Susan Mallery - Arenas de pasión

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¿Cómo se atrevía aquel hombre a hacer algo así? ¿Y cómo se atrevía su cuerpo a traicionarla de aquella manera? ¿Cómo era posible que sintiera lo que sentía con sólo notar el roce del príncipe Kardal Khan? Lo único que había deseado en toda su vida era tener alguien a quien amar… pero jamás habría pensado que se enamoraría del hombre que la había secuestrado y la había convertido en su esclava.
Quizá fuera el príncipe de la Ciudad de los Ladrones, pero en lo que se refería a la princesa Sabra, él no había robado nada; al rescatarla en medio del desierto lo que había hecho era recuperar lo que era suyo. Porque, aunque ella no lo supiera, aquella bella y testaruda mujer estaba destinada a convertirse en su esposa.

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Ni siquiera sabía cuántos años tenía. ¿Cómo iba a confiar en él para buscarle marido? La espantaba imaginarse junto a aquel horrible viejo de mal aliento con el que el rey Hassan la casaría.

Su padre la había ignorado toda la vida, aunque había pasado todos los veranos en palacio, apenas había hablado con ella. Siempre la dejaba sola mientras se iba de viaje con sus hijos. Y durante el año, mientras estudiaba en California, nunca la llamaba ni le escribía. ¿ Por qué había de obedecerlo?

Así que, en vez de quedarse quieta y casarse con aquel viejo, se había fugado en busca de la Ciudad de los Ladrones. Y había acabado en manos de un grupo de forajidos. Tal vez habría ido mejor ser la cuarta esposa del viejo.

– ¿En qué piensas? -le sorprendió una voz

– En que necesito unas vacaciones y no era esto lo que había pensado.

Abrió los ojos y vio a su secuestrador frente a ella. Se había quitado el manto que le cubría la cabeza. Con unos simples pantalones de algodón y una túnica, no debería haber parecido tan formidable.

Se cernía sobre ella como un dios y su silueta se recortaba contra un bonito cielo negro. Aunque nunca se había sentido totalmente a gusto en Bahania, siempre le había gustado la perfección de sus estrellas. Pero no eran esas luces titilantes lo que más le llamaba la atención esa noche.

Sino un hombre alto, de pelo negro, corto. A pesar de que había anochecido, apreció un destello de dientes blancos cuando sonrió.

– Eres valiente como un camello -dijo él.

– Vaya, muchas gracias. Los camellos no son valientes.

– O sea, que algo del desierto sabes. Bien. ¿Qué tal si te digo valiente como un zorro del desierto?

– ¿No están corriendo todo el rato?

– Veo que me has entendido -el hombre se encogió de hombros.

En lo que habría sido el más infantil de los arrebatos, Sabrina tuvo ganas de sacarle la lengua. Pero se contuvo y aspiró el aroma de algo que olía deliciosamente. Le sonaron las tripas y se dio cuenta de que el hombre tenía un plato en una mano y una taza en la otra.

– ¿La cena? -preguntó con cautela, tratando de no sonar demasiado esperanzada.

– Sí -el hombre se agachó frente a ella, colocó el plato y la taza sobre la arena y la ayudó a que se sentara-. La cuestión es: ¿puedo fiarme de ti si te desato?

Estuvo tentada de lanzarse hacia el suelo y empezar a comer directamente del plato. La boca se le hizo agua. Tanto que tuvo que tragar dos veces antes de responder:

– Juro que no intentaré escaparme.

– ¿Por qué iba a creerte? -preguntó el hombre mientras se sentaba junto a ella-. Lo único que sé de ti es que tienes el sentido común de un mosquito.

– Podías ahorrarte las comparaciones con animales -contestó Sabrina-. Si te refieres a que he perdido el caballo y el camello, no ha sido por mi culpa. Intenté amarrarlos cuando vi que la tormenta de arena se acercaba. Luego me cubrí con un manto y me tiré al suelo. Puedo decir que el hecho de sobrevivir a la tormentas prueba más que suficiente de mi sentido común.

¿Y qué me dices del sentido común de estar sola en el desierto? -dijo él mientras le daba la taza-. ¿O prefieres que hablemos cómo ataste al caballo y al camello para que los hayas perdido?

La verdad es que no -murmuró Sabrina, se agachó para dar un sorbo de la taza que el hombre le sostenía.

El agua estaba fresca y limpia. Tragó con avidez el líquido vital. Jamás le había sabido nunca tan rico, tan perfecto.

Cuando terminó, el hombre dejó la taza en el suelo y levantó el plato.

