Carly Phillips - Una semana en el paraíso

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Después de acceder a casarse sin estar enamorada, Samantha Reed necesitaba probar, al menos una vez en la vida, el verdadero deseo, así que decidió tomarse una semana de vacaciones en la que experimentar todo lo que no iba a tener después: lujuria, pasión, éxtasis… y todo ello, con un extraño. Un camarero sexy como el mismo pecado parecía el hombre ideal con quien disfrutar y a quien poder abandonar después sin mirar atrás.
Ryan Mackenzie, Mac, no era en realidad un camarero, sino el dueño de un complejo hotelero, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo, sobre todo porque Samantha parecía desearle tal y como era. Había disfrutado con ella una deliciosa semana… y había llegado a la conclusión de que necesitaba tenerla para siempre. Aunque descubrir que Samantha ya estaba prometida no iba a ayudar a su propósito.

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Dormida parecía aun más perdida de lo que le había parecido al entrar en el bar. A juzgar por las molestias que se había tomado en preparar aquella seducción, le daba la impresión de que consideraba aquel encuentro sexual como la solución a algún problema. Sería demasiado fácil sucumbir a la tentación y aceptar lo que le ofrecía. Si lo hacía, no volvería a verla.

Mac no sabía cómo había llegado a sentir esa certidumbre, pero así era, y perder a Samantha antes de haber podido llegar a conocerla no era una opción. No era que él fuese un caballero de brillante armadura en busca de damas en apuros a las que rescatar, pero quería proteger a aquella mujer. Quería ocuparse de ella, y prefería no cuestionarse por qué. Tenía una semana para averiguarlo.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, Mac se dio cuenta de que apenas había dormido. ¿Cómo iba a poder dormir teniendo el cuerpo de Samantha pegado al suyo y su mano puesta en una erección matinal que no tenía nada que ver con la hora del día y sí con la mujer tumbada a su lado?

Con buenas intenciones o sin ellas, se había ido la noche anterior a la cama deseándola, y se había despertado deseándola aún más, pero como ella seguía durmiendo profundamente, decidió levantarse. No pudo evitar mirarla una vez más. Se había movido hasta su lado de la cama y se había abrazado a una almohada. A su almohada. Y que el cielo se abriera sobre su cabeza si no daba la impresión de que aquella cama era el lugar en el que debía estar.

Mac movió la cabeza. Una ducha fría acabaría con el problema, al menos por el momento. Y también le despejaría la cabeza para enfrentarse a aquella semana con Samantha.

Sam esperó a que la puerta del cuarto de baño se cerrara para abrir los ojos. Un maravilloso olor le llenó a la nariz al mismo tiempo que el sonido del agua al correr llegó a sus oídos. El olor de Mac. La ducha de Mac. El mismo Mac que había evitado aquella mañana tras despertase teniendo en la mano su… su… ni siquiera podía pensar en la palabra, y mucho menos pronunciarla.

Se obligó a incorporarse y miró a su alrededor. El sol se filtraba por las persianas y las velas que encendiera la noche anterior o se habían consumido o las habían apagado. Miró el despertador de la mesilla. Había dormido más allá de las siete de la mañana, que era su hora habitual para levantarse. Mucho más. Tendría que acostumbrarse, al menos durante aquella semana. Mientras estuviera con Mac.

Miró otra vez a su alrededor e hizo una mueca. Se había quedado dormida antes de que él subiera y, como resultado, tenía ante las narices un intento fallido de seducción, y teniendo en cuenta que había notado su erección, esperaba que tomase él la iniciativa, pero no había sido así.

Apartó la ropa de la cama y se levantó. Si podía vestirse y salir del apartamento antes de que él terminase de ducharse, podría disponer de algo de tiempo para pensar. La cabeza siempre le funcionaba mejor al aire libre, y con el aire fresco y los espacios abiertos de Arizona encontraría la mejor forma de enfrentarse a un hombre como Mac.

Sacó de la maleta un vestido de flores color crema y melocotón y lo dejó sobre la cama. El ruido del agua al caer se seguía oyendo, al igual que una música que provenía también del baño.

Así que le gustaba ducharse con música, se dijo, sonriendo. Ya sabía una cosa más sobre él. Además, compartían los mismos gustos musicales y, moviendo las caderas al ritmo del country, se sacó la camisa por la cabeza.

El ruido de una puerta al abrirse la sorprendió y sin pensar se dio la vuelta para encontrarse frente a Mac, desnudo de cintura para arriba y cubriéndose tan sólo con una toalla.

