Carly Phillips - Hasta el final
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Cierto, no conocía a Regan lo suficiente para pedirle algo así, pero quería tener la oportunidad de comprobar adonde conducía aquella aventura, y dudaba que pudieran averiguarlo si ella permanecía en Chicago. Él tenía su residencia en San Francisco, al igual que Connectivity Industries. Tenía que estar disponible para cualquier emergencia y estar dispuesto a viajar cuando fuera necesario. Aún necesitaba la sensación de libertad que experimentaba al surcar los cielos. Pero quería tener la certeza de que Regan estaría esperándolo cuando volviera a casa.
Y por las reacciones que había visto en la mayoría de las mujeres, sabía el sacrificio tan grande que le estaría pidiendo. No sólo tendría que vivir en un nuevo estado sin familia ni amigos, sino que él no podría estar siempre a su lado para facilitarle el cambio.
Si pensaba que pedirle que lo acompañara a una cena de ensayo había sido una proposición insegura, no podía imaginarse cuál sería su reacción si le planteara una cuestión semejante. Pero cuando llegara el domingo por la mañana, no tendría más remedio que abordar el tema… o volver solo a casa.
Regan se despertó sintiendo el calor de un cuerpo cubriendo el suyo. No podía decir que la molestara aquella sensación tan deliciosa; de hecho, le encantaba. Había oído a Sam cuando volvió a casa la noche anterior, y si era completamente sincera, tenía que admitir que no se había dormido del todo hasta que él regresó.
Ahora yacía bocabajo, con Sam sobre ella, envolviéndola en su calor masculino.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
– Despertándote -respondió él. Le apartó el pelo de la mejilla y empezó a besarle el cuello, mordisqueándola suavemente y acariciándola con la lengua.
Ella se estremeció ante el asalto sensual y arqueó el cuerpo, frotando accidentalmente la pelvis contra el colchón. El contacto tuvo el efecto erótico de excitarla aún más.
– Mmm. Vas a hacer que sea inmune a los despertadores.
– Si eso significa que vas a necesitarme para despertarte por las mañanas, por mí estupendo.
Antes de que ella pudiera reaccionar a sus palabras, él empezó a mordisquearle lentamente el lóbulo de la oreja, sin duda con la intención de distraerla. Y funcionó. Regan cerró los ojos y dejó que la excitara con sus labios, su lengua, sus dientes y sus expertas manos, sabiendo en todo momento que aquélla podía ser la última vez que estuvieran juntos.
Sam bajó desde el lóbulo de la oreja hasta el cuello, deteniéndose para besar y acariciar cada palmo de su espalda. Regan se retorció y frotó su sexo contra el colchón, acercándose más y más al climax con cada rotación de sus caderas. La respiración se le aceleró frenéticamente y un gemido ahogado se le escapó de la garganta.
De pronto sintió las manos de Sam en los muslos y se puso rígida.
– Quiero que confíes en mí, cariño -le susurró él, acariciándole el cuello con su aliento.
– Confío en ti -respondió ella tragando saliva. Confiaba plenamente en él, y no sólo con su cuerpo.
Sam le separó suavemente las piernas y hundió los dedos entre los muslos. La adrenalina recorría a borbotones las venas de Regan, que se vio inundada de sus propios jugos. Y entonces sintió cómo él empezaba a introducirse en ella.
Cerró los ojos y soltó un lento jadeo. La sensación era increíble.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
– S… sí -respondió. Estaba en la gloria. ¿Cómo no estarlo con el cuerpo de Sam rodeándola y penetrándola?
Él le apartó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con la nariz.
– Quiero que estés mejor que bien, nena -dijo, profundizando aún más.
Ella tensó los muslos alrededor de su miembro, abandonándose a la espiral de pasión que crecía en su interior. Con cada suave empujón Sam la acercaba al límite. Necesitaba que se moviera, que la embistiera con fuerza. El cuerpo le temblaba, estremeciéndose de insaciable deseo, y tuvo que hundir la cara en el colchón para no gritar con todas sus fuerzas.
