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LaVyrle Spencer: Dos Veces Amada

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Después de esperar durante un año el regreso de su amado esposo, la joven y encantadora Laura recibe la noticia de que el barco en el que él viajaba ha naufragado con todos sus ocupantes. Dan, el mejor amigo de Rye, se convierte para Laura en el puntal que la ayuda a seguir adelante en los momentos más oscuros y terribles. Acabará siendo un buen padre para su bebé y un amante esposo que logrará conquistar su destrozado corazón. Laura consigue así su segunda oportunidad, sin sospechar que un marinero curtido por el sol volverá a tocar puerto tras cinco años de ausencia: Rye ha vuelto a casa, sano y salvo, dispuesto a recueprar a su esposa y a su hijo. Una historia palpitante e inolvidable que emocionará al lector y le hará vivir momentos de intenso desgarramiento. Una vez más, la autora penetra en la psicología de unos personajes maltratados por el destino, se enfrentarán a disyuntivas de difícil resolución y se verán obligados a navegar en las procelosas aguas de una pasión que sigue viva.

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Su mano bajó por el cuello hasta los omóplatos, la espalda, las costillas… hasta que se topó con el severo límite hecho con la misma sustancia que lo había empujado a alta mar y a perderla: ¡barbas de ballena!

– ¡Malditos sean todos los balleneros! -exclamó con vehemencia, apartando su boca de la de Laura y examinando el armazón del corsé con los dedos.

Empezaba debajo de los omóplatos y se extendía hasta la zona lumbar de la columna, y lo siguió a través de la tela azul del vestido, azotando con su aliento la oreja de la mujer.

Esta no pudo contener una sonrisa.

– En este preciso momento, doy gracias a Dios por los balleneros -afirmó temblorosa, retrocediendo.

– ¿Laura?

Era la primera admisión que hacía de su deseo por él. Pero cuando Rye le levantó la barbilla para darle otro beso, no se lo permitió:

– ¡Detente, Rye! Podría pasar alguien.

– Y vería a un hombre besando a su esposa. Vuelve aquí, que todavía no he terminado.

Pero ella volvió a eludirlo.

– No, Rye. Tienes que entender que esto debe acabar hasta que esta espantosa situación se aclare.

– La situación es clara: tú te casaste conmigo primero.

– Pero ya no.

Por difícil que fuese decirlo, tenía que aclararlo, pues no quería lastimar a Dan.

La erección abandonó el cuerpo de Rye con una velocidad que lo sorprendió.

– ¿Eso significa que tienes intenciones de quedarte con él?

– Por el momento. Hasta que tengamos ocasión de conversar, de…

– ¡Eres mi esposa! -Cerró los puños-. ¡No aceptaré que vivas con otro hombre!

– En esto, mi opinión vale tanto como la tuya, Rye, y no pienso… no pienso abandonar a Dan en un arranque emotivo. Hay que tener en cuenta a Josh, y… y… -Frustrada, se restregó las manos y empezó a pasearse agitada, hasta que al fin giró sobre los talones y lo miró-. Durante más de cinco años, creímos que estabas muerto. No es lógico que pretendas que, en una hora, nos adaptemos al hecho de que no lo estás.

La mandíbula de Rye parecía hecha de teca, y contemplaba la bahía de Nantucket con expresión seria.

– Si vas a quedarte con él -dijo en tono helado-, avísame, pues… ¡por Dios, no pienso quedarme a verlo! Me iré en el próximo barco ballenero que salga del puerto.

– Yo no he dicho eso. Te he pedido algún tiempo. ¿Me lo darás?

Volvió otra vez los ojos a ella, pero le exigía un esfuerzo tremendo estar tan cerca de Laura y no abrazarla… besarla… y más. Hizo un brusco gesto de asentimiento, típico de los nativos de la región, y después, miró de nuevo hacia la bahía.

Llegó flotando hasta ellos el sonido solitario de una boya sonora, desde los bancos de arena ocultos de los bajíos. El eterno ruido del océano rompiendo contra la costa formaba una música de fondo que ninguno de los dos escuchó, pues toda su vida había estado acompañada por ese sonido. Los gritos de las gaviotas y el golpear de los martillos desde los astilleros que había más abajo formaban parte de la orquesta de la isla, que se percibía de manera inconsciente, del mismo modo que el olor de los brezales y las marismas, y el aire húmedo y salado.

– ¿Rye?

Hostil, se negó a mirarla.

Laura le apoyó la mano en el brazo, y sintió cómo los músculos se tensaban al contacto.

– He venido contigo hasta aquí porque quería hablarte antes de que bajaras la colina.