– Tienes ritmo -le dijo con una sonrisa.

– La ducha sigue corriendo -fue lo único que se le ocurrió decir mientras se ponía roja como la grana.

– Es que me había olvidado de la maquinilla de afeitar -explicó, y al tiempo que él abría las puertas del armario, ella se lanzó por su ropa. Aquel hombre estaba destinado a verla siempre en sus peores momentos, pensó apresurándose a ponerse el vestido, y una vez vestida, se volvió de nuevo hacia él.

Mac la miraba con una expresión indefinible, en cuyo fondo brillaba algo inconfundible: deseo.

– ¿Tienes ya todo lo que necesitas? -le preguntó, tragando saliva y sonriendo. Tuvo mucho cuidado en no bajar la mirada hacia sus caderas.

– Ni mucho menos -murmuró.

Ella se humedeció los labios. No sabía cómo contestar a una cosa así.

– Como ya te has levantado, he pensado que puedo invitarte a desayunar. No hay nada que merezca la pena en el frigorífico.

Ella parpadeó varias veces, sorprendida por la intimidad de la situación. Estaban compartiendo la rutina de una mañana cualquiera y manteniendo una conversación estando los dos a medio vestir… ¡y eran extraños!

Por otro lado, y a pesar de que era cierto que se habían conocido el día anterior, no tenía la sensación de que Mac fuese un extraño. Se sentía demasiado cómoda en su presencia, demasiado segura en sus brazos.

No estaba segura de ser capaz de comer absolutamente nada, pero alejarse del bar y de aquella habitación le pareció una idea excelente.

No llevaba sujetador. A no ser que se lo hubiera puesto en el par de minutos que la había dejado sola. Mac apretó el volante entre las manos. La sorpresa de aquella mañana seguía estando muy fresca en su mente. Había salido del baño para encontrarse a Samantha medio desnuda, iluminada por la luz del sol y con el pelo suelto y cayéndole a la espalda. Todas sus buenas intenciones habían estado a punto de abandonarlo en aquel mismo instante, de modo que salir a desayunar fuera le había parecido la mejor forma de poner a remojo la tensión sexual que crecía entre ellos. Pero se equivocaba.

Iba sentada a su lado, llevando puesto el vestido con el que se había apresurado a cubrirse, y él no podía dejar de pensar en sus pechos, tal y como los había visto antes de que pudiera taparse. Incluso en aquel momento, conduciendo entre campos, no podía pensar en otra cosa.

Pero tenía que darle espacio. Quería disfrutar de aquella semana, pero no iba a poder seguir conteniéndose si ella le tentaba a cada segundo. Incluso sus más leves movimientos lo excitaban.

– ¡Mac, para!

Pisó a fondo el freno y casi se atravesaron en la carretera. Menos mal que transitaban por una carretera secundaria que apenas se usaba.

– Vaya… no creía que fueses a tomártelo tan al pie de la letra.

– Cuando alguien grita yendo en coche, uno se imagina que o se ha mareado o… bueno, no importa. ¿Cuál es la emergencia?

– ¿Qué pueblo es ése de allí? -preguntó, señalando hacia la derecha. Unos tejados pintados en una amplia variedad de rosa, verde y tostado se elevaban contra el cielo azul.

– Es un pueblecito que se llama Cave Cove. Un sitio para turistas con muñecas indias, camisetas, turquesas y otras tonterías de ésas que a los del este os gusta llevaros de recuerdo.

Él no solía comprar allí, pero su madre y su hermana siempre se llevaban algo cada vez que iban a verlo.

Puso la primera con intención de continuar hacia su destino cuando ella apoyó la mano en su brazo.

– ¿Podríamos pasar primero por allí?

– Si quieres un centro comercial, hay uno en Scottsdale.

Un lugar que él odiaba, pero que soportaría por ella.

– ¿Uno de esos centros comerciales enormes, con aire acondicionado, tiendas caras y vendedores agobiantes? No, gracias. De esos ya tengo suficientes en casa.

Seguro. A juzgar por lo que había visto de su equipaje hasta el momento, toda su ropa llevaba etiqueta de diseñadores y era parecida a la que se vendía en The Resort.

Al mirarla la encontró con una mueca de disgusto en la cara. Samantha se vestía bien y con ropa que la sentaba a las mil maravillas, pero no era una adicta a las compras, ni mucho menos.

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