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LaVyrle Spencer: Dos Veces Amada

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Después de esperar durante un año el regreso de su amado esposo, la joven y encantadora Laura recibe la noticia de que el barco en el que él viajaba ha naufragado con todos sus ocupantes. Dan, el mejor amigo de Rye, se convierte para Laura en el puntal que la ayuda a seguir adelante en los momentos más oscuros y terribles. Acabará siendo un buen padre para su bebé y un amante esposo que logrará conquistar su destrozado corazón. Laura consigue así su segunda oportunidad, sin sospechar que un marinero curtido por el sol volverá a tocar puerto tras cinco años de ausencia: Rye ha vuelto a casa, sano y salvo, dispuesto a recueprar a su esposa y a su hijo. Una historia palpitante e inolvidable que emocionará al lector y le hará vivir momentos de intenso desgarramiento. Una vez más, la autora penetra en la psicología de unos personajes maltratados por el destino, se enfrentarán a disyuntivas de difícil resolución y se verán obligados a navegar en las procelosas aguas de una pasión que sigue viva.

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– ¡Rye! ¡Mi buen amigo! ¿Las entrañas del mar te han regurgitado?

– Dan, qué alegría verte -repuso Rye automáticamente, aunque si se confirmaban sus sospechas, sería una mentira a medias-. Lo que pasó fue que no estaba a bordo del Massachusetts cuando se hundió. Me habían dejado en puerto porque contraje viruelas.

Como los dos hombres habían sido amigos íntimos de toda la vida, se estrecharon las manos y se palmearon los hombros, y aunque los gestos fueron sinceros, no ayudaron mucho a despejar la tensión del ambiente. Ninguno de ellos sabía bien cuál era la situación.

– ¿Salvado por… la viruela? -dijo Dan.

La ironía los hizo reír cuando se separaron. Pero la risa derivó en un silencio incómodo y ambos miraron a Laura, que pasaba la vista de uno a otro, posándose al fin en Josh, que los observaba a los tres confundido.

– Ve al fondo a lavarte las manos y la cara para cenar -le ordenó con suavidad.

– Pero, mamá…

– No discutas. Ve.

Le dio un gentil empellón y el chico desapareció por la puerta trasera, seguido por los ojos claros del hombre de mar.

La tensión era palpable como el velo de niebla que cubría Nantucket uno de cada cuatro días. Rye observó el lugar y vio que la mesa de caballete estaba puesta… para tres. En una mesa de fina confección, de madera de cerezo, había un humidificador, ese recipiente para guardar cigarros y, al lado, una silla tapizada de respaldo alto, con un taburete bajo haciendo juego. Ya no estaba la cama que ocupaba el cuarto cuando él se marchó. En su lugar había un camastro de una plaza colocado sobre un arcón; en el frente, unas puertas plegables, ahora abiertas, mostraban soldados tallados en madera sobre el cubrecama: sin duda, la cama del niño. A continuación, desplazó la mirada hacia la nueva abertura hecha en la pared, a la izquierda del hogar. Llevaba a una habitación donde se veía un extremo de la conocida cama de matrimonio.

Rye Dalton tragó con dificultad.

– ¿Has venido a almorzar con Laura? -le preguntó al amigo.

– Sí, yo… -Le tocó a Dan tragar saliva, y no supo dónde poner las manos.

Los dos apelaron en silencio a la mujer, que tenía los dedos apretados ante sí. En la habitación había la misma nube ominosa que presagia el anuncio de la muerte de alguien, pese a que, en este caso, se debía al anuncio de que Rye Dalton estaba vivo.

Laura, con voz ahogada y las mejillas ardiendo, se frotaba las palmas:

– Rye, nosotros… nosotros creímos que estabas muerto.

– ¿Nosotros?

– Dan y yo.

– Dan y tú -repitió sin expresión.

Laura buscó con la mirada la ayuda de Dan, pero él estaba tan mudo como ella.

– ¿Y? -espetó Rye, mirando de uno a otro, sintiendo que su pánico crecía a cada minuto que pasaba.

– Oh, Rye. -Laura tendió hacia él una mano implorante, y dio la impresión de que las líneas de su rostro se desfiguraban de compasión-. Se refirieron a todos los tripulantes. ¿Cómo podíamos saberlo? Nunca se encontró el cuaderno de bitácora.

Por fin, Dan sugirió en voz baja:

– Creo que será mejor que nos sentemos.

Pero, como hombre de mar, Rye Dalton estaba acostumbrado a enfrentarse a las calamidades de pie. Encaró a los dos y los desafió:

– ¿Es lo que parece?

