Susan Mallery - El jeque enamorado

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Gracias a Dios no estaba embarazada… ¡pero estaba casada!
Al menos eso era lo que afirmaba aquel hombre, el mismo del que se había enamorado en la universidad… que también aseguraba ser un príncipe del desierto. De acuerdo, habían celebrado una falsa ceremonia y habían pasado la luna de miel en el Caribe, pero era todo de mentira… ¿o no?
El padre del príncipe Reyhan insistía en que ya era hora de que su hijo se casara, pero había un pequeño problema… Reyhan ya estaba casado con Emma. Así que el rey ordenó a su nuera, que se fuera de viaje mientras él ultimaba la anulación… no sospechaba que los había enviado al paraíso, el lugar ideal para el amor.

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Varios criados corrieron hacia la mujer desvanecida, pero Reyhan los apartó y se arrodilló junto a Emma. Le agarró la muñera y le comprobó el pulso.

Era rápido, pero estable.

– Llamad a un médico -ordenó firmemente, y alguien se apresuró a obedecer.

– No se ha golpeado en la cabeza -dijo una joven, tocando la frente de Emma-. Yo estaba mirando cuando se desmayó, alteza.

– Gracias. ¿Sus aposentos están listos?

La mujer asintió y Reyhan tomó a Emma en sus brazos. Su cuerpo estaba lánguido y débil, con una mano presionada contra el pecho de Reyhan y la otra colgando al costado. Estaba pálida y respiraba lentamente.

Reyhan se tomó un momento para observar sus largas pestañas y sus generosos labios. El pelo espeso y rojizo que él recordaba caía en suaves ondulaciones alrededor del rostro, y sabía que si las contaba, encontraría las once pecas en la nariz y las mejillas.

¿En qué habría cambiado?, se preguntó en silencio. Pero se dio cuenta de que no quería saberlo. Se levantó y se dirigió hacia el palacio.

Su padre caminó junto a él.

– Al menos te ha recordado -le dijo.

– Con gran deleite, obviamente.

– Tal vez se haya desmayado con alivio por saber que vais a estar juntos.

Reyhan no se molestó en contestar. Emma no lo había visto en seis años, y por lo que él había podido averiguar, no había hecho el menor intento por contactar con él. No sabía lo que ella recordaría de su breve… relación, pero dudaba de que su desmayo tuviera algo que ver con el alivio.

Los aposentos de los invitados estaban en la segunda planta y Reyhan se dirigió directamente hacia allí, agradeciendo en silencio que su padre no dijera nada más. Entró en la suite y dejó a Emma en el sofá. Una doncella aguardaba en un rincón.

– Averigua cuándo llega el médico -le ordenó él.

La doncella asintió y agarró un teléfono de una mesita, mientras Reyhan se sentaba en el sofá junto a Emma y le tomaba la mano. Tenía los dedos fríos, así que se los llevó a la boca y los calentó con su aliento.

– Emma -susurró-. Despierta.

Ella movió ligeramente la cabeza y soltó un débil gemido.

– El médico llegará en quince minutos -informó la doncella.

– Gracias. Un vaso de agua, por favor.

– Enseguida, alteza.

– Podría haberla traído otra persona -dijo el rey, desde el sillón que había ocupado frente al sofá-. Y podría estar atendiéndola otra persona.

– Nadie toca a mi mujer -replicó Reyhan entornando la mirada.

Su padre se levantó y fue hacia la puerta.

– Han pasado seis años, Reyhan. ¿Estás seguro de que aún quieres reclamar el título de marido?

Lo quisiera o no, el título seguía siendo suyo. Y también Emma.

Emma se sentía como si estuviera nadando contra la marea, pero en vez de agua, estaba atrapada por fuentes corrientes de aire que le impedían alcanzar la superficie. Los pensamientos se formaban y deshacían en su cabeza, y sentía el cuerpo muy pesado. Algo había ocurrido. Eso lo recordaba. Pero ¿qué?

Una superficie fría y suave se presionó contra su boca.

– Bébete esto -ordenó una voz masculina.

Emma separó los labios sin pensar siquiera en negarse y el agua se deslizó en su boca. Bebió agradecida y suspiró cuando el vaso se retiró. Sintiéndose mejor, abrió los ojos.

¡Oh, Dios… era él! Sus ojos no la habían engañado. Podía sentir su calor y su fuerza, sentado junto a ella en el sofá, con su cadera presionándole el muslo y una de sus manos tomándole la suya, mientras su penetrante mirada la atrapaba como si fuera un pajarillo en una jaula.