Siguió sin mirarla.

– Me temo que tengo… malas noticias.

Le lanzó una mirada repentina, y se volvió otra vez.

– ¿Malas noticias? -repitió, irónico, para luego soltar una carcajada carente de alegría-. ¿Qué podría ser peor que las malas nuevas que ya he recibido?

«¡Rye, Rye! -clamó el corazón de Laura-, no mereces encontrarte con tanto sufrimiento a tu regreso».

– Has dicho que ibas a ver a tus padres, y yo… me pareció que, antes de llegar a su casa…

Rye empezó a girar la cabeza y, como si ya hubiese adivinado, los hombros comenzaron a ponérsele rígidos. Laura le apretó el brazo con la mano.

– Tu madre… no está en tu hogar, Rye.

– ¿Que no está en casa?

Y aunque se dio cuenta de que él ya lo sabía, las palabras no pasaban por su garganta.

– Está allá abajo, en Quaker Road.

– ¿Qua… Quaker Road?

Dirigió la vista hacia allá, y la volvió a ella.

– Sí. -Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas, y se le estremeció el corazón por tener que someterlo a otro golpe emocional.

– Murió hace dos años. Tu padre la sepultó en el cementerio cuáquero.

Sintió que por el cuerpo del hombre pasaba un temblor. Rye giró con brusquedad, metió con fuerza las manos en los bolsillos, enderezó los hombros y procuró mantener el control. A través de un velo de lágrimas, Laura vio que, en la nuca, el clarísimo cabello de Rye sobrepasaba el cuello de la camisa; entonces él alzó la cara al cielo azul y de su garganta brotó un solo sollozo estrangulado.

– ¿Queda algo como estaba antes… de que yo me marchara?

La compasión la desgarró. Se le atravesó en la garganta, y de pronto, sintió una necesidad urgente de suavizar el dolor, de consolarlo. Se acercó a él y le apoyó la mano en el valle que se formaba entre los omóplatos. El contacto le provocó otro sollozo, y luego otro.

– ¡Maldita sea la pesca de ballenas! -gritó Rye al cielo.

Laura sintió que la espalda ancha temblaba, y los sonidos de la desesperación del hombre la angustiaron. «Sí, maldita pesca», pensó. Era un capataz riguroso, que no otorgaba demasiado valor a la vida, al amor o a la felicidad. Al ballenero se le exigía sacrificarlos para conseguir aceite, hueso y ámbar gris. Los veleros asolaban los siete mares durante años seguidos, llenando lentamente los barriles, mientras en tierra firme morían madres, nacían hijos y las amadas impacientes se casaban con otros.

Pero, por las noches, los hogares tenían luz. Y las señoras se perfumaban con las esencias destiladas del ámbar gris. Y procuraban convencerse de que los corsés de ballenas podían custodiar con eficacia la virtud, porque, al otro lado del Atlántico, una reina de espalda rígida impuso el recato que se extendía en oleadas, como una peste.

Lo inhumano de la situación la abrumó, y sin poder apartarse más de Rye, le rodeó con sus brazos y lo ciñó con fuerza, apoyando la frente contra la parte baja de la espalda.

– Rye querido, lo siento mucho.

Cuando el llanto pasó, él sólo hizo una pregunta:

– ¿Cuándo volveré a verte?

Pero ella no tenía respuesta que aliviase su desdicha.

El viento primaveral, indiferente a las penas humanas, perfumado de sal y de flores, le agitó el cabello, y luego se deslizó otra vez para secar el calafateado de otro ballenero más que estaba siendo puesto a punto para partir, y para llevarse el humo de los talleres que traían la prosperidad, y a veces el dolor, a la isla de Nantucket.

Capítulo 2

La caza de ballenas era el telar que entretejía la urdimbre del mar y la trama de la tierra, creando el tapiz llamado Nantucket. No quedaba isleño al que no afectase; más aún, la mayoría se ganaban la vida con ella, fuese de manera directa o indirecta, y así era desde finales del siglo diecisiete, cuando el patrón de una balandra llevó a Nantucket el primer esperma de ballena.

La isla en sí misma parecía destinada por la naturaleza a convertirse en sede de la caza de ballenas, nueva potencia económica de la América colonial, pues estaba ubicada cerca de las rutas originales de migración de esos mamíferos, y su forma de costilla de cerdo constituía una zona de anclaje natural, ideal para aprovechar como embarcadero, sin necesidad de modificar nada. Como consecuencia, la ciudad se extendía contorneando la costa de Great Harbor, y parecía salir del borde mismo del mar.

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