Su vista describió un arco alrededor de la habitación, abarcando todas las señales de la presencia de Dan con esa sola mirada, y se posó sobre su esposa. Laura tenía los labios abiertos y trémulos, y las manos tan apretadas entre sí que los nudillos se le pusieron blancos. Los ojos castaños brillaban de lágrimas contenidas, y tenía una expresión de hondo remordimiento.

Admitió, en voz queda:

– Sí, Rye, así es. Dan y yo nos hemos casado.

Rye Dalton gimió y se dejó caer en una silla, ocultando el rostro entre las manos.

– Oh, Dios mío.

Laura pudo contenerse a duras penas de ir hacia él, arrodillarse y consolarlo, porque sentía su misma angustia. Quiso gritar:

– ¡Lo siento, Rye, lo siento!

Pero también estaba Dan. Dan, el mejor amigo de Rye. Dan, al que también ella amaba, que la había cuidado en la peor época de su vida; que la reconfortó cuando supo la noticia de la muerte de Rye; que se mostró mucho más fuerte que ella ante la pérdida común; que la alegró durante su embarazo y le dio ganas de seguir adelante; que se convirtió en su mano derecha cada vez que necesitaba la fuerza de un hombre para todas las tareas que, como mujer embarazada, no podía hacer; que había llegado a amar al hijo de Rye Dalton como si fuese suyo, que había adoptado a Josh cuando desposó a Laura.

Josh entró con ímpetu, la cara reluciente, su pelo formando una cresta de gallo en la coronilla. Corrió sin dudar hacia Dan, le abrazó las piernas y alzó la vista hacia su cara con una sonrisa angelical, que desgarró el corazón de Rye Dalton.

– Mamá ha hecho tu plato preferido… adivina cuál es.

Rye vio cómo Dan Morgan revolvía el pelo del niño y luego alisaba la cresta que inmediatamente se erguía de nuevo.

– Durante la cena vamos a jugar a las adivinanzas, hijo -le dijo, sin pensarlo.

Al darse cuenta se sonrojó y levantó la vista para encontrarse con la expresión dolorida de Rye.

Los ojos azul claro se posaron en el niño… «¿Cuántos años tendrá? -se preguntó, desesperado-. ¿Cuatro, cinco?». No pudo deducirlo.

Fue levantando poco a poco los hombros caídos y alzó la mirada hacia Laura, preguntándoselo sin hablar. Pero el niño estaba presente, y Rye entendió que no podía contestarle delante de él. Miró otra vez al chico, especulando: «¿Será mío o de Dan?»

La tensión aumentó, y Laura se sintió como si fuese la cuerda de un tironeo entre dos bandos en lucha. Le daba vueltas la cabeza y tenía náuseas; se sentía alienada, como si esa tragedia le estuviese sucediendo a otra persona. Pero recuperó cierto sentido del decoro, y obligó a sus labios a decir:

– Será un placer que te quedes a comer, Rye.

Hasta a ella le sonó extraño invitar a comer al propio dueño de la mesa.

Rye Dalton la oyó pronunciar la invitación, y contuvo una carcajada atormentada que estuvo a punto de escapársele. Durante cinco años había navegado por los mares, comiendo los insulsos bizcochos de a bordo, el intragable estofado, y pescado salado, mientras saboreaba por anticipado su primera comida en el hogar. Y ahora, estaba allí: le llegaba a las narices el aroma de la comida con la que había soñado. Sin embargo, no podía, de ninguna manera, sentarse y compartirla con Laura y con su… su otro marido.

Giró sobre sus pies: de repente tuvo prisa por irse y rumiar sus pensamientos. El niño seguía mirando, cosa que hacía imposible preguntar.

– Gracias, Laura, pero todavía no he visto a mis padres. Creo que iré a saludarlos.

Sus padres debían saber la verdad.

Laura sintió que el corazón se le caía hasta el fondo del estómago. Ella y Dan intercambiaron una mirada cargada de mensajes secretos, en la que la mujer le suplicaba que comprendiese.

– Te acompañaré unos metros por el sendero, Rye -le propuso.

– No… no, no hace falta. Recuerdo bien el camino.

Dan se apresuró a intervenir.

– Ve con él, Laura. Yo serviré la comida para Josh y para mí.

La tensión aumentaba mientras Rye decidía si hacerle a Laura el gesto de que pasara antes que él o insistía en que no hacía falta que lo acompañara.

Josh alzó el rostro hacia Dan, y le preguntó:

– ¿Ese hombre va a salir a caminar con mamá?

– Sí, pero mamá volverá pronto -respondió Dan.

– ¿Quién es? -preguntó, con toda inocencia.

– Se llama Rye, y es amigo mío desde hace muchos años… y también lo es de tu madre.

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