Reyhan.

No estaba segura de si había pronunciado el nombre en voz alta y si solamente lo había pensado. ¿Cómo era posible después de tantos años? Parpadeó y se preguntó si sería un sueño. Pero no, no tenía tanta suerte. El era real y estaba junto a ella, por muy inverosímil que pareciera. Habían pasado seis años desde que él se aprovechara de ella para luego abandonarla. Seis años desde que ella se encerró en casa de sus padres a llorar por lo que podía haber sido, deseando en secreto que volviera para reclamarla.

Pero él jamás volvió, y finalmente ella regresó a su vida… más vieja, más sabia y emocionalmente destrozada.

– Ya vuelves a estar con nosotros -dijo él, con una voz baja y profunda que resonó como un trueno lejano-. No recordaba que fueras propensa a los desmayos.

– Yo nunca me desmayo -respondió ella.

– Acabas de hacerlo. Ha sido un viaje muy largo… ¿Pudiste dormir en el avión?

Hablaba con una naturalidad asombrosa, como si lo que estaba sucediendo no fuera extraordinario. Como si sólo hubieran pasado unos días y no seis años desde la última vez que estuvieron juntos.

La indignación se convirtió en furia. Quería gritarle, insultarlo, arrojarle algo a la cabeza… Pero la educación que había recibido como una dama no le permitía más que fulminarlo con la mirada. Reyhan le tocó ligeramente la mejilla.

– Tus ojeras muestran la falta de sueño. Supongo que no debe extrañarme que no hayas dormido. No te han explicado por qué te han traído aquí. Y si mal no recuerdo, siempre estabas impaciente y ansiosa por saberlo todo.

Emma perdió la atención momentáneamente mientras él le acariciaba la piel, lo cual la irritó. Cuando el pulgar de Reyhan le tocó el labio inferior, tuvo un sobresalto que la desconcertó. La sensación de su tacto la traspasó como un relámpago, derritiéndolo todo a su paso.

¡No! No podía reaccionar así. No podía sentir nada. Si aquel hombre era realmente Reyhan, lo único que podía provocarle era desprecio. Ni siquiera se merecía su atención.

– Veo la ira en tus ojos -dijo él con una sonrisa torcida-. Como una gata salvaje. Menos mal que no tienes garras. De lo contrario, podrías hacer mucho daño.

Y dicho eso, la volvió a sorprender besándole los nudillos.

Emma sintió cómo él calor de su boca le llegaba hasta los dedos de los pies. La sensación ardiente creció hasta que le entraron ganas de ronronear como la gata que él había mencionado.

– Para -ordenó, retirando la mano. Una orden que iba dirigida a los dos. En las últimas veinticuatro horas su vida había sufrido un vuelco, pero estaba decidida a averiguar qué estaba pasando. Y para ello tenía que mantener la calma y la concentración.

Se apartó y se irguió hasta sentarse. Y cuando él se dispuso a ayudarla, ella lo rechazó.

– Estoy bien -le dijo con la voz más gélida que pudo-. Lo que necesito de ti es que me expliques qué está pasando, qué hago yo aquí y, ya puestos, ¿qué haces tú aquí?

Antes de que él pudiera responder, un gato de color canela con ojos violetas saltó al regazo de Emma. Se quedó perpleja. ¿Gatos en el palacio?

Reyhan tomó al animal y lo puso en el suelo. El gato lo miró, soltó un bufido de disgusto y se alejó.

– ¿Eres alérgica a los gatos? -le preguntó él.

– ¿Qué? No.

– Bien. Porque el palacio está lleno de gatos. Son de mi padre.

¿Su padre? Se frotó la sien y pensó si quería preguntarle quién era su padre. Por mucho que le gustara saberlo, la respuesta le daba miedo. Porque tenía el presentimiento de que Reyhan guardaba algún parentesco con el rey de Bahania.

Se obligó a calmarse mientras Reyhan volvía a tenderle el vaso de agua. Ella lo aceptó y sus miradas se encontraron.

Lo que más recordaba de él eran sus ojos. Oscuros y llenos de secretos. Una vez había creído que si pudiera aprender a leer en sus ojos, llegaría a conocer su alma… Pero las pocas semanas que habían pasado juntos no les habían dado tiempo para conocerse.

La tristeza amenazaba con invadirla, e intentó protegerse recordando lo que Reyhan le había hecho, cómo se había marchado y lo sola y preocupada que se había quedado. Era mejor estar enfadada. Presentía que iba a necesitar las energías de la ira.

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