Sabrina miró los trozos de carne y las verduras, miró las manos del secuestrador.

– ¿No pensarás darme de comer? -dijo levantando las muñecas atadas-. Si no quieres soltarme, deja al menos que coma por mi cuenta.

Le desagradaba que tocase su comida. Aunque estaba hambrienta y el hombre parecía limpio. A pesar de que, bajo el intenso calor del desierto, su secuestrador no olía no parecía sudoroso.

– Hazme el honor -contestó él burlonamente al tiempo que le ofrecía un trozo de carne. Sabrina supuso que debería haberse negado, pero tenía el estómago demasiado vacío. De modo que se agachó y comió la carne, asegurándose de que sus labios no tocaran los dedos del hombre en ningún momento

– . Soy Kardal. ¿Cómo te llamas?

Se tomó un tiempo en responder. Después de tragar, se humedeció los labios y miró con apetito hacia el plato. Aunque no tenía claro por qué, no quería decirle quién era.

– Sabrina -respondió por fin, con la esperanza de que no relacionase el nombre con la princesa Sabrá de Bahania-. No pareces un nómada -añadió para distraerlo.

– Pues lo soy -el hombre le ofreció otro trozo de carne.

– Apuesto a que te has educado lejos de aquí. ¿En Inglaterra?, ¿Estados Unidos quizá?

– ¿Por qué lo dices?

– Tu forma de hablar. Las palabras y la sintaxis que utilizas.

– ¿Qué sabes tú de sintaxis? -contestó sonriente el hombre.

– Aunque no te lo creas, no soy idiota -repuso ella tras masticar y tragar-. Tengo estudios. Sé cosas.

– ¿Qué cosas, pajarillo? -el hombre le lanzó una mirada que pareció apoderarse de su alma.

Yo…

Se libró de contestar gracias a que el secuestrador le ofreció un trozo de lechuga. Esa vez, en cambio, tuvo menos cuidado y el borde de su dedo índice le rozó el labio inferior. Nada más notar el contacto, sintió algo extraño en su interior. Había envenenado la comida, pensó. Seguro que habían condimentado la comida con algo mortal.

Pero tenía tanta hambre que le daba igual, siguió comiendo hasta vaciar el plato y luego un segundo vaso de agua. Aunque había supuesto que el hombre regresaría con sus compañeros nada más terminar la cena, se que-entado frente a ella, examinándola.

Se preguntó si tendría muy mal aspecto. Tenía pelo enredado y estaba segura de que su cara estaría manchada de polvo después de la tormenta de arena. Le era indiferente si le resultaba atractiva a su secuestrador. Era mera vanidad femenina, nada que ver con el hombre que tenía delante.

¿Quién eres? -preguntó él-. ¿Qué hacías sola en el desierto?

Lleno el estómago, Sabrina se sentía menos débil y asustada. Pensó en mentirle, pero nunca se le había dado bien. Podía negarse a contestar, pero la mirada de Kardal la intimidaba. Lo más sencillo sería contarle la verdad. O, al menos, parte de ella.

– Estoy buscando la Ciudad de los Ladrones.

Esperó una reacción de interés o incredulidad. Pero no que echara la cabeza hacia atrás y soltase una risotada que resonó por todo el desierto. Los hombres se giraron hacia ellos desde el campamento. Al igual que los caballos.

– Ríete si quieres -espetó Sabrina-. Es verdad. Sé perfectamente dónde está y voy a encontrarla.

– Esa ciudad es un mito. Hace siglos que la buscan personas de todo el mundo. ¿Qué te hace pensar que una chiquilla como tú va a encontrarla cuando ellos no han podido?

– Algunos la encontraron -insistió Sabrina-. Tengo mapas, diarios.

El hombre bajó la mirada hacia el cuerpo de Sabrina. Llevaba una camiseta, unos vaqueros y unas botas de montaña. Tras ella, sobre la arena, se extendía su manto. Lo necesitaría más tarde. De hecho, la temperatura ya estaba bajando.

– ¿Y dónde dices que tienes los mapas y los diarios? -preguntó con irritante amabilidad.

En las alforjas.

– ¿Te refieres a las alforjas del caballo que has perdido

– Sí -Sabrina apretó los dientes.

Eres consciente de que te va a costar todavía más encontrar esa ciudad novelesca sin los mapas, ¿verdad?

Perfectamente consciente -replicó ella, cerrando las manos en puño.

Y, sin embargo, sigues empeñada en buscarla. -Kardal enarcó las cejas.

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