qué hacías sola en medio del desierto?
– Ya te lo dije ayer. Buscar la Ciudad de los Ladrones. Quería encontrarla y sorprender a mi padre con sus tesoros.
Hasta ahí era cierto, pensó. No solo quería descubrir la ciudad en sí, sino que imaginaba que sería una buena manera de captar la atención de su padre. Si le hacía ver que era una persona decidida y con iniciativa propia, quizá lograra convencerlo para que anulase el compromiso de matrimonio.
– Aunque fueras la princesa, cosa que dudo, no entiendo qué hacías sola. Está prohibido – contestó Kardal-. Por otra parte, se dice que la princesa es caprichosa, así que quizá estéis diciendo la verdad.
Era una de esas situaciones en las que no podía ganar. Quería que Kardal la creyese, pero no porque la tomara por una niña mimada. ¿Por qué tenían tan mala imagen de ella?, ¿Acaso nadie entendía que no había tenido una vida normal? Dividir su tiempo entre un padre y una madre que en realidad no la querían tener en medio no le había permitido disfrutar de una infancia ni remotamente feliz. Quienes pensaban que era afortunada, solo veían la ropa que la envolvía. Nadie veía las largas horas que había pasado en soledad de pequeña.
Pero no tenía sentido explicarle todo eso a Kardal. No la creería y, aunque lo hiciese, no le importaría.
Consideraré lo que has dicho -comentó él por fin.
¿ Y eso qué significa? ¿Me crees cuando te digo que soy la princesa?, ¿Vas a devolverme al palacio de Bahania?
No -respondió Kardal-. Creo que, de momento, me quedaré contigo. La idea de tener a una princesa de esclava suena atractiva. |
No podía estar hablando en serio, pensó Sabrina.
No. No puedes hacer eso.
¿Qué me lo impide? -Kardal soltó una risotada burlona y se alejó.
Te arrepentirás de esto -gritó irritada. Si no valorara tanto el café, le habría tirado el líquido hirviente a la espalda-. Me aseguraré de que lo lamentes.
Ya lo sé, Sabrina -dijo él tras girarse a mirarla-. Apuesto a que lo lamentaré el resto de mi vida. Cuarenta minutos después, decidió que no le bastaría con azotarlo. La idea de fusilarlo y ahorcarlo al mismo tiempo volvió a parecerle la opción más apropiada. Quizá hasta debiera de decapitarlo. No solo la había amenazado e insultado. No solo la había atado. Sino que, encima, le había vendado los ojos.
– No sé qué crees que estás haciendo – dijo Sabrina con rabia. La sensación de estar ciega al tiempo que cabalgaba era desconcertante. Tenía la impresión de que en cualquier momento acabaría bajo los cascos del caballo.
– En primer lugar, no hace falta que grites-le susurró Kardal al oído-. Estoy justo detrás de ti.
– Como si no lo supiera -replicó Sabrina. Estaba sentada delante de él, en su silla. Por más que intentaba no tocarlo, no había espacio suficiente y su espalda no dejaba de rozar el torso de Kardal-. ¿Qué viene en segundo lugar?
– Voy a hacer realidad tu deseo. Nos dirigimos a la Ciudad de los Ladrones.
Ella no respondió. No pudo. La cabeza se le llenó de preguntas, de incredulidad, de esperanza, de emoción.
– ¿De verdad?
– De verdad -Kardal rió-. He vivido allí toda la vida.
– Pero no puedes… no… -dejó la frase en el aire. No tenía sentido-. Si de veras existe, ¿cómo es que nunca se oye hablar de ella?
– Preferimos que sea así. No estamos interesados en el mundo exterior. Vivimos de acuerdo con la tradición.
Lo significaba que la vida de las mujeres no tenía mucho valor.
No te creo -contestó Sabrina-. Solo lo haces para crearme falsas esperanzas.
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