– Dime lo que quieres -la ronca voz de Sam resonó en su oído-. Me dijiste que necesitabas tener el control de tu vida. Conmigo puedes tenerlo. Dime lo que necesitas.
Ningún hombre le había dado jamás ese derecho ni esa libertad, y de repente comprendió lo que debía de sentir Sam cuando volaba. Y el hecho de que se lo estuviera ofreciendo a ella hizo que quisiera llorar de emoción.
Sintió cómo el cuerpo de Sam también temblaba, intentando contenerse. Él la entendía como nadie la había entendido nunca, y ella lo necesitaba como nunca había necesitado a nadie. Y podía reconocer, aunque sólo fuera en silencio y para sí misma, que no era sólo sexo lo que había entre ellos, a pesar de que en aquellos momentos su cuerpo no se preocupara por nada más.
Sam pareció comprenderlo y le deslizó la mano hasta el pecho, tomando el pezón entre sus dedos y acariciándolo suave pero persistentemente, hasta que el deseo se mezcló con el dolor y la agonía.
– Confía en mí y dime lo que quieres, Regan, o lo que hay realmente entre nosotros -le pidió.
Ella tragó saliva con dificultad. Sabía que Sam tenía razón. ¿Acaso no acababa de admitírselo a sí misma?
– Te necesito a ti. Más rápido -dijo con voz temblorosa, al tiempo que una lágrima le resbalaba por la mejilla. El deseo era demasiado fuerte.
– Por fin -murmuró él con un gemido, y se introdujo en ella por completo.
Su posición le permitía penetrarla de un modo completamente distinto. Regan no podía verle la cara, pero podía sentirlo al máximo. Sam se detuvo tras empujar hasta el fondo, y ella sintió la plena conexión de sus cuerpos. Y cuanto más esperaba él, mis se contraía ella y más intenso era el deseo.
Él hizo Jo que le pedía y empezó a moverse con rapidez en su interior, sin mostrar la menor piedad. Entre el resbaladizo movimiento de su pene y el rítmico roce de la pelvis contra el colchón, el climax no tardó en llegar. Regan gritó sin poder contenerse, barrida por una escalada de sensaciones que la llevó hasta la cúspide del gozo más absoluto. Y él continuó moviéndose implacablemente, hasta que ella quedó finalmente saciada de deleite y placer.
Regan había llegado al orgasmo, pero él no. Ni mucho menos. Tenía muy poco tiempo para someter a esa mujer, y aunque sabía que había dado un gran salto, no había acabado. Y no sólo se refería a su propia liberación, que de alguna manera había conseguido retener.
Se separó de ella lo justo para darle la vuelta y tenderla de espaldas.
Ella abrió los ojos y se encontró con su mirada.
– No has llegado, Sam.
Él sonrió.
– Te has dado cuenta.
– Me doy cuenta de todo lo que tenga que ver contigo -admitió ella.
Él reprimió un suspiro de agradecimiento.
– ¿Cómo te sientes?
– Increíblemente bien.
Sam se inclinó y la besó en los labios, como había deseado hacer mientras hacían el amor. Por primera vez, se negaba a pensar en ello como sólo sexo.
Ella lo sorprendió al agarrarlo por las caderas.
– Vamos, grandullón -le dijo con su sensual acento sureño-. Te toca.
– ¿Crees que puedes recibirme otra vez? -le preguntó él, riendo.
– Siempre -respondió ella, muy seria.
Estupendo, pensó él. Había llegado hasta ella. Ahora sólo tenía que conseguir que durase.
– ¿Quieres saber por qué no he llegado al orgasmo?
Ella asintió.
– Porque quería que lo vieras -dijo, y se colocó encima-. Y porque no quiero que lo olvides -añadió, uniendo otra vez los cuerpos.
Y por cómo lo miró con los ojos tan abiertos, también lo sintió. Satisfecho de haber conseguido su objetivo, empezó la cabalgada hacia el placer. Contempló cómo ella hacía lo mismo y comprobó con satisfacción que ella también lo observaba.
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